"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

viernes, 26 de septiembre de 2014

Teatro y Democracia


     El teatro nació de la fiesta y fue expresión feliz de la democracia.

El cielo de la Acrópolis. Atenas.

     El dramaturgo norteamericano Arthur Miller dijo: El teatro no puede desaparecer porque es el único arte donde la humanidad se enfrenta a sí misma. Esa naturaleza especular del teatro está ya presente en sus orígenes mismos.

     Es opinión aceptada de antiguo que el teatro occidental surgió en Grecia a partir de festividades y celebraciones de raigambre popular, eminentemente agrarias, muchas de las cuales todavía hoy perviven no sólo en suelo griego, en manifestaciones como las murgas de Cádiz, las coplillas dialogadas, los trovos de los festivales alpujarreños.
     Festejos populares de remota tradición, en los que el individuo se reconocía miembro y partícipe de una colectividad, con enfrentamientos rituales entre lo viejo y lo joven, entre hombre y mujer, entre el invierno que muere y la primavera que nace, entre el jornalero y el capataz, competiciones líricas o musicales, confluyeron y cristalizaron en torno al siglo sexto antes de cristo en una manifestación artística que visualizaba ante los espectadores la epifanía de una divinidad de signo agrario, Diónisos, como expresión dialéctica de la propia colectividad, encarnada en el coro.

Representación del "Orestes"
 de Yannis Ritsos.
Universidad Complutense.

     No resulta baladí el momento histórico en que se produjo el nacimiento del teatro, así como determinada manifestación artística es siempre consustancial a la sociedad que la produce y consume.

     Es innegable el hecho de que nuestra civilización contemporánea es una civilización visual. Hemos nacido a la imagen, desterrando a la palabra a una posición subalterna. Eso no puede dejar de tener sus consecuencias. La inmediatez y el menor esfuerzo con que una imagen aporta una información más completa que cualquier enunciado verbal, junto con su apabullante impacto sensorial, amplía el caudal informativo y atrapa nuestra atención, sí. Pero el discurso visual, por su propia naturaleza dinámica, es más reacio a la reflexión, más proclive a la manipulación. Responde perfectamente a las necesidades de una sociedad de mercado.

     La épica homérica bebía en los anhelos y las contradicciones de una casta nobiliaria, heredera de soñadas glorias micénicas, que dominaba sin contestación los pequeños núcleos urbanos que se preparaban ya a entrar en la historia.
     Agamenón, líder indiscutible de la coalición que puso sitio a la ciudad de Troya, Agamenón, pastor de pueblos, respondía a las inquietudes de los jefes de tribu que iban viendo cómo sus súbditos comenzaban a reclamar en voz baja el papel de ciudadanos. Las tribulaciones de Ulises de regreso a Ítaca marcaban el camino a una casta que veía en peligro sus privilegios heredados ante la irrupción en el horizonte de nuevos valores comerciales.
     Y cuando las tensiones ciudadanas estallaron, dando lugar a un nuevo marco social que restaba poder e influencia a esta nobleza hereditaria, o al menos la ponía en cuestión, cuando no fue sometida al destierro, el refugio de dicha oligarquía en el individualismo y en los intereses particulares dio voz a la lírica arcaica griega, tan fragmentariamente conocida y tan hermosa.

     Ninguna de estas dos manifestaciones artísticas, ni la lírica tradicionalista o individualista, ni la épica nobiliaria, servían plenamente como marco identitario a las ciudades estado que iniciaban el largo y complejo camino a la democracia, creación paulatina mediante la cual el súbdito iba haciéndose cada vez más ciudadano, y no regalo envenenado de una casta dominante.

Museo de la Acrópolis.

     Una de tantas ironías con las que la antigua civilización griega atemperaba su exacerbado sentimiento trágico de la existencia: fue precisamente un tirano, Pisístrato, quien, buscando legitimidad en el populismo para arrinconar y mantener a raya la oposición de una nobleza hermana en el destierro, halagó al pueblo que sustentaba su poder introduciendo en Atenas el culto a una divinidad eminentemente agraria, propia del pueblo llano y casi ausente del Olimpo nobiliario, Diónisos.
     Las herramientas de cualquier tiranía populista para perpetuarse nunca han cambiado: represión de la disidencia y adocenar al común con unas migajas de bienestar narcotizante y con festejos gregarios que no cuestionen la legitimidad de quien los promueve.
     Sin embargo, ese gesto de magnificencia dadivosa, la introducción de un dios propio de las clases sociales en las que se sustentaba la tiranía, como mal menor, y la celebración de dicha divinidad mediante las representaciones dramatizadas que le eran propias, traería unas consecuencias imprevistas, que sobrevivirían y se desarrollarían plenamente a la caída del propio tirano.
     Pues, derrotada la tiranía después de cuarenta años, el pueblo ateniense emprendió una ruta irreversible hacia la participación ciudadana en las decisiones colectivas. No había ejemplo que imitar, no había modelo. La democracia tuvo que ir creándose a sí misma, no sólo en cuanto estructura política, sino como espacio de convivencia y participación.

     No es casual que el teatro se convirtiera en la expresión más depurada de esa nueva sociedad.
     Por su propia naturaleza dialéctica, el teatro sacaba a la luz las contradicciones y antagonismos en que dicha sociedad se asentaba. Era un diálogo inmediato de la colectividad consigo misma, un espacio de reflexión sobre el difícil vivir en común. La tragedia tensa la cuerda del arco del hombre en acción. La comedia desnuda al grupo de prejuicios y fanatismos. Llevando la carcajada a ras del suelo o derribando de su coturno al héroe en la encrucijada, tragedia y comedia se convertían en espejo vivo de esa multitud congregada ante un escenario donde el actor dejaba de ser él mismo para ser la máscara, el otro que podría ser yo pero no soy yo, y en el otro reconocernos como individuos inmersos en un mundo plural.

Representación del "Ayax"
de Yannis Ritsos.
Universidad Complutense.

     El teatro nos recuerda que no vivimos solos, aislados. Las tensiones entre el interés particular y el de la colectividad, entre las normas del corazón y las normas que regulan la convivencia, entre el bien común y el bien individual, entre los vencedores y los vencidos, entre el justo prescindible y el injusto sobresaliente, entre la honradez ante uno mismo y el precio del prestigio pueden abocar al desvarío y la ruina o resolverse en un acto de autoconocimiento. En el teatro, todos somos juez y parte, reo y verdugo. La distancia del espectador respecto a lo representado era la distancia de la asamblea ciudadana respecto a las decisiones a adoptar, un espacio de transparencia y reflexividad.

     La antigua civilización griega, a diferencia de otras civilizaciones que dogmatizan y tratan de imponer una moral restrictiva, perseguía el equilibrio en todas sus manifestaciones. Concebía la vida como un frágil acorde entre contrarios.

Columnas del templo de Apolo.
Delfos.
     El mayor santuario de la antigüedad, aquel que representaba los valores más altos a los que aspiraba el mundo griego, el oráculo de Delfos, embebió a toda la sociedad griega antigua en unos códigos de conducta, procedentes de antiguos clanes nobiliarios, pero depurados por el transcurrir de la historia. Extendió un ideal de vida encarnado en la figura del dios Apolo, dios de la razón, de la armonía, del equilibrio. En las puertas de acceso estaban esculpidas las dos máximas que inspiraron a Sócrates su programa ético: conócete a ti mismo y todo en su justo medio.
      Sin embargo, esa exaltación de la razón, tan brillantemente expresada en las airosas columnas del Partenón, no podía estar completa sin la presencia en Delfos de Diónisos, dios de la pasión, de la irracionalidad, de la exaltación, de la locura, de aquellas fuerzas oscuras que laten en el subconsciente humano, el dios del teatro. Diónisos nos dice a la cara que no somos únicamente razón e inteligencia. El otro polo de nuestra naturaleza tiende a la satisfacción de las pulsiones de vida y a la fascinación por la muerte, impulsos tan necesarios como el anhelo racional.
El Partenón
visto desde la colina del Areópago
     Y así como Diónisos completó el discurso de Apolo en Delfos, Apolo dotó a la expresión teatral dionisíaca de instrumentos artísticos para hacer del escenario auténtica mímesis del cosmos humano. En la Atenas democrática, cada primavera, durante tres días, los festivales anuales de las Grandes Dionisias ponían en escena los dramas del ser humano como animal político y como particular, ante la atenta mirada de la asamblea de los ciudadanos. Los habitantes de la ciudad, sin distinción de clases ni de géneros, aplaudían o silbaban, aprobaban o denigraban, participaban activamente en la dialéctica propuesta a través de aquellos espectáculos que eran espejo de su propio vivir difícil y contradictorio.

     El desarrollo económico de la Atenas democrática la convirtió en un imperio que, si bien seguía profundizando en la democracia interna, tenía comportamientos cada vez más tiránicos con sus aliados estratégicos, al tiempo que entraba en conflictos de intereses con la otra gran potencia económica y militar entonces, Esparta y sus aliados. Las tensiones entre ambos bloques de poder llevaron a una cruenta guerra entre las diferentes ciudades estado que conformaban las dos ligas en conflicto, la Guerra del Peloponeso, una guerra que duraría treinta años y cuyo final dejó un panorama desolador en la mayor parte de la Grecia antigua.

Yelmos. Museo de Olimpia

     Atenas salió derrotada y humillada mediante la imposición de un régimen dictatorial de treinta tiranos, un sangriento régimen de terror y corrupción que en menos de un año fue derrocado y reinstaurada la democracia. Pero ¿qué democracia?
      Estragados por tres decenios de guerra y por los excesos demagógicos en los momentos más críticos de la contienda, el pueblo ateniense abrazó la paz como un narcótico, la democracia como una rutina. Ésta se hizo cada vez más formal, más cuestionada, más conformista, a medida que los ciudadanos dedicaban su atención más a los asuntos particulares que a la administración común.
     La tragedia, ante ese público que empezaba a desentenderse de lo colectivo, se fue haciendo cada vez más evasiva, más formalista, hasta extinguirse en el virtuosismo técnico. La comedia, que anteriormente había desnudado al ágora de retóricas haciendo sarcasmo carnavalesco de la vida pública, fue poco a poco prescindiendo del coro, metamorfoseándose en amable y autocomplaciente mirada sobre el ámbito de lo particular, para terminar desembocando en diferentes manifestaciones de feria y entretenimiento que apenas han dejado huella en la historia cultural de occidente.
     La voz de Diónisos se fue apagando junto con la voz de la colectividad en la asamblea ciudadana.

     Como otros géneros artísticos de la antigüedad, el teatro ha sobrevivido hasta nuestros días, transformándose y adaptándose para ser expresión formal de la sociedad que lo produce, de sus intereses y prioridades.

Teatro de Epidauro

     En una época en que el teatro sobrevive entre la sobreprotección institucional a determinadas tendencias afines y el desamparo general de la creatividad artística, en medio del adocenamiento cultural de una sociedad, primero estragada de consumismo, desamparada luego y sumida en la miseria por los gurús de las finanzas y el expolio, ¿qué realidad es la que nos muestran las carteleras teatrales contemporáneas a unos espectadores en desbandada?

jueves, 4 de septiembre de 2014

Crónica de una novela: "La lectura"


     Comparto en este espacio el texto con que he ido presentando mi novela "La lectura" en las distintas ciudades que, hasta el momento, me han brindado voz: Barcelona, Madrid, Granada y Valencia. Vaya por delante mi más sincera gratitud.
     Como indica el título de la entrada, se trata de una crónica del largo y complejo proceso de creación de dicha obra. Espero no aburrir demasiado.



     "La lectura" pertenece a un ciclo de cuatro novelas agrupadas bajo el título genérico de "Capital del reino". Es la primera del ciclo y la única aún en ser publicada. Las cuatro son novelas independientes, de temática diversa, de distintas dimensiones y con su propio tratamiento estilístico cada una. Sin embargo, todas ellas tienen algo en común: la característica de transcurrir en la ciudad de Madrid, el intento de dar una visión global y diacrónica de una ciudad que no es la mía pero en la que, por azares y circunstancias, llevo viviendo más de veinte años.
     Desde una óptica personal y foránea, Madrid es tierra de aluvión, es fuerza centrífuga que succiona toda energía periférica sin dotar a esa potencia aglutinante de un común denominador, de una identidad en la diferencia. Madrid abigarrado, Madrid contradictorio, a Madrid lo conforman sus gentes, gentes venidas de todos los rincones, cada una aportando sus propias peculiaridades localistas y personales.

Amanecer en Madrid (1988) 
     Recuerdo que, en mi juventud, cuando alguien cogía el tren Expreso de Granada a la capital, aquel robusto tren antiguo con compartimentos cerrados y pasillo con ventanas abatibles por las que -según rezaba el cartel- era peligroso asomarse al exterior, tren que tardaba toda una noche en un trayecto de poco más de cuatrocientos kilómetros; se le decía: ¿Adónde vas?, ¿a los Madriles?, así, en plural; o ¿Qué tal por los Madriles? En plural, porque Madrid es eso, la confluencia de muchas identidades, pero ella misma carece de identidad propia, esa identidad en que otras ciudades se reconocen a sí mismas y son fácilmente reconocibles incluso por quienes nunca han estado en ellas.
     Madrid, capital del reino, carece de esos símbolos identitarios, de esas peculiaridades reconocibles, de esas festividades que cohesionan a sus miembros en un todo orgánico, de esas tradiciones comunitarias que marcan con un sello inconfundible tanto a sus habitantes como los escenarios donde transcurren sus vidas. Madrid es crisol de encuentros y desencuentros, una Babel de gentes diversas que han arribado en busca de una ilusión, de una esperanza, de un espacio o de una vida; una ciudad que, por sus dimensiones e intereses, más parece una forzada mancomunidad de barrios que una unidad dialéctica de convivencia; que impone su ritmo vertiginoso y abigarrado a su dinámica diaria. No existe Madrid sin las gentes que la habitan y le confieren su carácter caótico, exasperante a veces, siempre populoso y variopinto.

Desde mi ventana (1988)

   La acción de "La lectura", primera novela del ciclo, se sitúa en algún momento indeterminado del Madrid de mediados de los noventa.
     La anécdota, pues anécdota es más que trama, puede resumirse en un párrafo, el mismo que aparece en la contraportada del libro: A raíz del descubrimiento de un hipotético guión de cine inédito de Federico García Lorca, Estrellita de Quevedo, una anciana aristócrata mecenas del arte, convoca en su mansión de la sierra madrileña a un elenco de actores, directores, bailarines, incluso un profesor universitario, para su lectura y posible puesta en escena. Fin.
     Transcurre en medio hora escasa y en un único emplazamiento, el vestíbulo de dicha mansión. La espera es el todo.
     Y con tan poca miga argumental ¿de qué va entonces esta novela?

Cartel presentación en Barcelona
     "La lectura", como pórtico de ese fresco literario sobre la capital del reino, son sus personajes, su mundo interior, las interrelaciones de ese grupo de individuos en un espacio cerrado, un lugar de tránsito, como lo es la vida.
     Pero, al mismo tiempo, es una reflexión sobre los límites de la comunicación entre individuos, sobre los límites del conocimiento de uno mismo y de los otros, sobre los límites también de la propia escritura como proceso de conocimiento y espacio de diálogo.
     Y esto, que dicho así suena extremadamente teórico, lo vivimos durante casi trescientas páginas de una manera carnal, en la que las palabras buscan mimetizar los objetos, asumir el timbre de las distintas voces, ser la savia de esos personajes aislados en su propia mismidad, acariciar su rico mundo interior.


      La génesis de la novela ha sido larga y compleja.
     El primer boceto de la obra data de 1983, hace ahora más de treinta años. Completamente absorbido entonces en la preparación de oposiciones a cátedra de instituto y para aliviar un poco la tensión del estudio, me concedí la libertad de escribir rápidamente un volumen de nueve relatos cortos, con la idea de presentarlos a un concurso organizado por la universidad de Granada. Afortunadamente, no gané, y menos mal. Visto a la distancia, se hizo justicia. Sin embargo, algunos de aquellos cuentos han sido el germen de obras futuras.
     "La lectura" nació entonces como un relato breve, apenas veinte folios, un somero ejercicio sobre la incomunicación, tremendamente esquemático, sin ubicación espacial ni temporal. Ni siquiera sabíamos qué esperaban aquellas personas reunidas no se sabía dónde ni para qué.

     Lo que sí superé con creces fue la oposición. Y así, tras unos años como profesor de griego en un instituto de Almería, obtuve el traslado a Madrid, donde pude compaginar mi tarea de docente con otra de mis pasiones: estudiar cine y teatro.
     Llegué a conocer un poco de primera mano ese mundillo de la farándula, un microcosmos que, como cualquier otro gremio o grupo humano, reproduce a escala reducida el macrocosmos general.
     Durante las clases de interpretación, la práctica reiterada de ejercicios de improvisación teatral me hizo ver la realidad desde una óptica muy pesimista.

Presentación en Madrid,
con Lola López y Pilar González
     Para quien desconozca "el método Stanislawski", dichos ejercicios de improvisación han de enfrentar a un protagonista y a un antagonista. Cada uno debe tener su propio deseo, urgente y necesario. Para satisfacerlos, cada cual necesita obligatoriamente al otro. Los deseos de ambos tienen que entrar en contradicción, por lo que la improvisación resulta la puesta en práctica de todas las estrategias posibles e imaginables para la consecución de esos dos deseos recíprocos y antagónicos. Para conseguirlo, todo vale. Y es en esa tensión de deseos enfrentados donde radica el conflicto dramático, fiel exponente de las motivaciones que en la vida cotidiana nos hacen actuar. Con este planteamiento, toda acción, incluso la más desinteresada, la más altruista, la más sublime, termina reduciéndose a estrategia para satisfacer un deseo personal.
     Aplicado a la realidad, dicho esquema conduce a un desenlace desolador. Si todo se reduce a estrategia particular, ¿lo colectivo no es más que un espejismo ilusorio?, ¿campo de batalla maquillado de grandilocuentes gorgorismos?, ¿laberíntico desencuentro entre egoísmos particulares? El amor, la amistad, el compromiso, ¿todo ello se reduce a simple estrategia oportunista?
     El panorama era tan claustrofóbico como el escenario de aquel viejo cuento, que decidí retomar y a cuyos personajes doté entonces de una identidad. Aproveché la experiencia acumulada y los convertí en un grupo de actores citados no se sabía dónde para la lectura de no se sabía qué obra de teatro.
   Conforme reescribía, esa visión del mundo tan descarnada se iba transmitiendo al relato. Pero algo dentro de mí se negaba a asumir un existencialismo tan determinista. Tenía que superarlo, sin traicionar la propia lógica del texto, quería encontrar algún modo de superarlo. Y la propia trama me llevó a un desenlace imprevisible.
  Lo único que puede sacarnos del círculo vicioso de nuestra propia individualidad es la solidaridad, no esa solidaridad escrita con letras mayúsculas en proclamas y alegatos, frecuentemente al servicio de intereses particulares, sino la solidaridad más generosa y más desinteresada, la que no tiene nada que ganar con su cumplimiento, la solidaridad menuda y a pie de calle, la solidaridad silenciosa del día a día, la espontánea solidaridad de una palabra amiga, la solidaridad anónima, la solidaridad como utopía, la solidaridad de un gesto casi clandestino y sin contrapartidas de ningún tipo.
     Desde ese momento, el relato no fue la simple descripción de una situación. El relato llevaba una dirección y un objetivo.
     Ganó en complejidad, sí. Pero su realización seguía siendo algo acartonada. Había algo que no acababa de cuajar en aquel texto. Era aquélla una época en que todavía se utilizaba la máquina de escribir y el papel carbón para las copias. Hacer el más mínimo cambio en un escrito suponía tener que volver a reescribirlo todo entero. Por lo que te pensabas muy bien incluso el cambiar una coma.

Presentación en Granada,
con Ana Gámez

     Y un día me informaticé, un poco a regañadientes y un poco con curiosidad. La posibilidad de revisar continuamente un escrito, corregirlo, tachar esto, añadir aquello, volver sobre mis pasos, cortar y pegar, y tenerlo en todo momento presentable y legible, me permitió una libertad de escritura antes desconocida. Comencé a pasar todo lo que llevaba escrito en papel al ordenador. En cada caso, era un proceso completo de reescritura.
     Y le llegó el turno a aquel viejo grupo de actores reunidos en algún lugar cerrado para la lectura de una obra teatral. Con más experiencia de la vida, los personajes fueron adquiriendo carnalidad, complejidad emocional, incluso un nombre.
     A medida que avanzaba, me iba dando cuenta de que el resultado no era un monólogo interior anónimo, como fuera mi intención inicial, sino muchos monólogos interiores simultáneos, tantos como personajes y más, interactuando en todo momento entre sí.
     Reflexionar sobre ello me llevaba una y otra vez a una reflexión sobre el propio proceso de escritura, cuánto hay en él de personal y cuánto de condicionado, sobre la relación entre el que escribe y el que lee. Y esas reflexiones se me fueron colando como de soslayo en el propio cuerpo del relato, como si fueran un personaje más, un personaje que soy yo mismo pero tampoco soy yo, sino todos los personajes que hay en mí en el momento de la escritura, todos los personajes que a través de todas mis lecturas me han conformado como sujeto mental, un nuevo personaje que comenta, interpela, debate, se involucra, sirve de vaso comunicante entre la realidad literaria y la otra realidad.

Feria del libro de Granada,
firma de ejemplares
     De dichas reflexiones surgió el título definitivo: "La lectura", en doble referencia al motivo de esa reunión que da argumento a un relato que entretanto había dejado de ser relato para convertirse en una novela corta; y, por otro lado, en referencia a ese diálogo entre el proceso de escritura y el hipotético lector que articula el texto sin condicionarlo, sino abriéndolo a perspectivas múltiples.
     Con ese nuevo contenido, paseé la novela por algún que otro concurso. En alguno, incluso quedó entre las finalistas.
     Y fue pasando el tiempo y yo, embarcándome en nuevos retos.


     No hace muchos años, concebí la idea de agrupar varias novelas en un ciclo, "Capital del reino", desde la perspectiva ya explicitada anteriormente. Para ello, reuní un par de obras ya escritas junto a otros dos proyectos aún en fase preparatoria. El primer texto seleccionado, el que serviría de preámbulo a ese fresco madrileño, fue precisamente "La lectura", que hasta ese momento se desarrollaba en un limbo espacial.
     
Presentación en Valencia,
con Lola Andrés y Román de la Calle
     Desde ese momento, la novela tuvo una localización, Madrid. Se convirtió en microscopio donde analizar una célula representativa de ese cuerpo general que es la capital del reino. Los personajes entonces ahondaron en la propia historia personal, que hunde sus raíces en puntos tan distantes como Cataluña, Galicia, Extremadura o Argentina, sin llegar a crear un espacio cosmopolita en ese lujoso vestíbulo de una mansión señorial en la sierra madrileña.
     Una vez escrito el ciclo completo, volví a revisar las cuatro obras en su conjunto. Con la distancia que impone el texto definitivamente concluso, o así me lo parecía entonces, descubrí que en ese torrente verbal que es "La lectura" se habían colado numerosos preciosismos lingüísticos que no aportaban gran cosa, más bien entorpecían el fluir narrativo. Me puse al trabajo tan ingrato y tan necesario de poda. Si escribir es difícil, tachar no lo es menos.
   
     Y taché, vaya si taché. Tuve que sujetar con firmeza la brida poética. Pero, conforme iba eliminando palabras, frases y párrafos o redundantes o allí presentes sólo por su sonoridad, esos vacíos iban siendo ocupados por las voces concretas de cada uno de los personajes.
   Durante mucho tiempo, habían convivido conmigo, me habían acompañado en el complejo proceso de la vida, se habían nutrido de mis experiencias, de mis decepciones y de mis entusiasmos. Habían dejado de ser una imagen mental o literaria. Quise saber más sobre ellos, sobre su realidad material y espiritual. Empecé a interpelarlos directamente, confrontándolos con un mundo que, entre tanto, había entrado en una de sus crisis más terribles, poniendo en entredicho sus mitos de progreso y democracia.
     En dichas circunstancias, el mensaje de solidaridad al que llegaban casi inesperadamente los personajes los iba desvistiendo del disfraz literario. Lo concreto se iba imponiendo sobre la generalización. El detalle iba ganando terreno al concepto. Porque estamos amasados en el día a día, no somos frases ni aforismos, sino materia orgánica que piensa, siente y padece. Esa concreción en la individualidad de cada personaje se extendió al propio espacio físico, a los objetos, a la materialidad del relato, que de ese modo había dejado totalmente de ser un ejercicio de escritura para convertirse en una vivencia interior.

Granada, plaza de la Trinidad
(1989)
   Un elemento que acabaría siendo fundamental en la novela hizo su aparición precisamente entonces, tan tardíamente. Hasta ese momento, no me había planteado siquiera qué obra de teatro era esa para cuya lectura estaban convocados los personajes. Brotó de mí mismo, de mis entrañas granadinas. Ideé un guión cinematográfico de Federico García Lorca, recién descubierto por una universidad extranjera. Lorca, mucho antes que yo, se había llevado Granada a Madrid, como un personaje más de "La lectura", la llevó consigo como una forma de mirar el mundo, no con las cadenas narcisistas de un paraíso perdido. Su hipotético guión póstumo, para el que surgió incluso un hipotético título que crea otro juego de espejos con el propio relato, "Carnaval sin máscaras", se convirtió así en el punto focal que da cohesión a lo que es heterogéneo por naturaleza.


     El resultado de ese largo proceso es este libro que un editor de Barcelona se ha atrevido a publicar con tanto primor y tanta osadía.

Presentación en Barcelona,
con Alberto Trinidad


     Esto no es todo, pero ya está bien por hoy. Gracias por vuestra paciencia y espero que disfrutéis conociendo a esos personajes tanto como he disfrutado yo descubriéndolos en mí mismo y en el trato con las cosas y con las personas.


Vídeo de la presentación realizada en Madrid el pasado 6 de abril de 2014. Primera parte: intervienen Pilar González y Lola López

Vídeo de la presentación realizada en Madrid el pasado 6 de abril de 2014. Segunda parte: interviene Jesús Taboada