"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

martes, 20 de octubre de 2015

LA LIBERTAD Y LAS CORREAS


LA LIBERTAD Y LAS CORREAS

     El pasado fin de semana estuve con un grupo de amigos en la sierra madrileña.
     El otoño desgarró los nubarrones, avivando una armoniosa gama cromática de verdes cenicientos y cobrizos, amarillos desvaídos o acristalados, suaves anaranjados, fogonazos sanguíneos y carmín, velados todos por la brillante humedad del aire. Un festín para los sentidos pasear por aquellos caminos alfombrados de hojarasca, respirando el aroma ligeramente áspero y tonificante del tomillo maduro y de los frutos del otoño.

     Durante uno de los paseos, fui testigo de una situación de la que no pude dejar de hacer una lectura en clave política, como terrible metáfora de nuestra condición social.


     Con nosotros, disfrutaban las gracias de la naturaleza dos perros juguetones. Mi ignorancia en la materia me impide informar de sus características raciales.
     Correteaban entre los peñascos. Atrapaban pequeños trofeos en forma de ramitas caídas. Se adentraban eufóricos en las frías aguas del embalse. Contendían en sus carreras, desfogando energía contenida y gozo de vivir.

     En determinado momento, la dueña de la perra tuvo que regresar anticipadamente. El animal, exultante en el disfrute de la propia libertad, ni lo advirtió. Sólo cuando nos dispusimos el resto a volver a casa, la perra sintió el abandono de su dueña y empezó a mostrar nerviosismo. Oteaba el entorno. Nos inspeccionaba a cada uno de nosotros. Respondía extrañamente reticente a nuestras muestras de afecto y seguridad.
     Sendero adelante, se debatía entre echar a correr a casa o acomodarse a nuestro paso moroso y secundar los juegos del otro perro, cuando no se rezagaba a la espera de una presencia que no llegaba.

     Al pasar cerca de la zona donde se suelen situar los pescadores, el dueño de este segundo perro le puso la correa. La perra entonces hizo aún más patente su nerviosismo, su inseguridad. Se nos adelantaba apenas, con el rabo caído, para recular inmediatamente y recorrernos uno por uno, como solicitando. El perro atado marchaba ufano, confiado. Ella, en cambio, manifestaba su desasosiego. Sólo cuando decidimos atar a los dos animales domésticos de la misma correa, la perra se tranquilizó y, hopeando ahora sí el rabo con evidente contento, continuó el resto del trayecto con trote firme y ligero, escoltando satisfecha nuestra comitiva informal, precedidos por dos hermosos animales encadenados a una misma correa.


     A menudo nos preguntamos cómo el votante mayoritario, a pesar de la situación de miseria económica y ética, de libertades restringidas y escandalosamente desiguales, a la que nos han llevado nuestros sucesivos gobernantes, se sigue sometiendo a la voluntad de líderes autócratas y los vuelve a votar una y otra vez, incondicionalmente.

     Los caminos de la libertad asustan, la inseguridad ante lo desconocido aterra, el miedo a lo diferente paraliza. Gustosamente nos sometemos a las cadenas de lo transitado y lo establecido, deponiendo voluntariamente la capacidad de administrar personalmente los caminos de la propia libertad. Qué reconfortante la seguridad de caminar dirigidos todos juntos por la correa de lo existente, renunciando a descubrir los ignotos senderos de lo posible.