"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

martes, 17 de enero de 2023

LA MIRADA DIONISÍACA

 

El cielo está plomizo. Comienza a caer una lluvia fina, persistente. Pero he aquí que, de pronto, la masa gris de nubes se resquebraja y por esa hendidura irrumpe el brillo del sol, formando en la cúpula del cielo húmedo un arco de colores que embarga la mirada.



¿Por qué, entre todos los fenómenos atmosféricos, el arcoíris sigue provocándonos esa fascinación tan especial, tan persistente?, como si señalara directamente al entramado de la propia persona. ¿Es sólo por la rareza de su aparición, tan condicionada a la simultaneidad de elementos tan contradictorios? No lo creo.

La visión del arcoíris nos devuelve por un instante la mirada límpida y mágica de la primera vez, nos hace recuperar la naturaleza dionisíaca de los orígenes. No es solamente la mirada primigenia de la infancia. Lo inesperado del arcoíris nos devuelve ese empaparnos sensorial, sin premisas conceptuales, ante la primera irrupción en nuestra vida de una manifestación telúrica como el mar, la nieve, una catarata, se produzca cuando se produzca.


Cuenta la mitología griega que, estando Semele embarazada de Zeus, su esposa, Hera, quiso vengar en ella la infidelidad conyugal. Para ello, provocó a la joven gestante, diciéndole que en realidad sólo había conocido a Zeus bajo una apariencia mortal, mero disfraz para seducir mujeres, pero nunca lo llegaría a conocer como ella, su esposa, en su auténtica naturaleza divina. Esa revelación no paró de medrar en el ánimo de la joven enamorada, quien, desde entonces, ardía en deseos de conocer al amado en su totalidad, totalitario como es siempre todo amor, hasta sus últimas consecuencias. Aunque Zeus se resistía y le aseguraba que su negativa a mostrársele tal cual sólo estaba motivada por su interés por protegerla, siendo como era dios del rayo, tanta fue la insistencia de Semele que no tuvo más remedio que mostrársele en su pleno esplendor sideral, en su auténtica naturaleza de fuego cósmico, ante el cual Semele quedó fascinada, embriagada de luz, que es amor, que es verdad, que es conocimiento, pero ante el cual debemos mantener una distancia relativa para no perecer abrasados en él, como la propia Semele, que, enamorada hasta el tuétano, corrió a abrazarlo, achicharrándose entre los brazos del dios. Zeus, mientras su amante ardía, tuvo que arrancar el feto de su vientre e introducirlo en el propio muslo para que acabara allí su gestación. Meses después, nacía Diónisos, que no es sólo el dios del vino y la borrachera, como quiso la banalización cultural posterior, sino que representa la energía pasional de la naturaleza, la pasión de lo que vive y no se detiene en las apariencias, sino que llega hasta el fuego originario, hasta la raíz del ser.

Esa primera mirada, que es la mirada de Semele a la luz mística y fatal de la vida auténtica, renace en nosotros cada vez que el cielo circunda su frente con la diadema cromática de un arcoíris, aunque con consecuencias mucho menos catastróficas; entre otras cosas, porque, como ya proclamó Nietzsche, los dioses han muerto, dejándonos sólo la posibilidad de rescatar la divinidad en nuestra propia naturaleza mortal.


Recuperar esa mirada es importante porque, en esta sociedad de la imagen en la que vivimos, exacerbada actualmente por la presencia acaparadora de las herramientas virtuales e informáticas, hemos ido perdiendo esa capacidad de ser en el ser de la existencia, de empaparnos de vida en la realidad circundante y no en su representación. Incluso nuestras miradas primigenias nos vienen mediatizadas de antemano, previamente conceptualizadas, sometidas como están a esquemas de pensamiento que se nos imponen y nosotros transferimos a cuanto nos circunda. Nuestra mirada ha perdido el candor apasionado del explorar, sustituido por los convencionalismos consumistas del turista. Consumimos miradas que son de otro, mientras nuestros propios ojos se van volviendo ciegos en un individualismo de sombras prefabricadas.

Hasta que, de pronto, he aquí que ese horizonte encapotado se resquebraja y, por esa hendidura, la luz solar nos devuelve por un instante el asombro y la fascinación de la mirada dionisíaca en forma de etéreo y fugaz arcoíris.