"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

miércoles, 22 de junio de 2016

EN EL AIRE (relato)









EN EL AIRE


        No digas que no lo sabías.
     Mejor habrías gastado una de aquellas bromas tuyas, sorpresivas y brillantes, que a los otros desconcertaban y a mí me rendían a tu vitalismo tan inconsciente como radical. Para cuando los demás reaccionaban ante el impacto de tu ingeniosa lozanía y a mí me habías empujado un poco más hacia esa fruta en sazón que es la aceptación de la vida, sin restricciones, sin condiciones, tú ya te habías cansado de tu propia ocurrencia, te habías limpiado emocionalmente de lo que ya considerabas viejo y gastado, y andabas ocupado en cuerpo y alma con otro nuevo hallazgo.
     ¿Cómo podía sorprenderte todo tanto? Todo te era nuevo, todo insólito. La piedra milenaria era algo inerte hasta que tú le descubrías la energía de lo fabuloso. Un puesto callejero de comida rápida podía ser la entrada secreta al jardín de los sentidos, si el lenguaje de la noche inundaba el mapa de tus venas. La música más banal alcanzaba a reproducir la armonía cósmica cuando tu irrefrenable vehemencia se apoderaba de su rítmico latir rutinario. Querías probarlo todo, mancharte con todo, empaparte en todo. No sólo mirarlo. Tocarlo, palparlo, hurgarlo, lamerlo, olerlo, ceñirlo, restregarte todo tú contra la piel del mundo.
     Necesitabas estar rodeado de gente. Siempre has necesitado espectadores de tus requiebros con la vida. No sólo cuando actuabas. Cuando no ejercías de actor, también. En realidad, sólo eres tú cuando actúas. Fuera de un escenario, eres múltiple, eres todos. En las aceras de la ciudad o en las tabernas del ocio, todas las posibilidades de tu propia realización están presentes en ti simultáneamente, te es imposible escoger, escoger es decir no a la inmensa diversidad de lo no elegido. No necesitas el aplauso de los demás, necesitas su mirada para leer en ella el que eres en cada momento, para no perderte en la frondosa multiplicidad de ti mismo.
     Había quienes te tildaban de teatrero. No sabían hasta qué punto estaban equivocados, ni siquiera sabían cuánta verdad ocultaba en el fondo ese reproche condescendiente. E incluso aquellos que te lo decían como auténtico reproche, en algún momento determinado, también ellos terminaban rendidos y desconcertados ante el candor de tu fabuloso entusiasmo. ¿Sabes?, la palabra entusiasmo significa estar poseído por la divinidad. Y eso eras exactamente tú, un cuerpo expuesto a la divinidad de lo existente, pasión en llamas que podía calcinar tu pobre naturaleza si no era compartida en el crisol de los afectos y de la amistad.
     Siempre has necesitado templar tu vitalismo incendiario en el frescor de las risas ajenas, aliviar la tensión sensorial prodigándote en tus múltiples personajes. Necesitas de los demás para ser tú sin llegar a ahogarte a ti mismo. ¿Me necesitabas a mí también?, ¿y de qué manera? ¿Qué papel me tenías asignado en el relámpago de tus equilibrismos emocionales? Los demás te hacían réplica a tu imperioso interrogante. ¿Qué era yo?
     Nunca me hiciste partícipe de tu verbena mundana, tampoco me quisiste ausente. ¿Qué me querías?, ¿cómplice en la sombra? Si en público me negabas cualquier tipo de reciprocidad, no era por ocultar la llama de tu deseo a la indiscreción ajena. Siempre has sido transparente, incluso cuando protegías tu intimidad de la prensa sensacionalista con poses premeditadas.
     Nunca me involucraste en tus comparsas, aunque siempre procurabas que estuviera cerca. Incluso cuando más distante te me mostrabas, en último caso, siempre recurrías a la complicidad de mi mirada, ¿buscando tal vez una aprobación ya de antemano segura? Desde el corazón de tu círculo de admiradores y comparsas, me envolvías con la mirada, me besabas con la mirada, me acariciabas con la mirada, me estrujabas con la mirada, me lamías con la mirada, con la mirada me mordías, me chupabas, con natural desvergüenza, restregabas tu necesidad de calor humano contra mi necesidad de ti, siempre con la mirada, entre un auditorio que te aplaudía, te zarandeaba, te lisonjeaba, y terminaba siempre luego dejándote solo y exhausto, exhausto en mis brazos.

     ¿Recuerdas cuando alguno de tu séquito, que no te amaba, sólo se complacía en tus jaranas, te echaba los brazos al cuello y te hablaba al oído, rozando su cara con tu cara, y os reíais, concediéndole graciosamente tú el deleite de la confidencia exclusiva; o cuando te agarraban maquinalmente de la cintura para escenificar una correspondencia afectiva que no suponía mayor implicación; o cuando, durante alguno de aquellos viajes improvisados a las tabernas del Pireo o a los barrios de la costa, en la intimidad del coche, tu compañero de asiento echaba su cabeza, una cabeza rendida por tantas horas atrasadas de sueño, en la cueva de tu clavícula, deliciosa cercanía tan deseada, mientras yo quedaba a tu otro lado, mirando, sólo mirando aquel gesto de los otros que para ellos era apenas nada, purpurina festiva, y para mí habría significado entonces trascender la caducidad de la circunstancia y rozar el infinito con la punta de los dedos, mientras permanecía inmóvil, rígido, sólo mirando, sonriendo apenas, sólo anhelando, conteniendo el anhelo, porque el amor era demasiado y lo excesivo aplasta?
     ¿Recuerdas cómo nos conocimos? ¿Recuerdas nuestro primer beso? ¿Recuerdas aquel primer amanecer cuya luz nos sorprendió entrelazados?

     No, así no. Fuera nostalgia. Ahora mismo sería demasiado fácil. No quiero lo fácil. Contigo nunca me refugié en lo fácil, lo quise todo. Tuve que hacerme mucho más grande de lo que en realidad era y he sido siempre para que todo tú cupieras en mí, ¿o la libertad que tu existencia sembró en el hombre adusto y exigente que siempre he sido rompió mis resortes más firmes y me hizo crecer a dimensiones hasta entonces desconocidas? No quiero hoy recurrir a lo fácil, no debo. Quiero comprender. En medio de este dolor que es otra forma de amor a ti, quizás la más viva, el orgasmo de la renuncia está poniendo a prueba la resistencia de este cuerpo enfermo. El sol, cuando muere en el mar, incendia la vida con los tonos más insólitos, todo lo que él roza arde. Necesito comprender.
     Rememoro el primer roce de nuestros cuerpos y en la memoria de aquel estremecimiento hallo hoy la energía que la enfermedad ha ido degradando inexorablemente. Digo mentalmente tu nombre, tal como lo escuché por primera vez de tus propios labios, y la voluntad de vida crece dentro de mí en ondas concéntricas que poco a poco se apoderan de mis miembros debilitados, me desbordan, invaden el espacio cerrado de este avión que me está devolviendo a mis orígenes, logran romper la ventanilla para sumir su propio estremecimiento en el blanco cegador de unas nubes que me ocultan esa ciudad que definitivamente estoy abandonando, donde tú aún estás.
     Tu transparencia nos eximía de luchar con la opacidad de las palabras. Los sobreentendidos son otra forma de conocimiento, un conocimiento no manipulado por la arbitrariedad de la palabra. No digas que no conocías la profundidad de mis sentimientos. Esa máscara de sorpresa gratuita es demasiado vulgar. Afortunadamente, tu rostro no está hecho para las máscaras, todas ellas se te desprenden con una facilidad asombrosa. Como a un dios antiguo, siempre se te reconocía bajo la apariencia que adoptaras. Tus disfraces eran lenguajes diáfanos para ti y para mí, puertas secretas a una intimidad sin murallas. Disfrázate también ahora, en el desenlace de la separación, si esa es tu voluntad, pero no quieras convencerme de lo que tus ojos desmienten y desmentía el temblor de tu mano cuando la levantaste para acariciar por última vez esta cara demacrada que finalmente no llegaste a rozar. Mejor habría sido un adiós sencillo y definitivo como un corte de cuchillo. Duele. No pudre.

     Estaba terminando de preparar la maleta esta misma mañana, terminaba de eliminar todo lo prescindible para este último viaje, y apareciste de repente. No te esperaba. Ya nos habíamos despedido anoche con una cena tan cortés como entrañable, en aquel restaurante junto al pequeño puerto donde un día tú...
     Anoche nos despedimos sin dramas, sin reproches, sin malas caras, casi sin una lágrima, educadamente, con esa educación formal de la que realmente tú y yo nunca hemos hecho gala. Todo estaba bien. Dolía, pero el dolor del amor da sentido a los dolores de la enfermedad. Consumamos la despedida con un apretón de manos. Sí, hasta en eso hemos discurrido por caminos propios. Nos conocimos con un beso profundo y nos despedimos dándonos la mano. Pero has aparecido esta mañana, cuando ya no te esperaba.
     Estaba terminando de preparar la maleta y me sobresaltó el timbre de la puerta. Eras tú, resoplando. ¿Venías corriendo? ¿Y por qué corrías? ¿Temías que ya me hubiera ido? Cuando te vi esta mañana, desencajado el rostro no sólo por la carrera, no puedo negar el orgullo que sentí, una alegría incontrolable revolucionó mi organismo, ahora tan delicado. No achaques sólo a la enfermedad aquella crisis física que me atacó en tu presencia. La alegría mata, pero tan dulcemente. Te tenía ante mí, empapándome de tristeza con tu mirada, dándome a probar en tus labios temblorosos la pócima del deseo, encabritando con tu belleza indecisa los resortes oxidados del entusiasmo. ¿Recuerdas lo que esa palabra significa? Todo lo divino en ti me estaba poseyendo por última vez. Pero mi energía menguante no fue capaz de tan intensa posesión y el cuerpo respondió desmoronándose. Habría bastado de tu parte un simple vaso de agua para los venenos que me mantienen con vida. No era necesario ese desnudo tuyo tan desmañado, tan fuera de lugar. Esa voluntad de entrega asumida como un débito.
     La verdad siempre encuentra grietas por las que escapar de las trampas que le tendemos y la verdad, en este caso, fue tu miedo súbito a tocar lo que podría contagiarte, ¿contagiarte de qué? ¿Aún no has comprendido la naturaleza de esta enfermedad que durante un mes interminable me retuvo en el hospital, me retuvo treinta días en una cama que te esperó en vano, me retuvo en la ausencia de ti, en tu silencio, y terminó firmando luego mi sentencia?
     Sólo me había acercado a ti para devolverte la ropa arrojada al suelo y decirte Vístete. Busqué en esta garganta que ya no domino el timbre más entrañable para decirlo, pero me negaste incluso la opción a esa frase. Sólo había dado un paso hacia ti cuando te apartaste con un gesto de rechazo, te refugiaste en el sillón con lágrimas en los ojos, hecho un ovillo, desnudo, indefenso, acorralado en tus obsesiones siempre contradictorias, tan vulnerable, pidiéndome comprensión a tus miedos. No me sentía con fuerzas para protagonizar aquel melodrama. Quise pedirte que te fueras, que no enturbiaras tu límpido recuerdo con retruécanos de serie televisiva. No podía. Mi boca se resistía a pronunciar esa palabra, Vete, de cualquier manera. Entonces rompiste el silencio para explicarme que, en el fondo, no conocías realmente la profundidad de mis sentimientos, que la auténtica profundidad de tus propios sentimientos tampoco habías llegado a comprenderla hasta hoy, hasta ese preciso amanecer en que despertaste y viste tu cama vacía de mí para siempre. Yo debía entender, era yo el que debía entender la violencia que el miedo ejerce contra tus propios impulsos.
     Te tenía delante de mí, hermoso en tu indefensión, entrañablemente ridículo en tu desnudez, atormentado por la violencia de tus más hondas contradicciones, destrozando la frágil armonía de una triste despedida previamente organizada, y deseé con toda mi alma escapar de este cuerpo casi consumido, hundir los navíos del regreso y dar marcha atrás, volver a aquel primer encuentro en que te vi y todo mi organismo se desprendió de las corazas de la honorabilidad para amarte.


     Te vi bailar aquella noche, ¿lo recuerdas? Eras hermoso con aquella camisa blanca completamente entreabierta. El sudor subrayaba las suaves ondulaciones de tu torso. Te cimbreabas con la indolencia de un visillo acariciado por una brisa suave. Yo nunca antes había permanecido tan embobado mirando a alguien, tan descaradamente absorto. Me cogiste de la mano en un gesto audaz y divertido, ¿Bailas? La plaza lucía guirnaldas de papel y una fina cala de luna. La música de buzukis y baglamás perfumaba el aire fresco de la noche con melodías de silvestre sensualidad. ¿Bailas? Las luces de los farolillos temblaron por mí. Te dije No sé bailar, amedrentado y excitado al mismo tiempo. Tu desenfado jovial derribó mis defensas y di contigo cuatro pasos de ganso sobre las baldosas regadas. Te manché el pantalón, ¿lo recuerdas? Allí descubrí tus dientes, radiantes por la risa. Tus dientes iluminaron la noche y despejaron la oscuridad que había sido mi fiel compañera durante tantos años.

     No digas que no conocías la auténtica profundidad de mis sentimientos. Fuiste el artífice generoso de mi aceptación de la vida. Jugamos bien, sin cartas marcadas, al todo por el todo. No me niegues con justificaciones inútiles la verdad de lo vivido. No quieras poner tiritas al dolor en carne viva. Mejor ser una de esas estatuas destrozadas por el tiempo en cuya ruina se adivina aún el ideal de la mano que le dio forma.

     Porque tú fuiste mi artífice. El hombre que huyó de una vida malgastada en la estrechez de lo correcto, que derribó la cimentación de compromisos sobre los que había levantado sus días, que renegó al fin de seguir nadando a contracorriente de sí mismo en aras del beneplácito ajeno, aquel hombre que aceptó la propuesta de trasladarse a la filial comercial en esta tierra más como huida de lo viejo que viaje hacia lo nuevo, aquel hombre que había venido aquí prácticamente con lo puesto, sin mudas en la maleta ni en el pensamiento, aquel hombre despojado de atributos se aferraba todavía a viejos formalismos, como muletas sin las que no se atrevía a caminar. Tú le dijiste ¿Bailas? y él, sin saber cómo, neófito de sí mismo, tiró las muletas y aprendió a andar, aprendió a volar, quería decir bailar, aprendió a ser, ser en ti. Pues nadie puede llegar nunca a uno mismo sino en el otro. ¿Ves?, tú que siempre me estabas llamando maestro, con más afecto que ironía, como quien dice viejo sin decirlo, ¿ves?, también tú fuiste maestro para mí. Porque nadie puede enseñar sino aprendiendo, sin reciprocidad no hay conocimiento.
     Hoy en el aeropuerto he aprendido una de las lecciones más difíciles: cómo caminar cuando ya estás muerto. Llevaba impresa en mi retina, como un sudario, la última visión de tu cara. No veía nada delante de mí. Te veía a ti, tal como te había visto por última vez en aquel desangelado vestíbulo del aeropuerto antes de darme la vuelta definitivamente. Tú habías impuesto a tu cara la máscara fúnebre del protocolo. Incluso enmascarado en aquella estatuaria inexpresividad, tu belleza resplandecía. Ni un abrazo, ni un último contacto. La rigidez de lo concluso. Una rigidez en la que afloraba una lágrima a punto de brotar y, como siempre, me negaste incluso la bendición de ese regalo, temeroso siempre de que la evidencia de tus sentimientos te haga vulnerable. Siempre tuve que conocerte no por tus gestos, sino por la esquinas de tus gestos. Allí donde tu frágil voluntad se debilita y tu ser siempre bullente escapa de sus diques. ¿Miedo al contagio, dices?
     Me iba alejando de ti, caminando en dirección al control de pasaportes, y cada pie me pesaba como si a cada paso se me fueran hundiendo más y más en el barro. Te suponía a mis espaldas, mirando cómo me alejaba por aquel corto pasillo que era la entrada al no verte nunca más. Algo en mí, en aquel cuerpo que se arrastraba hacia la extinción, esperaba que en algún momento tu voz se alzara reclamándome, o simplemente me diera a beber un último sorbo de ti con alguna ocurrencia intrascendente, simplemente mi nombre, esperaba al menos escuchar por última vez mi nombre pronunciado por tu boca, como si fuera un ¿bailas? que hundiera amorosamente la semilla en la tierra, esa boca que repentinamente me lanzaba una guirnalda de rosas cuando en medio de las bromas de los presentes me hacías objeto de una atención distinta, la misma boca que saboreaba con delectación mi nombre, en un murmullo, cuando el amanecer nos sorprendía desnudos entre una tempestad de sábanas.
     Avanzaba entre viajeros anónimos, expectantes de futuro, ante funcionarios para cuya mirada yo sólo era un pasajero, un número en una lista, siguiendo la cola hasta el detector de metales. Sentía tus ojos en mi nuca. Me taladraban. Me penetraban con infinita amargura, con infinita bondad. Con gran esfuerzo, me negaba a volver la cabeza para verte una última vez. En el fondo de mí, tu constante impaciencia me decía que a lo mejor ya te habías ido, que muy bien podías no haber sido capaz de esperar hasta el final. Al mostrar el pasaporte y vaciar en la bandeja mis bolsillos, sentí que me vaciaba totalmente de ti, que me vaciaba de mí, sentí el tajo de lo definitivo. Y, en un instante de desfallecimiento, me temblaron las rodillas y estuve a punto de dar media vuelta, echar a correr hacia atrás, volver a tus... ¿Te habría encontrado aún ahí detrás? No quise comprobarlo. No tuve el valor de comprobarlo.

     Mi compañera de asiento ha bajado la bandeja individual y está escribiendo en un diario, eso decía la cubierta: Diario. Fuera, las nubes me niegan la visión de esa ciudad por cuyas calles tú irás caminando con paso impaciente, ¿hacia dónde?, hacia un mañana del que yo ya no formaré parte, ¿o sí?
     Comenzó a llover, ¿lo recuerdas? De pronto una tormenta de verano despobló la plaza pero tú seguías bailando. Me mirabas fijamente mientras el agua te empapaba. Alzabas al cielo la cara y dejabas que las gotas rebotaran en tus dientes entreabiertos. Me clavaste con los ojos al suelo y no pude correr yo también a cobijarme bajo los soportales. ¿Lo recuerdas? Me mirabas fijamente y seguías bailando bajo la lluvia. Me mirabas pasando tus manos por la camisa empapada, donde comenzaron a transparentarse tus pezones, tu vientre profundo, y tú eras consciente de ello. Me cazabas bajo la lluvia. Mi vieja naturaleza se resistía a ser presa, a abrazar la alegría. Pero dijiste Estoy empapado. Como siempre. Siempre dejas a tu alrededor una nebulosa de sobreentendidos.
     No digas que es miedo al contagio. Si al menos lo hubieras dicho con todas las palabras, Tengo miedo a contagiarme, yo habría tenido la oportunidad de vestir tus palabras de nobleza; si no me lo hubieras hecho sentir, abriendo ojos como platos y luego reculando con gesto retorcido, corriendo a refugiarte en el sillón, cuando yo sólo iba a devolverte la ropa y decirte Vístete, esto no tiene sentido.
     Cómo me aborrecí a mí mismo en aquel momento por no poder aborrecerte. ¿Miedo al contagio?, ¿qué contagio?, ¿desde cuándo el cáncer contagia? ¿Miedo a tocar la textura de la muerte?


      Sólo veo nubes y cielo desde la ventanilla del avión. A veces las lágrimas me nublan la vista. Pero, aun con los ojos turbios de lágrimas, sigo viendo el azul, no el azul del cielo, sino el de aquellos primeros días, cuando trotabas a mi alrededor como un animalillo impaciente y yo me negaba a dar crédito a lo que más anhelaba. Entonces me arranco con rabia la lágrima aún detenida en el párpado, ¿me arranco la lágrima o tu recuerdo? Como si tu recuerdo pudiera arrancarse.
     Tu recuerdo está sembrado en mi piel, se ha hecho uno con mi piel, sustancia de mi sustancia, el sabor de tus pezones, la resistencia de tu vientre, la fuerza de tus muslos en torno a mi garganta, tu lengua entrando en mi boca, el aroma a océano de tus axilas, el salvaje latido de tu corazón en mi mejilla, el peso suave de tu respiración sobre mi pecho, la dureza de tus dientes resbalando por mi espalda, tu saliva abriéndome en canal, tus dedos arrancándome a puñados la carne, la hoguera de tu aliento avivándose en mi nuca, en mi oído, en la comisura de la boca, demorando el mordisco y la pleamar con que unos labios se hacen beso en otros labios.

     Qué vergüenza. No he podido evitar derramar esa cosa gelatinosa que en los aviones llaman comida. El azafato ha acudido diligente a limpiar el desperfecto, restando importancia al incidente, con amabilidad de prospecto. Las agresiones de la enfermedad son tan evidentes. Pero es la enfermedad de que tú ya no estés a mi lado la que me ha destrozado la precisión en los movimientos cotidianos. Ahora mismo podría coger el avión con las manos y lanzarlo como un gorrión a gorjear en tu ventana, pero apenas puedo llevar con firmeza la cuchara a la boca. Duele esta impotencia física, pero menos que la otra impotencia.
     ¿Recuerdas aquella gripe brutal que te postró unos días en cama? Cómo temblabas, cuánto miedo a la enfermedad, qué desamparo. Con qué gratitud y qué abandono te entregaste a mis cuidados. ¿Recuerdas cómo te acurrucabas en mi regazo, como traspasándome una fiebre con la que luchabas a palmetazos? Siempre temiste a las enfermedades, las enfermedades del cuerpo y la enfermedad social, la enfermedad que nos conmina entre los muros de uno mismo.
     Tengo en el bolsillo de la chaqueta, junto al corazón, una fotografía tuya. No necesito sacarla, la conozco de memoria. Es la única cosa tuya que conservo. Mentira, conservo otra. Otro recuerdo tuyo aún más evidente. No te preocupes, nada comprometedor. Una pequeña cicatriz junto al labio. Quisiste devorarme pero nunca te atreviste a completar lo que deseas.
     En la fotografía, posas ante una cascada de buganvillas, desnudo de cintura para arriba, y muestras con orgullo tu presa, las llaves de mi casa. Fuiste el vendaval que limpió mi vida de sus ruinas, que trajo a mi tierra baldía las semillas de los océanos.

     Mi vecina de asiento me ha visto dejar caer la cabeza y, apartándose el walkman del oído, me ha preguntado si me encuentro bien. Sólo le he dicho Gracias. Siento que las palabras me abandonan, las palabras de usar cada día. Las palabras de la memoria, que son las palabras de la carne, devoran a las otras, las destruyen, las palabras que necesita un cuerpo terminal para salir con dignidad del mundo.
     Un día dijiste, lo recuerdo, que siempre escogemos aquello que nos destruirá. Pero es que no escogemos. Nunca escogemos. De pronto, alguien nos deslumbra con un desgarrón en el telón del mundo y alcanzamos a ver la claridad que se esconde más allá del decorado que habitamos. Ya no hay marcha atrás. Hemos roto la ilusión escénica.
     Cuando esta mañana cogimos el taxi al aeropuerto y tú representaste el papel de consorte perfecto, llevando mi maleta, abriéndome la puerta del vehículo, dando instrucciones al taxista, tú, que siempre fuiste tan descuidado en los formalismos, principalmente conmigo, tan irreflexivo, tan impulsivo, tan irresponsable, tan conmovedoramente caprichoso, tan candorosamente infantil; cuando esta mañana me tomaste de la mano para salir del taxi, ya en el aeropuerto, supe que, aunque te hubieras forzado a acompañarme hasta la partida, tú ya te habías ido de mi lado, andabas muy lejos de mí. Porque todas aquellas atenciones no eran brindis al amor, sino servicio a un enfermo. ¿O había también algo de lo otro?
     En la cafetería del aeropuerto, mientras hacíamos tiempo con un frappé, no aparté ni un instante los ojos de tus ojos. Tú mirabas el ir y venir de pasajeros, evitando en todo momento mi mirada. Cuando ibas a beber, hacías un quiebro forzado de cabeza hacia el vaso, para excluirme de tu campo de visión. Si en ese momento hubieras dicho una palabra, la que fuera, sólo oír tu voz, me habría desmoronado. Habría sido incapaz de continuar. Te habría gritado que me dejaras morir en un rincón de ti, debajo de tu cama, donde en el último suspiro me lloviera el aroma de tu cuerpo. Afortunadamente no dijiste nada. Sí, sí que dijiste algo. Peor aún. Aquel comentario, Te curarás pronto y volverás, ¿verdad?, sin mirarme a la cara, sabiendo los dos como sabemos que eso es imposible.

       Acabo de abrir los ojos y encontrarme el rostro del azafato casi pegado al mío.
     Me creía dormido y esta recogiendo los adminículos de la comida con sumo cuidado. Con una sonrisa encantadora se ha disculpado por despertarme. Yo he sacado los acentos más cálidos a esta ronquera ya permanente para decirle que no dormía, y darle las gracias. ¿Se encuentra bien?, me ha preguntado. En su voz vibraba una cordialidad sincera. Perfectamente, gracias.
    Hasta tal punto son evidentes los estragos de la enfermedad. Pero qué dolorosa es, cuando amamos, la cordialidad de aquellos a los que no amamos. Nos hace añorar la otra.
     No digas que hasta esta mañana no has sabido realmente cuánto me amabas. No quieras atemperar la inmensidad del presente frivolizando sobre lo vivido. La desmesura de este dolor está a tenor de la desmesura que fue nuestro gozo. No podría ser de otra manera. ¿Seré capaz de no sucumbir al analgésico de la añoranza?, ¿de no disfrazar el vacío con los trampantojos del consuelo? ¿Sabré vivir la renuncia con la magnanimidad con que me desnudé de la estrechez de mi personaje para bailar contigo y recibirte en mí?
     Después de esa hora interminable en la sala de embarque, creía que ya tenía controlados todos los resortes de la tristeza. La desnudez de la sala de espera no hacía sino reproducir mi propia desnudez interior. No había llevado conmigo ni un periódico, nada. Vacío de posesiones, vacío de entretenimientos, vacío de ti. Miraba a través de las cristaleras la pista pavimentada donde esos inmensos pájaros metálicos se mueven con la parsimonia de fabulosos seres mitológicos, y me decía a mí mismo: Él pertenece a lo que tiene aliento, tú a lo que despide sus últimos hedores, antes de ser de nuevo tierra.
     Salí a la inmensidad de la pista de despegue arrastrando los pies, sereno en la derrota. Caminaba erguido hacia la escalerilla del avión, como el que marcha voluntariamente hacia el ataúd, entre pasajeros poseídos por las fiebres del viaje. Sus risas, sin ellos saberlo, eran mis plañideras secretas. Llanto sin empatía para dignificar las ciénagas del alma sin respuestas.
     Al pie ya del avión, el bufido de los motores calentándose destruyó de repente el silencio del cielo, destruyó el silencio de la voluntad, destruyó mi serenidad tan artificialmente construida, y me abofeteó con la evidencia del final irreversible. Me rompí. Involuntariamente, mis ojos se alzaron arriba, hacia las nubes, al aire, como si allí estuviera el gorrión de la vida gritándome ¿Bailas? y abriéndome en sus alas el calor de su cobijo.


     El hospital había avisado a la tripulación de mi estado físico y rápidamente descendió el azafato para sostenerme con su brazo y conducirme amablemente hasta el asiento. Creyó que era una crisis orgánica y no emocional. No quise sacarlo de su error.
     ¿A esto es a lo que tenías miedo?, ¿al paulatino proceso de pérdida?, ¿a que mi enfermedad nos redujese a convencionalismos?, ¿a los formalismos de la rutina?, ¿al desmoronamiento de la pasión?, ¿al desgaste de los sentimientos puros?, ¿a la muerte del amor en las resignaciones del cariño? Hiciste bien. El amor no sobrevive en los cauces trazados del compromiso. Es ya otra cosa.
     Tú, con todos tus titubeos, tus inconsistencias, tus alegrías desmesuradas, tus abatimientos sin fondo, tu melancolía sin objeto, tu explosivo vitalismo, seguías los dictados de tu propia naturaleza. ¿Recuerdas cómo al principio negabas siempre estar persiguiéndome cuando te hacías el encontradizo? Siempre fuiste transparente, y yo quería además que te quitases esa máscara completamente traslúcida que te protege frente a la violencia del mundo.
     No he podido contener las lágrimas. No quiero contenerlas. Tú ardes en cada una de ellas. Es una forma de seguir sintiéndote, físicamente. Me están mirando. Piensan que a la enfermedad del cuerpo se añade ahora el desmoronamiento de la voluntad.
     Miro desde la ventanilla cómo el sol incendia las nubes. Las nubes me impiden ver las calles por las que tú habrás emprendido tu nueva travesía. Las nubes me dicen que hemos matado el amor, para que el amor sobreviva. Su fulgor, fulgor de ocaso, rebota a través de la ventanilla en este cuerpo que a cada instante va degradándose inexorablemente. Y, en esa luz claudicante, amo mi cuerpo porque tú un día lo miraste con deseo y juntos ardimos bajo la lluvia estival que despobló la plaza...


     El amor es totalitario. El amor no puede sobrevivir a su propio ocaso. Es fogonazo que deja de ser cuando los ojos se aclimatan. Porque el amor es acceso a la violencia interior que se hizo mundo. Cuando el amor se enfría, ya es historia. La historia puede explicarnos, pero no revivir la energía del origen...

     ¡Ah!
     Perdona. He sentido una punzada que me taladraba el vientre, como un barreno incandescente atravesándome de parte a parte. No te preocupes, no pongas esa cara, como si te estuviera viendo. De este dolor, no eres tú la causa. La carcoma avanza lenta, imparable. La carcoma devora el cuerpo, pero sólo el cuerpo, nunca lo vivido, y mucho menos lo amado.


                                                                                     (Atenas, agosto 1997)

martes, 31 de mayo de 2016

CUESTA DE LOS CHINOS (galería fotográfica)



CUESTA DE LOS CHINOS

(galería fotográfica)














Mi ideario eran preguntas
buscando escapar del laberinto de las respuestas.







La sangre que corría por las venas
bebió de la tierra, de la luz y del deseo, que mueve el mundo.










La luz peina sus enigmas
en las almenas oxidadas de la memoria.










El agua subterránea alimentaba
el humilde esplendor de las celindas...







...pero el mayordomo de ultratumba
las condenó al altar del remordimiento.










Qué íntima soledad
de mimbres jóvenes y de exorcismos viejos.













Mirar la luz deslumbra
al ojo atrapado en los engranajes de la rutina.










Los balcones iban cerrándose
al paso marcial de las incógnitas, ahorcadas en el crucifijo...







...los pastores vigilando
la pingüe uniformidad de los ganados.




Memento mori, ronronean los relojes.
Recuerda que has vivido, el instante que escapa.






Granada. Cuesta de los Chinos...

Tentado estaba de decir que se trata de la más hermosa de las bajadas desde la Alhambra a la ciudad, si ello no fuera desmerecer otras alternativas: la Cuesta de Gomérez, con sus aceras empedradas, surcadas por pequeñas acequias de agua cascabeleando en pendiente, entre los bosques de la Alhambra, hasta llegar a Plaza Nueva; o por Antequeruela Baja y el Carril de San Cecilio, en paulatina simbiosis con el peculiar barrio del Realejo, entre magníficas vistas de la ciudad y lo que queda de su vega, hasta desembocar en el Campo del Príncipe.

La Cuesta de los Chinos es la menos frecuentada, acaso por lo recóndito y despoblado de su recorrido, siempre al pie de las murallas laterales de la Alhambra, encajonada en una empinada garganta de tierra roja, en íntimo diálogo entre la piedra antigua, la vegetación siempre renovada y escondidos cursos de agua; termina abriéndose al horizonte, un horizonte de altos cielos azules sobre el barrio vecino del Albayzín, y viene a desembocar con unánime donaire en el sin par Paseo de los Tristes, al pie de los airosos torreones de la Alhambra.

Transitar por este camino es vivir la eternidad del tiempo inmóvil, detenido, el tiempo de la hormiga y de los siglos, el tiempo de la tierra y de las sucesivas generaciones de las hojas, el tiempo de la intimidad estética y de la hermosa plenitud de lo efímero.

Como si conservara entre los muros y la montaña la reverenciosa memoria de su antiguo uso: por allí subían los cortejos fúnebres de aquellos que iban a ser enterrados en el cementerio, situado en la parte más alta de la Alhambra. De ahí su otro nombre, Cuesta de los Muertos, así como el del paseo antes mencionado, el Paseo de los Tristes.

También se la conoce como la Cuesta del Rey Chico, en referencia a una de las leyendas moriscas que confieren a la ciudad antigua ese halo de romanticismo decimonónico.


Si quieres más información sobre este lugar, puedes consultar aquí, o también aquí.

jueves, 12 de mayo de 2016

PUCHERO DE COLES GRANADINO (receta)


PUCHERO DE COLES GRANADINO


     Recuerdo los días invernales de mi infancia y adolescencia. Días fríos de lluvia continuada, terca, tormentosa. Días de un sol transparente, gélido como el cristal, descarnando el paisaje en formas puras y sin matices. Días en que el aliento helado de la sierra, al bajar, barría las brumas del aire, dejando una limpidez marmórea en la percepción del espacio. Días de densos nubarrones, oscuros como el latón, que ocultaban completamente las crestas nevadas del horizonte. Días en que el invierno se hacía hielo entre los adoquines y vaho espeso en la respiración de los viandantes.

     Y recuerdo la indescriptible sensación de volver a casa y, ya desde la puerta, percibir el inconfundible olor del guiso. Aquel olor de olla al fuego no sólo provocaba una tonificante reacción sensorial, el regustillo del apetito, también hablaba el lenguaje del amor con que había sido cocinado.


Plaza Nueva (Granada).


     Este invierno, templado en demasía y alarmantemente seco, ha dado paso a un tiempo que oscila entre un sol espléndido, como primicia veraniega, y jornadas de suaves aguaceros. Lo que nos está regalando una primavera de exultante y lujuriosa floración.

     La última semana, sin embargo, el clima parece haberse replegado a las brumosas grutas invernales, con cielos plomizos y lluvias racheadas, insistentes, un frío húmedo que ha vuelto a sacar los abrigos del armario. No quiero, pues, dejar pasar la ocasión de comentar uno de mis guisos preferidos entre la variada gastronomía granadina.

     Siempre me ha parecido ejemplar la adecuación de los distintos modos de preparar un puchero a los productos estacionales y a las condiciones climatológicas del momento. Ya he hablado, a este propósito, del puchero de San Antón.

     Hoy me centraré en lo que podría denominarse "la fiesta gastronómica del frío": el puchero de coles, un guiso en el que la presencia de diferentes carnes y legumbres, combinadas con la col (repollo), no sólo regala el paladar, recarga de energía el cuerpo y lo predispone para enfrentar las más bajas temperaturas.

     Hay tantas variedades de puchero de coles como hogares lo cocinan en Granada. Recuerdo que, de pequeño, dada mi afición incondicional por este plato, ciertos familiares y personas cercanas a la familia me invitaban a comerlo cuando lo ponían en su mesa. En cada una tenía un toque peculiar, ingrediente de más o ingrediente de menos, más contundente o más ligero. En todos reconocía esa base común que hace de este guiso uno de los placeres de la buena mesa.

     El puchero de coles cuya receta doy a continuación, recogida directamente de mi madre,  es quizás el más básico, aunque no por ello menos completo. Permite paladear este guiso tradicional en su más peculiar esencia.

      Anecdotario:

    Nosotros solíamos comerlo los lunes. Da la casualidad de que precisamente los lunes por la tarde era el día favorito en mi colegio para imponernos la asignatura de gimnasia. Qué difícil saltar el plinto o hacer flexiones con el puchero de coles en la barriga. Terminé aborreciendo la gimnasia, entre otras muchas razones, y adorando este guiso.

     Según contaban en casa, en plena vega granadina, cuando mi familia se dedicaba todavía a las labores del campo, la carne y el tocino sobrantes se guardaban para el desayuno del día siguiente, con un tazón de caldo del puchero, imprescindibles para soportar el trabajo de la tierra y del ganado bajo los helores de la sierra.



PUCHERO DE COLES



     INGREDIENTES (para unas seis u ocho raciones)
  • Garbanzos, 300 gr.
  • Alubias blancas, 300 gr.
  • Col (repollo), una de peso medio.
  • Una cebolla.
  • Clavo.
  • Morcillo de ternera, 750 gr.
  • Costillas de cerdo, 750 gr.
  • Pollo, medio (cuartos traseros, delanteros, o uno de cada).
  • Tocino de veta, 300 gr.
  • Morcilla fresca de cebolla.
  • Hueso de rodilla de ternera.
  • Hueso de jamón.


     Importante:
     No nos olvidemos de echar en remojo la víspera los garbanzos y las alubias.

    Debido a la cantidad de ingredientes, algunos de ellos voluminosos, sobre todo las carnes y la col una vez cortada, es aconsejable cocinar el puchero en una cacerola grande. Si no se dispone de ella, utilizaremos dos: a medida que vamos añadiendo nuevos ingredientes, para hacerles sitio, pasamos a la segunda cacerola las diferentes carnes, los huesos y el tocino. La mitad del primer caldo resultante la utilizaremos para seguir cociendo las viandas separadas, tras añadir más agua a ambas cacerolas, hasta cubrir. Posteriormente, iremos intercambiando los caldos, colándolos, para que se mezclen. Es más engorroso, pero efectivo.

     Aunque el puchero de coles, como cualquier guiso, puede hacerse en menos de una hora con la olla a presión, yo prefiero hacerlo a su amor, con la olla destapada y vigilando cada paso.

     En cualquier caso, empezaremos poniendo a cocer el morcillo, ya que es de las carnes la que más cochura necesita, junto con el tocino y los huesos, bien cubierto todo con agua.
     La cantidad de huesos será proporcional al gusto de cada cual, según se prefiera un sabor a animal más acentuado o más equilibrado con el resto de ingredientes vegetales. Para esta receta concreta, he utilizado dos huesos pequeños de rodilla de ternera y uno de jamón, suficientes para dar sabor sin encubrir el gusto suave de la col, aunque sí su olor desagradable. Asimismo, he prescindido del hueso de espinazo, redundante con las costillas.

     Dejamos hervir el morcillo, el tocino y los huesos a fuego lento, una hora aproximadamente, quitando de vez en cuando la espuma marrón que se forma en la superficie.
     Ya en Madrid, aprendí a usar para este cometido la espumadera (conocida en Granada como "rasera"). Mi madre, sin embargo, lo hacía con una cuchara. Finalmente, he vuelto a las lecciones maternas. Limpiando el caldo con una cuchara, no sólo retiro la espuma sino también parte de la grasa que va subiendo a la superficie, clarificándolo.
     En caso de guisarlo en olla a presión, habrá que esperar a que dicha espuma adopte un color más blanco antes de taparla, y entonces dejar cocer un cuarto de hora desde que arranque la válvula.



     Entre tanto, aprovechamos para picar la col en trozos pequeños, no demasiado, del tamaño de un mechero o de un billete de metro. Pelamos la cebolla, en cuya superficie hincamos unos ocho o diez clavos de olor. Escurrimos las legumbres y les damos un agua directamente bajo el grifo.



     Pasado este primer tiempo de cocción, incorporamos los garbanzos, las alubias, la col, la cebolla y el costillar de cerdo.
     Opcionalmente, sería el momento de añadir otros ingredientes igualmente adecuados, como un puerro entero, o una rama de apio, un nabo, una zanahoria (bien en rodajas, bien entera), o una cabeza de ajos (limpia de la piel externa y de raíces), un tomate entero, laurel. Yo prefiero prescindir de todo ello, para evitar la semejanza de sabor con otros guisos similares, así como para no perturbar el homogéneo color avellana del guiso final.
     Si lo hacemos en olla abierta, dejaremos cocer a fuego suave entre una hora y hora y cuarto, eliminando siempre la capa de espuma marrón que se volverá a formar en la superficie. Si lo cocinamos en olla a presión, quitamos la espuma del primer hervor y luego la cerramos y dejamos cocer unos quince minutos desde que la válvula empiece a silbar.



     Pasado este tiempo, pinchamos las costillas para comprobar que la carne empieza a quebrarse, no estar tan compacta. Si estamos guisando en dos recipientes, apartamos el costillar a la segunda olla. En caso contrario, lo dejamos estar y añadimos el pollo sin piel.
     Si hemos decidido hacerlo con patatas, es el momento de incorporarlas al guiso, peladas y cortadas en cascos gruesos.
     Volvemos a cocer a fuego lento, una hora aproximadamente; unos quince minutos en olla a presión, acordándonos siempre de limpiar de espuma la superficie.
     Pasado este tiempo, comprobamos que las legumbres estén tiernas, pero sin llegar a partirse, y retiramos la cebolla y las restantes verduras enteras que hayamos incorporado para dar sabor.

     Finalmente, cocemos la morcilla.
    Suele hacerse en el propio puchero. Sin embargo, prefiero utilizar un cazo aparte, con agua, a fuego muy lento. Así evito que la grasa de la morcilla manche el guiso, y prevengo la posibilidad de que la piel se raje al hervir y suelte el contenido, mezclándose éste con toda la comida y dándole así un desagradable aspecto oscuro, manchado. Unos diez minutos de cocción serán suficientes.
     Hay quien también le echa unos chorizos de guiso. Particularmente me disgusta en este puchero en concreto la acidez de la grasa del chorizo, así como el rojo del pimentón, en un plato que sobresale precisamente por su cremosidad y homogeneidad en la trabazón.

     Como la mayoría de los platos de cuchara, el puchero de coles resulta más trabado si lo cocinamos la víspera. Los distintos ingredientes se asientan y equilibran. Además, al enfriar, podremos retirar la capa de grasa que se solidifica en la superficie, quedando de este modo un puchero más suave y saludable, pero no menos sabroso.



     Directamente si lo comemos de inmediato, y antes de calentarlo si lo comemos al día siguiente, retiramos las carnes, huesos y tocino a otra olla (paso innecesario si lo vamos cocinando en dos cacerolas a la vez; aunque en este caso deberíamos mezclar los dos caldos para obtener un sabor uniforme en ambos).
     Quitamos con el cucharón el exceso de caldo y, colándolo bien, cubrimos con él las carnes y el tocino. De este modo, podremos mantenerlas a fuego mínimo hasta su consumición, sin que se enfríen. Y nos quedará además para otro día un riquísimo caldo de lo más nutritivo.

     Por último, trituramos un cucharón de puchero y lo volvemos a incorporar a la olla, antes de darle el último hervor.



     En mi tierra, servimos primero el puchero con las legumbres y, como segundo plato, las diferentes carnes con el tocino y la morcilla: la famosa "pringá".

     ¿Quién dijo que el paraíso no está en la tierra?, por mucho que el frío arrecie.