"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

miércoles, 14 de septiembre de 2016

LA TRISTEZA Y EL COLEGIO


LA TRISTEZA Y EL COLEGIO



     Septiembre de 1983.
     La imagen permanece nítida en mi memoria. Un joven de 23 años, recién aprobadas las oposiciones a cátedra de instituto, se disponía a ocupar su plaza como profesor en un pueblo de la costa almeriense. Sus ojos apenas acababan de clausurar esa etapa de subordinación y dependencia que son los largos años escolares, desde que entrara muy niño en una escuela de barrio hasta la obtención de un título universitario, más un año de exclusivo e intenso estudio preparando a conciencia una difícil oposición.

Puerto de Adra (Almería). 1984

    Era ingenuo e inexperto en los asuntos de la vida. Porque la vida de un estudiante es una vida interina, en préstamo, irreal. Te atiborra de definiciones, de fórmulas, de datos, de nombres, de fechas, de exámenes, de reválidas; siempre en el interior de ese laboratorio, reformatorio o cuartel, que son las aulas escolares, submundos que recrean una caricatura distorsionada del mundo real. Su objetivo no es potenciar tus cualidades para desarrollarte como persona y como ciudadano del mundo, sino destruir o atrofiar en ti todo aquello que no se adapta a su mundo preconcebido y amañado. No te entregan de buena voluntad el testigo de ese bien universal que es el conocimiento humanístico, acumulado a lo largo de las generaciones, te lo hacen tragar en píldoras amargas para agostar en ti cualquier veleidad de hacer de ese conocimiento un bien personal.
     A pesar de todo, iba radiante de entusiasmo. Desorientado, inseguro, falto de recursos e información, pero cargado de razones y propósitos. Su infancia y adolescencia habían sido un infierno digno del Kafka más truculento, sádicamente administrado primero por oscuras sotanas y luego por togas universitarias, no menos oscuras, rutinarias y prepotentes como viejo engranaje de relojería. Veníamos de un sistema educativo autoritario, represor, clasista y deformante. Aquel joven profesor no sabía bien cómo aplicar sus ideales al marco administrativo de su nuevo trabajo, pero sí sabía perfectamente cómo no quería hacerlo. Y se encontró con que no era el único.

Vista del instituto y el cuartel de la Guardia Civil. Adra (Almería), 1984.

     En aquel primer destino, en un instituto junto al mar, se vio rodeado de muchos otros compañeros que no estaban dispuestos a asumir la vieja rutina academicista y adocenante, que no estaban dispuestos a seguir perpetuando un sistema de trabajo sometido a escalafones autoritarios. Fueron años de intensa y viva actividad. Se ensayaban en el aula nuevas formas de estudio, más participativas, más comprensivas. Se derribaban las barreras que separaban la tarima del pupitre, el aula de los despachos, el instituto de la sociedad. En un pueblo entonces con pocas salidas y menos ofertas de ocio y conocimiento, se organizaban por las tardes talleres de teatro, de cine, de deportes minoritarios, de recuperación de técnicas y artesanías tradicionales, sin remuneración, con entusiasmo. Se organizaban excursiones, viajes, visitas que ampliaran el horizonte intelectual y vital de aquellos adolescentes, nunca como agencia turística, sino como actividad en cuya organización los propios alumnos desarrollaran el sentido de la responsabilidad y del compromiso con el grupo. En aquellos tiempos, no se cobraban dietas ni compensaciones administrativas por aquellas horas de dedicación fuera de todo horario laboral. Todo era voluntad y determinación, confianza en la capacidad de cualquier ser humano para hacer suyo su propio destino.
     Pero quedarse en aquel voluntarismo era claramente insuficiente. El marco legislativo y administrativo seguía siendo estrecho, injusto y asfixiante. Fueron años de lucha en la que todos, o una inmensa mayoría, incluso por encima de escalafones laborales e ideologías políticas, nos sentíamos implicados, porque tanto el catedrático como el interino o el agregado o el administrativo o el personal de limpieza eran miembros fundamentales de ese organismo vivo, el instituto. Si tocaban a uno, nos tocaban a todos.
     Aquellos septiembres de reanudación del curso eran para el joven catedrático de griego principios de alegría, de ilusión, de entrega. Era su vida, era él, la realización de sí mismo en puesto de trabajo que era mucho más que un trabajo.


Taller de teatro. Instituto de Adra (Almería), 1985



























     Hoy lleva más de treinta años de docencia a sus espaldas, casi los mismos durante los cuales nuestros dirigentes políticos, de uno u otro signo, han despreciado o destruido aquel potencial transformador, obsesionados primero con maniatar, dividir, difamar, debilitar y desestructurar a esos díscolos profesores, que se empeñan en saber de educación más que el ministro correspondiente (aunque el ministro en cuestión sera un dudoso economista o una marquesa o un mero tertuliano televisivo). Si la dictadura transformó las ideas pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza en una herramienta de adoctrinamiento y represión política, los tahúres de la democracia han ido haciendo de la educación un arma de destrucción partidista, un coto de amiguismo, cuando no un lucrativo negocio, destruyéndola minuciosamente, con alevosía y ruindad.
     Bien minado el terreno a lo largo de los años, la falsa crisis económica que estalló en 2008 les dio la excusa para asfixiar hasta lo imposible el sistema educativo español: recortes de presupuesto, masificación en las aulas, aumento de la carga laboral, supresión de elementos clave como la orientación o la atención a la diversidad, etc. etc. etc. La gran estafa nacional de la educación venía preparándose de antiguo, no se aplicó de la noche a la mañana. En silencio, paso a paso, se habían ido preparando las premisas oportunas, privatizaciones más o menos encubiertas, clientelismo corrosivo, desacreditación de la figura del profesor, acaparamiento de la toma de decisiones, control cada vez más absolutista sobre los elementos de promoción académica y laboral.


     Aquel joven catedrático, hoy camino ya de la vejez, lleva ahora casi nueve años desplazado. Un mes de julio recibió una llamada de teléfono para comunicarle que, después de más de veinte años como docente en un instituto madrileño, debía solicitar urgentemente una plaza provisional para el próximo curso; su plaza seguía siendo nominalmente suya, pero con insuficientes horas en su materia (sin tener en cuenta los talleres y otras actividades desarrolladas en el mismo, había que reducir personal, simplemente). Desde entonces, espera cada septiembre para ver a qué nuevo instituto será asignado, si impartirá su materia o alguna otra de la que no es especialista (los alumnos, pobres ignorantes, ni lo notarán). Ya no podrá hacer un seguimiento del proceso de aprendizaje de sus alumnos, nuevos cada curso, sin completar ciclos naturales. No puede organizar proyectos educativos a largo plazo, pues nunca sabe dónde trabajará el curso siguiente. Escucha los lamentos de sus compañeros, lógicamente nuevos cada año, pero en sus lamentos no escucha indignación sino renuncia y resignación. El progresivo aumento de horas lectivas le impide prepara su actividad docente más allá de lo estrictamente académico, y siempre con premuras, entre un creciente lodazal burocrático; una hora de clase, si se es honesto, no es una hora de reloj, son por lo menos tres, entre su preparación y su seguimiento, y el día tiene sólo veinticuatro.
     Como cada año, este septiembre ha tomado posesión de su nuevo puesto de trabajo. El panorama es cada curso más opresivo, más escalofriante. Cada septiembre, comprueba cómo lo que parecía que ya no podía ser más malo siempre es susceptible de convertirse en algo peor. Desde que nuestros amados políticos se encargaron de hacer de las directivas no unos representantes de la educación ante la administración, sino representantes de la administración contra la educación, cargos venales, con dogal, se rompió todo diálogo, sólo resta acatamiento. Con la tremenda estafa que supuso este fullero y nefasto bilingüismo, impuesto por motivos puramente electoralistas, una gran cantidad de los nuevos compañeros con los que se encuentra ahora son esos jóvenes "de última generación", "la generación más preparada", jóvenes adocenados de titulitis, individualistas e insolidarios, serviles con el pesebre, sumisos hasta la depravación. Se encuentra con que el número de alumnos por aula aumenta cada año hasta niveles completamente irracionales, con horarios de pesadilla para poder dar cabida a las fruslerías de una reforma educativa urdida en las cavernas del negocio particular para someter a los estudiantes a la ley de la selva mercantil. Se encuentra con asignaturas irresponsablemente eliminadas para poder cuadrar grupos y horarios con el parco personal asignado. Se encuentra con claustros y reuniones puramente informativas, unidireccionales, que duran hasta más allá de las nueve y media de la noche, en las que ni se menciona al alumnado, como si éste no fuera el auténtico objeto de nuestra labor y atención. Se encuentra con el empecinamiento electoralista en comenzar el curso cuanto antes, aunque sea imposible su organización en los plazos previstos, y por ello estaremos una semana en clase con alumnos que no serán nuestros alumnos, simplemente para entretenerlos y que sus padres no se irriten por tener que soportarlos en casa. Se encuentra con compañeros de su edad que, acorralados bajo esa presión incesante y cada día más desproporcionada, más despótica, sólo cuentan los años, los meses y los días para la jubilación. Abandonar el barco que se hunde. Sí, puede que en las actuales circunstancias sea la única solución, piensa.
     De regreso a casa, recuerda aquel septiembre del 83, el entusiasmo, las expectativas. Cada septiembre era un comienzo, un nacimiento. Este septiembre de 2016 ha asistido a un funeral. Encerrado en su cuarto, aquel joven de 23 años, hoy camino de la vejez, siente que la tristeza lo abate, se le echa encima, aplastante, como una losa, como una tumba. Está llorando. Llorando de rabia, pero sobre todo de impotencia. Son lágrimas de verdad, no poéticas, de las que escuecen.


En el taller de teatro. Adra (Almería), 1985.


     Y, entre tanto, la señora Cifuentes, nuestra superguay presidenta de la Comunidad de Madrid, con sonrisa profiláctica y maquillaje satinado, anuncia alegremente con una mano "medidas para arreglar" el sistema educativo, mera fontanería política, mientras con la otra mano aprieta las tuercas de este garrote vil al que ha sido condenado nuestro sistema nacional de educación pública. Pues no son "medidas" lo que la educación española necesita. ¿De qué le sirve una tirita al enfermo terminal de cáncer?