"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

martes, 30 de diciembre de 2014

EL MENSAJE (relato)

Recupero un antiguo relato de 1999, cuya temática lamentablemente no puede ser más actual.

Lista de suicidios relacionados con la crisis.
Fuente: #15Mpedia

EL MENSAJE

     Entre la valla metálica que pretende impedir el acceso a las vías del tren y el ruinoso esqueleto de un edificio nunca acabado de construir, quedó olvidado de la mano de dios un pequeño manzano que nadie cuida. Achaparrado de puro viejo y de abandono, con un ramaje desgarbado salpicado por una misérrima fronda de hojas, ahora cenicientas, se lo ve, sin embargo, precisamente en esta época tan tardía del año, imprevisiblemente cuajado de multitud de frutos que el tibio sol del otoño se esfuerza inútilmente en sonrosar. No parece sobrevivir sino para encarnar en su pobre naturaleza el ritual anual de la vida, a pesar de las condiciones adversas, en ese terreno envenenado por la mano que un día metió ahí la excavadora y los escombros y luego, por imprevisión y falta de presupuesto, dejó una loma de ladrillos y casquijos y los hierros ya oxidados de un proyecto que quedó en solar y páramo.

     Ese pobre manzano es hoy el único testimonio de otras épocas en que proliferaban por aquí los olivos y las huertas, los árboles frutales respondían con generosidad al risueño transcurrir de una acequia.


     El joven funcionario conocía de oídas esta zona y sus avatares, cuando aún no llegaba hasta aquí el cercanías. El cinturón metropolitano todavía no se había abatido pantagruélicamente sobre estas tierras. Las conocía gracias a las batallitas de una bisabuela terca y algo tacaña, arrugadita como una pasa pero aún tozuda e ingobernable en la residencia de ancianos de la sierra adonde iban a visitarla las tardes de domingo; y gracias a una antigua fotografía en blanco y negro, que la madre había enmarcado y colgado en el pasillo.
     
     En la fotografía, se ve a la bisa altiva y satisfecha, sentada en característica pose de época, segura de sí y de la inmutabilidad del mundo, con ese vestido oscuro de raso con que acaba de contraer matrimonio. El hombre a su lado ya se ha cambiado los zapatos por las botas altas de regar, pero no ha perdido aún la apostura del acontecimiento, respira confianza en su papel y en las condiciones inalterables y difíciles de la vida. A sus espaldas, una casa rústica, no demasiado grande, a la sombra de un roble añoso, se yergue en la duermevela activa de la secularidad.

    La imagen respira una perfección de historia antigua, acabada, el aroma a ceniza de la brasa extinta. En esos ojos, cuya mirada firme en el objetivo parece echarle un pulso a la terca impenetrabilidad del futuro, descansa la rígida voluntad de una divinidad perpetuada en tradiciones sin réplica.

     Ni en sus previsiones más pesimistas podían ellos haberse imaginado entonces que, andando el tiempo, empujados por la brutal crueldad militar y por las bombas fratricidas, abandonarían un día esta tierra con sus cuatro hijos y, como ellos, al correr de los años, la abandonarían también los robles y los olivos, los árboles frutales y hasta la acequia, transformada en alcantarilla, para dejar paso a este laberinto de tristes edificios de protección oficial, entre quioscos y pequeños negocios que un día alimentarían en vano los pobres sueños de bienestar de aquellos campesinos cada día más acorralados y finalmente forzados a engrosar la maquinaria de ese monstruo insaciable, entre talleres con el cierre echado y parques industriales desde hace mucho en declive.

     El joven siente un vacío de reciprocidad ante la inminencia de ese territorio legendario en su memoria familiar, tan cercano a Madrid y a la vez tan alejado. A escasos metros del destino, el tren se ha detenido, esperando el cruce del tren contrario para recibir vía libre hasta el andén final. Ese pequeño manzano es el único testimonio vivo de sus mitos infantiles que ha salido a recibirle.

    Todo el trayecto tuvo la desagradable sensación de estar cometiendo algo así como un sacrilegio viniendo aquí a cumplir su cometido. Sabe que no va a encontrarse con ninguno de los pintorescos protagonistas de la memoria mágica que le inculcó la bisabuela y que el abuelo luego iluminó con los claroscuros de todo paraíso perdido. Los gañanes y las serenatas de requiebro del abuelo convivían pacíficamente con las últimas tecnologías del nieto en aquel piso estrecho y ruidoso de Carabanchel, del que la madre renegaba continuamente. El abuelo se marchó un día al cementerio de San Isidro, pero sus historietas antiguas permanecieron hasta hoy como un espacio de bondad para ése que hoy venía a ejecutar su incómoda tarea. Es como si sus obligaciones laborales le hubiesen tendido una trampa al arrastrarlo hasta la realidad del cuento, para mancillarlo.

     Siente que, al descender de ese tren, algo necesariamente va a romperse. La imagen de ese pequeño manzano, sin embargo, lo reconforta y anima.


     El paisaje no puede ser más triste. La funcionalidad material de los cinturones urbanos se cebó en estas tierras otrora fértiles, hoy inútiles sino como desagüe del festín económico.

     Dicen que por aquí cerca, en un descampado, estalló hace años una bomba enterrada, de la época de la guerra. Unos niños jugaban en el estercolero donde se amontonaban para estos pequeños descubridores los fantásticos tesoros del pobre. Jugaban y la muerte les explotó en las manos. La historia de los niños mancos viene hoy con la economía ejemplar de lo legendario. Respira la brutal impersonalidad del mito. Incluso su cronología, elástica entre un pasado indeterminado y una guerra imprecisa, casa a la perfección con el presente de estas calles, infectadas de promesas que nunca se cumplieron.

     La leyenda de los niños mancos no figuraba en el florilegio de la bisabuela ni en las expansiones emocionales de las navideñas sidras en familia. La leyenda se la acaba de relatar ese anciano que, como antiguo bardo sin auditorio, dejaba discurrir el tiempo apoltronado en una mesa a la esquina del bar donde el joven ha entrado a preguntar por la dirección.

     Aunque traía un callejero de mano, era fácil perderse en aquel dédalo de bloques de pisos, tan similares unos a otros, serpenteando entre parterres de jardín abandonados y patios interiores abiertos mediante soportales. Sobre en mano, optó por entrar en aquel bar a preguntar por la calle. Preguntó desde la puerta, a nadie en particular y a todo el mundo, y el chorro de voz de aquel viejo sentado solo en una esquina, como catapultado por una asociación de ideas o por la presencia de un oído nuevo, arrancó lento y envolvente a desempolvar antiguos recuerdos del lugar. Ninguno de los presentes dijo nada, ni para contradecirlo ni para animarlo.

     El camarero hojeaba tras la barra un periódico, apenas si levantó los ojos. Los ojos de los restantes parroquianos se hincaron sin pudor en el joven funcionario. Sólo el improvisado narrador permanecía con la mirada atenta al vacío del presente. Pero el presente era sombrío, muy sombrío, en los ojos de esos clientes de caña y horas, para los que el uniforme del recién llegado añadía sombra a las sombras. Lo veían como una amenaza. Se masticaba una violencia existencia en esas caras. La misma violencia con que había salido a recibirlo, nada más abandonar el tren, este pueblo asfixiado por la ciudad.

     La ciudad, en su voracidad ciega, se cebó bien con este antiguo entorno rural, y mató las leyendas. La de unos niños sorprendidos por la carcajada de la muerte en un descampado quedó atrapada, como la mosca en la gota de ámbar, en la memoria de un viejo que mira ya cara a cara el resplandor último, tan semejante a ese manzano olvidado en un solar, entre la valla del tren y el esqueleto de una construcción paralizada, cuajado ahora de frutos pequeños, sólo ligeramente sonrosados.


     Bajaba, justificándose a sí mismo su papel subalterno en la ejecución de su tarea. Bajaba por la calle en cuesta que le habían indicado en aquel bar. Bastaba mirar alrededor para descubrir las pruebas palpables de una doble estafa. La realidad no sólo había estafado a sus propias leyendas personales sino también a los habitantes de este presente atrapado en la decadencia material.

     El logotipo del oso de la sucursal bancaria, roto por una pedrada antigua, no impide a la oficina seguir ofertando sus servicios a una clientela inexistente. Las cruces gamadas compiten con los vítores futbolísticos en las persianas cerradas de los establecimientos. Faltan dedos para contar las papeleras volcadas o quemadas. Acaba de cruzarse con una mujer inundada en harapos, arrastrando un  carrillo de supermercado lleno de cartones. Las ventanas de un instituto dejan oír el griterío interior a través de sus cristales rotos. En una plaza de cemento, con fuente sin agua, unos hombres de mediana edad, en un banco, miran las musarañas. Luego lo miran a él, y su expresión cambia. Se hace dura, compleja, impenetrable. Sombría.

     Las garras de la ciudad cayeron sobre el pueblo como una plaga bíblica. El sol de media mañana asciende por oriente, oxidado por el humo del tráfico y otros humos, con una decrepitud de esfinge en la acuarela cenicienta del aire. Nada invita a alzar los ojos hacia ese sol herrumbroso, incapaz de quitar el frío de los huesos. De todas formas, ¿qué ojos en este lugar se volverían hoy a mirarlo? ¿Qué les importa ahora el sol a ellos?


     Se tragó esas miradas hostiles, como amarga vacuna preventiva ante la inminente realización de su trabajo, mientras localizaba el portal cuya dirección indicaba el sobre. Tuvo en el paladar, como nunca antes, la sensación del verdugo, ese sabor salino en quien se dispone a ejecutar la sentencia, funcionario de la desgracia. Trataba de confortarse diciéndose a sí mismo: Yo sólo soy el mensajero.

     Él sólo era el mensajero. Subía a esa casa tan parecida a tantas otras en su ritual laboral con el aplomo del actor amparado en su personaje. Él sólo era aquí transmisor de decisiones ajenas. En la mano traía la notificación timbrada de una orden judicial de desahucio. Contra la impertérrita máscara de su cometido, la mujer que abrió la puerta prorrumpió en un monólogo elegíaco. Dos críos, en composición clásica, le hacían eco con su llanto. Las vecinas, en  ritual de coro melodramático, alzaron en la escalera una letanía trágica.

     Desamparado a causa del paro y del contrato rescindido tras el último embarazo, el pueblo del Señor clamaba en el desierto. El coro vecinal gritaba un miserere de socorro. La protagonista alzaba al cielo los sarmientos suplicantes. Una corifea destacó del conjunto, solicitando con redundante estribillo la inmediata presencia de la tele y otros medios de comunicación.

     La tragedia adoptaba por momentos la policromía de una pasión barroca, viraba luego al manierismo de un bodegón naturalista, demasiado cotidiano para convertirse en singular o asumir las proporciones de lo noticiable. Todos los dedos acusadores apuntaban al joven uniformado. Pero él sólo era el portador del lúgubre mensaje.

     De acuerdo con los cánones clásicos, una vez entregado, escapa por un lateral entre bambalinas el mensajero. Queda a lo sumo la desazón de la molestia. Queda la consumación de la trágica, fuera de campo, no soliviante a las almas sensibles.


     Con la visión de aquellas ménades domésticas ardiéndole todavía en la retina, mientras el tren que ha de devolverle a Madrid aguarda detenido el paso de otro tren en sentido inverso, a través de la ventanilla vuelve los ojos hacia la tenacidad de ese manzano cargado de pequeños frutos. A su pie, una mujer con pañuelo en la cabeza y rasgos agitanados, probablemente rumana, está ahora cogiendo del árbol unas manzanas, que guarda en los grandes bolsillos de sus faldones. Mientras tanto, al lado, juega un chiquillo en un charco. Acaba de modelar con el barro algo parecido a un pájaro. Se incorpora. Mira esa figura quieta en su mano. Posada en la palma, la eleva con blanda gravedad hacia el cielo, como aupándola a volar.

     Pero el tren ya se aleja.

(Madrid, noviembre 1999)

miércoles, 3 de diciembre de 2014

BIZCOCHO GRIEGO DE NUECES Y NARANJA (karydópita: receta). MEMORIAS DEL OTOÑO


     Le está costando al otoño barrer definitivamente los últimos coletazos veraniegos. Las sinfonías cromáticas de la vegetación se dilatan y conviven con repentinas floraciones extemporáneas. Lluvias tormentosas no desembocan sino en apacibles atmósferas brillantes. Se demoran los puestos de castañas asadas que aún sobreviven, esa entrañable y humilde memoria sensorial de los fríos otoñales, en medio del vertiginoso tráfago urbano, Los madroños lucen su rojez terrosa a contraluz de un cielo completamente azul.

Madroños

     Este año, a pesar de las escandalosas tropelías de sus gobernantes, hemos podido disfrutar a satisfacción de uno de los espectáculos más admirables de este Madrid sumido en la cotidianidad. La cálida luz de los cielos otoñales en la capital del reino, cuando la contaminación atmosférica no la ensucia, volviéndola opaca y cenicienta, adquiere una presencia aterciopelada y transparente en todas las formas sobre las que se posa, una carnalidad casi tangible en el aire que respiramos. Según un amigo, son los cielos característicos de los mejores cuadros velazqueños. El otoño ha hecho arte de la realidad, arte sin precio, don de los sentidos y de la memoria, porque ninguna realidad sensible actúa sobre nosotros sin la memoria que nos hace sujetos de nuestras propias vivencias.

Jardines del Campo del Moro. Madrid.

     El otoño está asociado en mí a uno de mis recuerdos más antiguos.
     Como ya he explicado en otras ocasiones, nací y viví hasta los siete años en una vieja huerta de la hoy esquilmada vega granadina. No era una casa común. Tenía cabida para alojar de manera independiente a las cinco familias que componían la unidad familiar, mi abuela, mis tíos y nosotros, y todavía sobraba espacio para el granero, la cuadra, la pocilga, los gallineros, dos secaderos de tabaco, una alberca a cuya sombra crecían las fresas, una gran explanada central con dos palmeras, el emparrado y un par de limoneros, otros árboles, frutales y de ornamento, y un generoso huerto regado por su correspondiente acequia.
     Aunque las palabras, como la propia memoria, revistan la realidad de ese halo poético, la huerta daba muchísimo más trabajo que provecho y así, en plena explosión demográfica y urbanística, mi abuela acabó vendiéndola para su conversión en cuatro bloques de cemento.
     Seguramente fuera su pérdida cuando yo era un chavalín de siete años lo que me la haya idealizado como un auténtico paraíso perdido. En cualquier caso, engendró en mí el amor a la tierra y a todas las formas de lo vivo.

La huerta de las Almenillas.
Granada (1967)
     En un rincón de aquella huerta, se alzaba un viejo nogal de imponente copa. Cada otoño, la familia al completo nos reuníamos para la recolecta. Como no se lo mantenía para comerciar con su fruto sino para el propio consumo, aquella ocasión no significaba uno más de los duros trabajos del campo sino una fiesta familiar. Los hombres vareaban las ramas, mujeres y niños recogíamos las nueces caídas.
     Las conversaciones, los chascarrillos, las risas, las risas francas de los críos, las risas picaronas de las mujeres, las más recias y contenidas de mis tíos, las bromas, los juegos, mientras se iban llenando las banastas de esos pequeños cráneos frutales envueltos en una piel fuertemente aromática. El olor áspero y dulzón de las hojas del nogal incensaba la atmósfera. La crasa corteza que envuelve a las nueces dejaba en las manos un velo almizclado.
     Los hombres bebían vino, las mujeres iban sacando los manjares cocinados al amor de las brasas de la chimenea, los niños correteábamos por la plazoleta sobre una tierra reblandecida por las primeras lluvias. Se agotaban las últimas provisiones almacenadas, para dar paso a las nuevas: los melones colgados de las vigas, las orzas de manteca donde conservar la matanza, las hortalizas puestas a secar para los guisos del invierno. Al crepúsculo, los leños atizados de la chimenea iban calentando el chocolate que, al final de la jornada, repondría a aquellos hombres, a aquellas mujeres, a aquellos niños, congregados todos en torno al fuego familiar, bendiciendo con su sana alegría el generoso fruto del viejo nogal.
     Lógicamente, siendo yo entonces tan niño, muchos de estos datos entrarían en mi memoria a través de lo que otros me contaron luego. Sin embargo, en lo más profundo de mí, conservo cierta memoria sensorial que me asocia el olor de una hoja de nogal con el recuerdo agridulce de una felicidad antigua, muy antigua.

     Por ello, cuando muchísimos años después visité por primera vez mi otro amor, Grecia, la admiración que provocó en mí uno de sus parajes más hermosos, el monte Pelión, fue mucho más personal que la propia ante un escenario natural tan espléndido.
     No son sólo sus bosques de castaños y nogales, encaramados en abruptas montañas desde las que se otea el mar Egeo, lánguidamente tendido a los pies de esos macizos en el golfo de Volos, la antigua Yolco del mito de los argonautas. No son sólo sus casas blancas, resplandeciendo entre el oscuro verdor de la vegetación, conservando una autenticidad que desafía a su propia maquillaje para el visitante, que no violenta el escenario natural por el que van arracimándose. No es sólo el clima saludable y la serenidad de las alturas.
     Bajo aquellos mismos nogales, el centauro Quirón  preservó y transmitió el conocimiento heredado y un pensamiento autónomo a los héroes que partirían a por el vellocino de oro. Mostró el difícil camino hacia la auténtica humanidad a aquel Aquiles que acabó intercambiando con el rey troyano cadáveres y reconocimiento en el dolor, con su más odiado enemigo, con el padre de aquel Héctor que acabó en combate con la vida de su amado Patroclo; por encima del odio, encontraron eco en el héroe las antiguas palabras del centauro, escuchadas cuando niño bajo los centenarios nogales del monte Pelión.
     Todavía hoy rumorea en aquellos bosques el aliento sereno e inteligente del viejo Quirón.

     No recuerdo si fue en aquel paraje donde aprendí, si de viva voz o en alguna de esas típicas postales culinarias, la receta de este sabroso bizcocho de nueces, o si la recogí de algún antiguo libro de cocina griego, comprado en los bazares del tumultuoso Monastiraki. En cualquier caso, la jugosa textura de una karydópita consigue revivir en mí las memorias del otoño.

KARYDÓPITA (receta)

Ingredientes:
  • Harina de fuerza, 120 gr.
  • Azúcar, 125 gr. + 225 gr.
  • Mantequilla, 120 gr.
  • Levadura.
  • Huevos, 4.
  • Nueces, 250 gr.
  • Naranjas, 3.
  • Canela molida.
  • Clavo molido.
  • Ron / Brandy, 1 copa.

     El primer paso consiste en mezclar bien los ingredientes secos del bizcocho. En un recipiente, tamizamos la harina y, abriendo un pequeño hoyo en el centro, añadimos un sobre de levadura, la ralladura de una naranja, una cucharadita de café de canela molida y media cucharadita de clavo molido. Lo mezclamos bien, hasta que adquiera ese granulado color de corteza de árbol.


     En otro recipiente mayor, batimos bien la mantequilla derretida con 125 gramos de azúcar. Añadimos entonces las yemas de cuatro huevos, reservando aparte las claras, y volvemos a batir hasta obtener una consistencia cremosa y homogénea.


     Añadimos entonces la mezcla del anterior recipiente, la harina con la levadura, naranja, canela y clavo, y volvemos a mezclar enérgicamente con la varilla. Es el momento de incorporar las nueces, previamente humedecidas ligeramente y enharinadas, para que no se vayan todas al fondo. Montamos las cuatro claras de huevo sobrantes a punto de nieve y las vamos incorporando poco a poco a la mezcla, removiendo con cuidado de arriba abajo, para que no descienda el volumen de las claras.
     Untamos el molde del bizcocho con mantequilla y lo recubrimos con una fina capa de harina. Yo suelo hacerlo echando una cucharada en el centro del molde y balanceándolo en diferentes sentidos, para que la harina quede por sí misma pegada a las paredes y al fondo, y eliminando la sobrante.


     Vertemos la mezcla en el molde y lo introducimos en el horno, previamente calentado a 160 grados, durante unos 35 minutos. Para comprobar que está suficientemente cocido, basta con introducirle una aguja larga. Si ésta sale completamente limpia y seca, quiere decir que el bizcocho está hecho.


     Entre tanto, echamos en un cazo el zumo de 3 naranjas, añadiendo agua hasta completar 300 mililitros de líquido. Añadimos la corteza de una naranja, cortada en pequeños cuadraditos, y 225 gramos de azúcar en grano.


    Ponemos el cazo a fuego lento hasta que el azúcar se disuelva, entonces subimos el fuego, llevando el almíbar a ebullición y dejándolo hervir, sin dejar de remover de vez en cuando, hasta que comience a espesar, unos 20 minutos, momento en que añadimos una copa de ron o de brandy. Lo dejamos al fuego unos 5 minutos más para que evapore el alcohol y lo apartamos del fuego.

     Cuando el bizcocho haya enfriado un poco, con ayuda de una cuchara sopera, vamos recubriéndolo con los cuadraditos de cáscara de naranja empapados en almíbar. El resto del almíbar lo introduciremos en el interior de la karydópita con una jeringa gruesa, para que se empape bien.

     Y ya está. Listo.


     Buen provecho.

lunes, 17 de noviembre de 2014

¿HIPOCRESÍA? ¿BUROCRACIA? ¿EDUCACIÓN?


     Como cada año al inicio de curso, he tenido que confeccionar la programación anual de la asignatura de griego para mi centro de trabajo. En ella, junto a los datos técnicos sobre el temario, la temporalización, la metodología didáctica, los criterios de calificación, etc. etc.; encabeza el documento un apartado de importancia capital. Se trata de los OBJETIVOS. Ellos serán la hoja de ruta de ese apasionante diálogo en el aula entre el profesor y los alumnos, marcarán o deberían marcar el rumbo de la propia asignatura. Y, sin embargo, dicho rumbo a veces nos enfrenta a escollos difíciles de salvar con auténtica franqueza y honestidad.


     Entre dichos objetivos, publicados en el abstruso lenguaje de todo Boletín Oficial, algunos de ellos se desnudan formalmente de tecnicismos para proclamar un europeísmo idealizado. Cito textualmente:
     "La materia de Griego en el Bachillerato aporta las bases lingüísticas y culturales precisas para entender aspectos esenciales de la civilización occidental, como resultado de una larga tradición grecorromana".
     Su estudio debe tender a inculcar en los alumnos "el ejercicio de la ciudadanía democrática, desde una perspectiva global; y adquirir una conciencia cívica responsable, inspirada por los valores de la Constitución española, así como por los derechos humanos, que fomente la corresponsabilidad en la construcción de una sociedad justa y equitativa".
     A través del estudio de la lengua griega, mis alumnos han de imbuirse de aquel ideal humanístico que, allá por el siglo XIV, tomó el relevo a la antigüedad clásica y ha venido inspirando los valores más auténticos de la civilización occidental, de los que tan frecuentemente hacemos gala en Ateneos y Foros institucionales, y tan frecuentemente desmentidos por la realidad histórica. Valores como la igualdad, la equidad, la libertad, la democracia, el respeto a todo ser humano, la cooperación, la hospitalidad.

     Alentado por dichos objetivos, me presento en el aula, en ese complejo alambique de las naturales tensiones entre la adolescencia inquieta y la reflexión didáctica. Me dispongo a hablar del sagrado sentido de la hospitalidad en la Grecia antigua. La escena que le servirá de comentario pertenece a La Ilíada homérica.
     En el transcurso de una de tantas batallas durante los diez años que duró la guerra de Troya, se enfrentan en pleno campo Diomedes y Glauco, griego el uno y el otro troyano. En medio del fragor de las armas, de los gritos de la pelea, de la sangre derramada, en medio de la tremenda crueldad del dios de la guerra,siguiendo los códigos de honor nobiliarios, Diomedes, espada ya en alto, pregunta a Glauco por su linaje y éste le responde. De ese modo, ambos se descubren hermanados por un antiguo pacto de hospitalidad intercambiado por sus respectivos progenitores. En medio de aquel escenario de muerte y destrucción, renuevan aquellos votos fraternales e invocan a la propia naturaleza mortal de todos los seres vivos con una hermosísima metáfora que acabaría convirtiéndose en lugar común: "Como las generaciones de las hojas, así también las de los hombres".
     El abrazo que rubrica esa hermandad de destino que nos define y nos iguala se ha convertido en uno de los valores incontestables de nuestra civilización occidental. Es un desafío a la irracionalidad predatoria, un ideal de concordia, de humanidad, de hospitalidad.
     Reviviremos en clase ese sentimiento de que todos, como las hojas de los árboles, estamos abocados a la muerte pero también al reverdecer de la vida, cada primavera. Y es esa naturaleza común la que debería hacernos derribar fronteras, desigualdades, racismos, discriminaciones, xenofobias.
     Pero las noticias de los periódicos hablan un lenguaje muy diferente.

campo de golf ante la valla fronteriza en Melilla.
Foto: José Palazón / Prodein,
aparecida en El diario.es el 23-10-2014

     El pasado mes de octubre, el Consejo Europeo puso en marcha en la vieja Europa un operativo policial coordinado contra la población migrante, en clara vulneración del artículo 9 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. La justificación de estas redadas racistas es la realización de un estudio sobre migración ilegal, sus rutas y sus mafias, para combatirlas. El operativo, irónicamente nombrado con palabras tomadas del clásico latín, Mos Maiorum, alentará la xenofobia y el racismo que lentamente va abriéndose paso al socaire de la actual crisis económica y social.
     Nos enteramos de que estas operaciones racistas vienen sucediéndose desde hace unos años en la curtida Europa del euro, la misma que infla sus arcas de divisas gracias a los escenarios turísticos de su propio pasado.
     En sus museos, Glauco y Diomedes vuelven a preguntarse cada día sus respectivos nombres, con las consecuencias ya conocidas. Pero no podemos oírlos. Como protección contra el deterioro, están encerrados en una urna hermética.

     No hace mucho que España, tierra de iberos, de fenicios, de griegos, de romanos, de visigodos, de árabes, alzó en su frontera sur vallas defensivas contra el otro. El trato al vecino no ha sido desde entonces precisamente exquisito ni generoso, sobre todo con el necesitado. Como gesto de bienvenida, no nos hemos detenido a preguntarle su nombre, sólo su documentación. En medio de la paz, Diomedes deja de preguntar su nombre a Glauco y entabla una guerra. La aristocrática legalidad lo ampara.
     Sin embargo, y a pesar de la dudosa legalidad, violencia tan explícita contradice el espíritu de esa escena homérica, elevada al rango de cultura patrimonial. Y el Comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa nos da un tironcillo de orejas. Nada grave. Podemos seguir hospedando al vecino que irrumpe en nuestra casa en alguno de esos humanitarios Centros de Internamiento de Extranjeros, antes de costearle un traslado cómodo de nuevo a su lugar de origen. 

La valla de Melilla.
Foto: Robert Bonet,
aparecida en El diario.es el 16-10-2014

     De nuevo en el aula, ante personas que también han leído las noticias de los periódicos o han oído hablar de ellas en Facebook o en Twitter, personas que en su fogosa adolescencia son interrogantes vivos ante la compleja realidad del ser humano; ante mis alumnos, me vienen a la memoria los objetivos de mi presencia allí: "inculcar el ejercicio de la ciudadanía democrática, desde una perspectiva global; y adquirir una conciencia cívica responsable, inspirada por los valores de la Constitución española, así como por los derechos humanos, que fomente la corresponsabilidad en la construcción de una sociedad justa y equitativa." El subrayado lo pone mi propia mente.

     El mismo gobierno que me dicta esos valores como objetivo es el que, al mismo tiempo, dicta la orden de impedir la entrada al vecino por procedimientos expeditivos. Esa identidad de sujeto ¿convierte en mera burocracia administrativa la redacción de aquella programación por la que debe guiarse mi tarea docente? Sería desalentador.
     No puedo creer que se trate de un simple ejercicio de hipocresía, no debo creerlo.

     Curiosamente, la palabra "hipócrita" es palabra griega. Con ella se designaba a los actores en la antigua Atenas democrática. Significa "el que se esconde por debajo"; o sea, el que se esconde bajo la máscara, ya que los antiguos actores griegos interpretaban sus papeles siempre con la máscara propia de su personaje. Evidentemente, "hipócrita" no era entonces un término despectivo. ¿Cómo ha llegado a serlo?
     La máscara del actor, además de proporcionarle una pequeña bocina con la que proyectar su voz mucho más lejos, anulaba los rasgos individuales de su persona, borraba lo particular del individuo, para expresar lo general, para hacerse voz de esa comunidad democrática. La máscara actual se ha cerrado sobre sí misma. Ya no sirve de megáfono público, sino de pantalla para proteger lo particular en su feroz individualismo. Son las leyes del mercado.

     Entonces pienso que, en ese sentido antiguo de la palabra, sí que puedo ser un perfecto hipócrita, portavoz o megáfono, no adoctrinando, sino permitiendo que mis alumnos se asomen a través de mí a aquel mensaje de Homero y vuelvan con esa imagen en la retina a su realidad cotidiana.
     Glauco y Diomedes sellaron sus respectivos dones de hospitalidad reconociéndose hermanos en una naturaleza mortal compartida, y ello en medio de una sangrienta carnicería ante los muros de Troya. El aula no es una torre de marfil, no debe serlo. Es un microcosmos dentro de ese macrocosmos general en el que mis alumnos y yo hemos desayunado con las noticias de los periódicos antes de venir al instituto. Un microcosmos en el que, igual que Glauco y Diomedes, podemos renovar los votos por una sociedad más justa, más equitativa, más humanitaria.
     Y hacerlo con las primitivas palabras griegas.

Puerta de los Leones,
entrada al recinto fortificado de Micenas

lunes, 27 de octubre de 2014

SALUD PÚBLICA (microrrelato)

( Microrrelato seleccionado por la editorial Hipálage para su inclusión en el volumen Más cuentos para sonreír, correspondiente al II premio Algazara de microrrelatos, 2009 )



       - ¿La última voluntad del reo antes de su ejecución?

       - ¿Podría ser, señoría, un cigarrillo?

       - ¡Imposible! La ley lo prohíbe en espacios cerrados.

       - Una caladita sólo.

       - Compréndalo, hombre de dios. Es por su salud...



viernes, 26 de septiembre de 2014

Teatro y Democracia


     El teatro nació de la fiesta y fue expresión feliz de la democracia.

El cielo de la Acrópolis. Atenas.

     El dramaturgo norteamericano Arthur Miller dijo: El teatro no puede desaparecer porque es el único arte donde la humanidad se enfrenta a sí misma. Esa naturaleza especular del teatro está ya presente en sus orígenes mismos.

     Es opinión aceptada de antiguo que el teatro occidental surgió en Grecia a partir de festividades y celebraciones de raigambre popular, eminentemente agrarias, muchas de las cuales todavía hoy perviven no sólo en suelo griego, en manifestaciones como las murgas de Cádiz, las coplillas dialogadas, los trovos de los festivales alpujarreños.
     Festejos populares de remota tradición, en los que el individuo se reconocía miembro y partícipe de una colectividad, con enfrentamientos rituales entre lo viejo y lo joven, entre hombre y mujer, entre el invierno que muere y la primavera que nace, entre el jornalero y el capataz, competiciones líricas o musicales, confluyeron y cristalizaron en torno al siglo sexto antes de cristo en una manifestación artística que visualizaba ante los espectadores la epifanía de una divinidad de signo agrario, Diónisos, como expresión dialéctica de la propia colectividad, encarnada en el coro.

Representación del "Orestes"
 de Yannis Ritsos.
Universidad Complutense.

     No resulta baladí el momento histórico en que se produjo el nacimiento del teatro, así como determinada manifestación artística es siempre consustancial a la sociedad que la produce y consume.

     Es innegable el hecho de que nuestra civilización contemporánea es una civilización visual. Hemos nacido a la imagen, desterrando a la palabra a una posición subalterna. Eso no puede dejar de tener sus consecuencias. La inmediatez y el menor esfuerzo con que una imagen aporta una información más completa que cualquier enunciado verbal, junto con su apabullante impacto sensorial, amplía el caudal informativo y atrapa nuestra atención, sí. Pero el discurso visual, por su propia naturaleza dinámica, es más reacio a la reflexión, más proclive a la manipulación. Responde perfectamente a las necesidades de una sociedad de mercado.

     La épica homérica bebía en los anhelos y las contradicciones de una casta nobiliaria, heredera de soñadas glorias micénicas, que dominaba sin contestación los pequeños núcleos urbanos que se preparaban ya a entrar en la historia.
     Agamenón, líder indiscutible de la coalición que puso sitio a la ciudad de Troya, Agamenón, pastor de pueblos, respondía a las inquietudes de los jefes de tribu que iban viendo cómo sus súbditos comenzaban a reclamar en voz baja el papel de ciudadanos. Las tribulaciones de Ulises de regreso a Ítaca marcaban el camino a una casta que veía en peligro sus privilegios heredados ante la irrupción en el horizonte de nuevos valores comerciales.
     Y cuando las tensiones ciudadanas estallaron, dando lugar a un nuevo marco social que restaba poder e influencia a esta nobleza hereditaria, o al menos la ponía en cuestión, cuando no fue sometida al destierro, el refugio de dicha oligarquía en el individualismo y en los intereses particulares dio voz a la lírica arcaica griega, tan fragmentariamente conocida y tan hermosa.

     Ninguna de estas dos manifestaciones artísticas, ni la lírica tradicionalista o individualista, ni la épica nobiliaria, servían plenamente como marco identitario a las ciudades estado que iniciaban el largo y complejo camino a la democracia, creación paulatina mediante la cual el súbdito iba haciéndose cada vez más ciudadano, y no regalo envenenado de una casta dominante.

Museo de la Acrópolis.

     Una de tantas ironías con las que la antigua civilización griega atemperaba su exacerbado sentimiento trágico de la existencia: fue precisamente un tirano, Pisístrato, quien, buscando legitimidad en el populismo para arrinconar y mantener a raya la oposición de una nobleza hermana en el destierro, halagó al pueblo que sustentaba su poder introduciendo en Atenas el culto a una divinidad eminentemente agraria, propia del pueblo llano y casi ausente del Olimpo nobiliario, Diónisos.
     Las herramientas de cualquier tiranía populista para perpetuarse nunca han cambiado: represión de la disidencia y adocenar al común con unas migajas de bienestar narcotizante y con festejos gregarios que no cuestionen la legitimidad de quien los promueve.
     Sin embargo, ese gesto de magnificencia dadivosa, la introducción de un dios propio de las clases sociales en las que se sustentaba la tiranía, como mal menor, y la celebración de dicha divinidad mediante las representaciones dramatizadas que le eran propias, traería unas consecuencias imprevistas, que sobrevivirían y se desarrollarían plenamente a la caída del propio tirano.
     Pues, derrotada la tiranía después de cuarenta años, el pueblo ateniense emprendió una ruta irreversible hacia la participación ciudadana en las decisiones colectivas. No había ejemplo que imitar, no había modelo. La democracia tuvo que ir creándose a sí misma, no sólo en cuanto estructura política, sino como espacio de convivencia y participación.

     No es casual que el teatro se convirtiera en la expresión más depurada de esa nueva sociedad.
     Por su propia naturaleza dialéctica, el teatro sacaba a la luz las contradicciones y antagonismos en que dicha sociedad se asentaba. Era un diálogo inmediato de la colectividad consigo misma, un espacio de reflexión sobre el difícil vivir en común. La tragedia tensa la cuerda del arco del hombre en acción. La comedia desnuda al grupo de prejuicios y fanatismos. Llevando la carcajada a ras del suelo o derribando de su coturno al héroe en la encrucijada, tragedia y comedia se convertían en espejo vivo de esa multitud congregada ante un escenario donde el actor dejaba de ser él mismo para ser la máscara, el otro que podría ser yo pero no soy yo, y en el otro reconocernos como individuos inmersos en un mundo plural.

Representación del "Ayax"
de Yannis Ritsos.
Universidad Complutense.

     El teatro nos recuerda que no vivimos solos, aislados. Las tensiones entre el interés particular y el de la colectividad, entre las normas del corazón y las normas que regulan la convivencia, entre el bien común y el bien individual, entre los vencedores y los vencidos, entre el justo prescindible y el injusto sobresaliente, entre la honradez ante uno mismo y el precio del prestigio pueden abocar al desvarío y la ruina o resolverse en un acto de autoconocimiento. En el teatro, todos somos juez y parte, reo y verdugo. La distancia del espectador respecto a lo representado era la distancia de la asamblea ciudadana respecto a las decisiones a adoptar, un espacio de transparencia y reflexividad.

     La antigua civilización griega, a diferencia de otras civilizaciones que dogmatizan y tratan de imponer una moral restrictiva, perseguía el equilibrio en todas sus manifestaciones. Concebía la vida como un frágil acorde entre contrarios.

Columnas del templo de Apolo.
Delfos.
     El mayor santuario de la antigüedad, aquel que representaba los valores más altos a los que aspiraba el mundo griego, el oráculo de Delfos, embebió a toda la sociedad griega antigua en unos códigos de conducta, procedentes de antiguos clanes nobiliarios, pero depurados por el transcurrir de la historia. Extendió un ideal de vida encarnado en la figura del dios Apolo, dios de la razón, de la armonía, del equilibrio. En las puertas de acceso estaban esculpidas las dos máximas que inspiraron a Sócrates su programa ético: conócete a ti mismo y todo en su justo medio.
      Sin embargo, esa exaltación de la razón, tan brillantemente expresada en las airosas columnas del Partenón, no podía estar completa sin la presencia en Delfos de Diónisos, dios de la pasión, de la irracionalidad, de la exaltación, de la locura, de aquellas fuerzas oscuras que laten en el subconsciente humano, el dios del teatro. Diónisos nos dice a la cara que no somos únicamente razón e inteligencia. El otro polo de nuestra naturaleza tiende a la satisfacción de las pulsiones de vida y a la fascinación por la muerte, impulsos tan necesarios como el anhelo racional.
El Partenón
visto desde la colina del Areópago
     Y así como Diónisos completó el discurso de Apolo en Delfos, Apolo dotó a la expresión teatral dionisíaca de instrumentos artísticos para hacer del escenario auténtica mímesis del cosmos humano. En la Atenas democrática, cada primavera, durante tres días, los festivales anuales de las Grandes Dionisias ponían en escena los dramas del ser humano como animal político y como particular, ante la atenta mirada de la asamblea de los ciudadanos. Los habitantes de la ciudad, sin distinción de clases ni de géneros, aplaudían o silbaban, aprobaban o denigraban, participaban activamente en la dialéctica propuesta a través de aquellos espectáculos que eran espejo de su propio vivir difícil y contradictorio.

     El desarrollo económico de la Atenas democrática la convirtió en un imperio que, si bien seguía profundizando en la democracia interna, tenía comportamientos cada vez más tiránicos con sus aliados estratégicos, al tiempo que entraba en conflictos de intereses con la otra gran potencia económica y militar entonces, Esparta y sus aliados. Las tensiones entre ambos bloques de poder llevaron a una cruenta guerra entre las diferentes ciudades estado que conformaban las dos ligas en conflicto, la Guerra del Peloponeso, una guerra que duraría treinta años y cuyo final dejó un panorama desolador en la mayor parte de la Grecia antigua.

Yelmos. Museo de Olimpia

     Atenas salió derrotada y humillada mediante la imposición de un régimen dictatorial de treinta tiranos, un sangriento régimen de terror y corrupción que en menos de un año fue derrocado y reinstaurada la democracia. Pero ¿qué democracia?
      Estragados por tres decenios de guerra y por los excesos demagógicos en los momentos más críticos de la contienda, el pueblo ateniense abrazó la paz como un narcótico, la democracia como una rutina. Ésta se hizo cada vez más formal, más cuestionada, más conformista, a medida que los ciudadanos dedicaban su atención más a los asuntos particulares que a la administración común.
     La tragedia, ante ese público que empezaba a desentenderse de lo colectivo, se fue haciendo cada vez más evasiva, más formalista, hasta extinguirse en el virtuosismo técnico. La comedia, que anteriormente había desnudado al ágora de retóricas haciendo sarcasmo carnavalesco de la vida pública, fue poco a poco prescindiendo del coro, metamorfoseándose en amable y autocomplaciente mirada sobre el ámbito de lo particular, para terminar desembocando en diferentes manifestaciones de feria y entretenimiento que apenas han dejado huella en la historia cultural de occidente.
     La voz de Diónisos se fue apagando junto con la voz de la colectividad en la asamblea ciudadana.

     Como otros géneros artísticos de la antigüedad, el teatro ha sobrevivido hasta nuestros días, transformándose y adaptándose para ser expresión formal de la sociedad que lo produce, de sus intereses y prioridades.

Teatro de Epidauro

     En una época en que el teatro sobrevive entre la sobreprotección institucional a determinadas tendencias afines y el desamparo general de la creatividad artística, en medio del adocenamiento cultural de una sociedad, primero estragada de consumismo, desamparada luego y sumida en la miseria por los gurús de las finanzas y el expolio, ¿qué realidad es la que nos muestran las carteleras teatrales contemporáneas a unos espectadores en desbandada?

jueves, 4 de septiembre de 2014

Crónica de una novela: "La lectura"


     Comparto en este espacio el texto con que he ido presentando mi novela "La lectura" en las distintas ciudades que, hasta el momento, me han brindado voz: Barcelona, Madrid, Granada y Valencia. Vaya por delante mi más sincera gratitud.
     Como indica el título de la entrada, se trata de una crónica del largo y complejo proceso de creación de dicha obra. Espero no aburrir demasiado.



     "La lectura" pertenece a un ciclo de cuatro novelas agrupadas bajo el título genérico de "Capital del reino". Es la primera del ciclo y la única aún en ser publicada. Las cuatro son novelas independientes, de temática diversa, de distintas dimensiones y con su propio tratamiento estilístico cada una. Sin embargo, todas ellas tienen algo en común: la característica de transcurrir en la ciudad de Madrid, el intento de dar una visión global y diacrónica de una ciudad que no es la mía pero en la que, por azares y circunstancias, llevo viviendo más de veinte años.
     Desde una óptica personal y foránea, Madrid es tierra de aluvión, es fuerza centrífuga que succiona toda energía periférica sin dotar a esa potencia aglutinante de un común denominador, de una identidad en la diferencia. Madrid abigarrado, Madrid contradictorio, a Madrid lo conforman sus gentes, gentes venidas de todos los rincones, cada una aportando sus propias peculiaridades localistas y personales.

Amanecer en Madrid (1988) 
     Recuerdo que, en mi juventud, cuando alguien cogía el tren Expreso de Granada a la capital, aquel robusto tren antiguo con compartimentos cerrados y pasillo con ventanas abatibles por las que -según rezaba el cartel- era peligroso asomarse al exterior, tren que tardaba toda una noche en un trayecto de poco más de cuatrocientos kilómetros; se le decía: ¿Adónde vas?, ¿a los Madriles?, así, en plural; o ¿Qué tal por los Madriles? En plural, porque Madrid es eso, la confluencia de muchas identidades, pero ella misma carece de identidad propia, esa identidad en que otras ciudades se reconocen a sí mismas y son fácilmente reconocibles incluso por quienes nunca han estado en ellas.
     Madrid, capital del reino, carece de esos símbolos identitarios, de esas peculiaridades reconocibles, de esas festividades que cohesionan a sus miembros en un todo orgánico, de esas tradiciones comunitarias que marcan con un sello inconfundible tanto a sus habitantes como los escenarios donde transcurren sus vidas. Madrid es crisol de encuentros y desencuentros, una Babel de gentes diversas que han arribado en busca de una ilusión, de una esperanza, de un espacio o de una vida; una ciudad que, por sus dimensiones e intereses, más parece una forzada mancomunidad de barrios que una unidad dialéctica de convivencia; que impone su ritmo vertiginoso y abigarrado a su dinámica diaria. No existe Madrid sin las gentes que la habitan y le confieren su carácter caótico, exasperante a veces, siempre populoso y variopinto.

Desde mi ventana (1988)

   La acción de "La lectura", primera novela del ciclo, se sitúa en algún momento indeterminado del Madrid de mediados de los noventa.
     La anécdota, pues anécdota es más que trama, puede resumirse en un párrafo, el mismo que aparece en la contraportada del libro: A raíz del descubrimiento de un hipotético guión de cine inédito de Federico García Lorca, Estrellita de Quevedo, una anciana aristócrata mecenas del arte, convoca en su mansión de la sierra madrileña a un elenco de actores, directores, bailarines, incluso un profesor universitario, para su lectura y posible puesta en escena. Fin.
     Transcurre en medio hora escasa y en un único emplazamiento, el vestíbulo de dicha mansión. La espera es el todo.
     Y con tan poca miga argumental ¿de qué va entonces esta novela?

Cartel presentación en Barcelona
     "La lectura", como pórtico de ese fresco literario sobre la capital del reino, son sus personajes, su mundo interior, las interrelaciones de ese grupo de individuos en un espacio cerrado, un lugar de tránsito, como lo es la vida.
     Pero, al mismo tiempo, es una reflexión sobre los límites de la comunicación entre individuos, sobre los límites del conocimiento de uno mismo y de los otros, sobre los límites también de la propia escritura como proceso de conocimiento y espacio de diálogo.
     Y esto, que dicho así suena extremadamente teórico, lo vivimos durante casi trescientas páginas de una manera carnal, en la que las palabras buscan mimetizar los objetos, asumir el timbre de las distintas voces, ser la savia de esos personajes aislados en su propia mismidad, acariciar su rico mundo interior.


      La génesis de la novela ha sido larga y compleja.
     El primer boceto de la obra data de 1983, hace ahora más de treinta años. Completamente absorbido entonces en la preparación de oposiciones a cátedra de instituto y para aliviar un poco la tensión del estudio, me concedí la libertad de escribir rápidamente un volumen de nueve relatos cortos, con la idea de presentarlos a un concurso organizado por la universidad de Granada. Afortunadamente, no gané, y menos mal. Visto a la distancia, se hizo justicia. Sin embargo, algunos de aquellos cuentos han sido el germen de obras futuras.
     "La lectura" nació entonces como un relato breve, apenas veinte folios, un somero ejercicio sobre la incomunicación, tremendamente esquemático, sin ubicación espacial ni temporal. Ni siquiera sabíamos qué esperaban aquellas personas reunidas no se sabía dónde ni para qué.

     Lo que sí superé con creces fue la oposición. Y así, tras unos años como profesor de griego en un instituto de Almería, obtuve el traslado a Madrid, donde pude compaginar mi tarea de docente con otra de mis pasiones: estudiar cine y teatro.
     Llegué a conocer un poco de primera mano ese mundillo de la farándula, un microcosmos que, como cualquier otro gremio o grupo humano, reproduce a escala reducida el macrocosmos general.
     Durante las clases de interpretación, la práctica reiterada de ejercicios de improvisación teatral me hizo ver la realidad desde una óptica muy pesimista.

Presentación en Madrid,
con Lola López y Pilar González
     Para quien desconozca "el método Stanislawski", dichos ejercicios de improvisación han de enfrentar a un protagonista y a un antagonista. Cada uno debe tener su propio deseo, urgente y necesario. Para satisfacerlos, cada cual necesita obligatoriamente al otro. Los deseos de ambos tienen que entrar en contradicción, por lo que la improvisación resulta la puesta en práctica de todas las estrategias posibles e imaginables para la consecución de esos dos deseos recíprocos y antagónicos. Para conseguirlo, todo vale. Y es en esa tensión de deseos enfrentados donde radica el conflicto dramático, fiel exponente de las motivaciones que en la vida cotidiana nos hacen actuar. Con este planteamiento, toda acción, incluso la más desinteresada, la más altruista, la más sublime, termina reduciéndose a estrategia para satisfacer un deseo personal.
     Aplicado a la realidad, dicho esquema conduce a un desenlace desolador. Si todo se reduce a estrategia particular, ¿lo colectivo no es más que un espejismo ilusorio?, ¿campo de batalla maquillado de grandilocuentes gorgorismos?, ¿laberíntico desencuentro entre egoísmos particulares? El amor, la amistad, el compromiso, ¿todo ello se reduce a simple estrategia oportunista?
     El panorama era tan claustrofóbico como el escenario de aquel viejo cuento, que decidí retomar y a cuyos personajes doté entonces de una identidad. Aproveché la experiencia acumulada y los convertí en un grupo de actores citados no se sabía dónde para la lectura de no se sabía qué obra de teatro.
   Conforme reescribía, esa visión del mundo tan descarnada se iba transmitiendo al relato. Pero algo dentro de mí se negaba a asumir un existencialismo tan determinista. Tenía que superarlo, sin traicionar la propia lógica del texto, quería encontrar algún modo de superarlo. Y la propia trama me llevó a un desenlace imprevisible.
  Lo único que puede sacarnos del círculo vicioso de nuestra propia individualidad es la solidaridad, no esa solidaridad escrita con letras mayúsculas en proclamas y alegatos, frecuentemente al servicio de intereses particulares, sino la solidaridad más generosa y más desinteresada, la que no tiene nada que ganar con su cumplimiento, la solidaridad menuda y a pie de calle, la solidaridad silenciosa del día a día, la espontánea solidaridad de una palabra amiga, la solidaridad anónima, la solidaridad como utopía, la solidaridad de un gesto casi clandestino y sin contrapartidas de ningún tipo.
     Desde ese momento, el relato no fue la simple descripción de una situación. El relato llevaba una dirección y un objetivo.
     Ganó en complejidad, sí. Pero su realización seguía siendo algo acartonada. Había algo que no acababa de cuajar en aquel texto. Era aquélla una época en que todavía se utilizaba la máquina de escribir y el papel carbón para las copias. Hacer el más mínimo cambio en un escrito suponía tener que volver a reescribirlo todo entero. Por lo que te pensabas muy bien incluso el cambiar una coma.

Presentación en Granada,
con Ana Gámez

     Y un día me informaticé, un poco a regañadientes y un poco con curiosidad. La posibilidad de revisar continuamente un escrito, corregirlo, tachar esto, añadir aquello, volver sobre mis pasos, cortar y pegar, y tenerlo en todo momento presentable y legible, me permitió una libertad de escritura antes desconocida. Comencé a pasar todo lo que llevaba escrito en papel al ordenador. En cada caso, era un proceso completo de reescritura.
     Y le llegó el turno a aquel viejo grupo de actores reunidos en algún lugar cerrado para la lectura de una obra teatral. Con más experiencia de la vida, los personajes fueron adquiriendo carnalidad, complejidad emocional, incluso un nombre.
     A medida que avanzaba, me iba dando cuenta de que el resultado no era un monólogo interior anónimo, como fuera mi intención inicial, sino muchos monólogos interiores simultáneos, tantos como personajes y más, interactuando en todo momento entre sí.
     Reflexionar sobre ello me llevaba una y otra vez a una reflexión sobre el propio proceso de escritura, cuánto hay en él de personal y cuánto de condicionado, sobre la relación entre el que escribe y el que lee. Y esas reflexiones se me fueron colando como de soslayo en el propio cuerpo del relato, como si fueran un personaje más, un personaje que soy yo mismo pero tampoco soy yo, sino todos los personajes que hay en mí en el momento de la escritura, todos los personajes que a través de todas mis lecturas me han conformado como sujeto mental, un nuevo personaje que comenta, interpela, debate, se involucra, sirve de vaso comunicante entre la realidad literaria y la otra realidad.

Feria del libro de Granada,
firma de ejemplares
     De dichas reflexiones surgió el título definitivo: "La lectura", en doble referencia al motivo de esa reunión que da argumento a un relato que entretanto había dejado de ser relato para convertirse en una novela corta; y, por otro lado, en referencia a ese diálogo entre el proceso de escritura y el hipotético lector que articula el texto sin condicionarlo, sino abriéndolo a perspectivas múltiples.
     Con ese nuevo contenido, paseé la novela por algún que otro concurso. En alguno, incluso quedó entre las finalistas.
     Y fue pasando el tiempo y yo, embarcándome en nuevos retos.


     No hace muchos años, concebí la idea de agrupar varias novelas en un ciclo, "Capital del reino", desde la perspectiva ya explicitada anteriormente. Para ello, reuní un par de obras ya escritas junto a otros dos proyectos aún en fase preparatoria. El primer texto seleccionado, el que serviría de preámbulo a ese fresco madrileño, fue precisamente "La lectura", que hasta ese momento se desarrollaba en un limbo espacial.
     
Presentación en Valencia,
con Lola Andrés y Román de la Calle
     Desde ese momento, la novela tuvo una localización, Madrid. Se convirtió en microscopio donde analizar una célula representativa de ese cuerpo general que es la capital del reino. Los personajes entonces ahondaron en la propia historia personal, que hunde sus raíces en puntos tan distantes como Cataluña, Galicia, Extremadura o Argentina, sin llegar a crear un espacio cosmopolita en ese lujoso vestíbulo de una mansión señorial en la sierra madrileña.
     Una vez escrito el ciclo completo, volví a revisar las cuatro obras en su conjunto. Con la distancia que impone el texto definitivamente concluso, o así me lo parecía entonces, descubrí que en ese torrente verbal que es "La lectura" se habían colado numerosos preciosismos lingüísticos que no aportaban gran cosa, más bien entorpecían el fluir narrativo. Me puse al trabajo tan ingrato y tan necesario de poda. Si escribir es difícil, tachar no lo es menos.
   
     Y taché, vaya si taché. Tuve que sujetar con firmeza la brida poética. Pero, conforme iba eliminando palabras, frases y párrafos o redundantes o allí presentes sólo por su sonoridad, esos vacíos iban siendo ocupados por las voces concretas de cada uno de los personajes.
   Durante mucho tiempo, habían convivido conmigo, me habían acompañado en el complejo proceso de la vida, se habían nutrido de mis experiencias, de mis decepciones y de mis entusiasmos. Habían dejado de ser una imagen mental o literaria. Quise saber más sobre ellos, sobre su realidad material y espiritual. Empecé a interpelarlos directamente, confrontándolos con un mundo que, entre tanto, había entrado en una de sus crisis más terribles, poniendo en entredicho sus mitos de progreso y democracia.
     En dichas circunstancias, el mensaje de solidaridad al que llegaban casi inesperadamente los personajes los iba desvistiendo del disfraz literario. Lo concreto se iba imponiendo sobre la generalización. El detalle iba ganando terreno al concepto. Porque estamos amasados en el día a día, no somos frases ni aforismos, sino materia orgánica que piensa, siente y padece. Esa concreción en la individualidad de cada personaje se extendió al propio espacio físico, a los objetos, a la materialidad del relato, que de ese modo había dejado totalmente de ser un ejercicio de escritura para convertirse en una vivencia interior.

Granada, plaza de la Trinidad
(1989)
   Un elemento que acabaría siendo fundamental en la novela hizo su aparición precisamente entonces, tan tardíamente. Hasta ese momento, no me había planteado siquiera qué obra de teatro era esa para cuya lectura estaban convocados los personajes. Brotó de mí mismo, de mis entrañas granadinas. Ideé un guión cinematográfico de Federico García Lorca, recién descubierto por una universidad extranjera. Lorca, mucho antes que yo, se había llevado Granada a Madrid, como un personaje más de "La lectura", la llevó consigo como una forma de mirar el mundo, no con las cadenas narcisistas de un paraíso perdido. Su hipotético guión póstumo, para el que surgió incluso un hipotético título que crea otro juego de espejos con el propio relato, "Carnaval sin máscaras", se convirtió así en el punto focal que da cohesión a lo que es heterogéneo por naturaleza.


     El resultado de ese largo proceso es este libro que un editor de Barcelona se ha atrevido a publicar con tanto primor y tanta osadía.

Presentación en Barcelona,
con Alberto Trinidad


     Esto no es todo, pero ya está bien por hoy. Gracias por vuestra paciencia y espero que disfrutéis conociendo a esos personajes tanto como he disfrutado yo descubriéndolos en mí mismo y en el trato con las cosas y con las personas.


Vídeo de la presentación realizada en Madrid el pasado 6 de abril de 2014. Primera parte: intervienen Pilar González y Lola López

Vídeo de la presentación realizada en Madrid el pasado 6 de abril de 2014. Segunda parte: interviene Jesús Taboada