"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

sábado, 11 de marzo de 2023

CREMA DE GUISANTES CON CEBOLLA, NO SÓLO UNA RECETA

 



Hace unos días, para regocijo de algunos, contra el parecer de otros, motivo de charla banal para muchos y ante la indiferencia de la mayoría, la RAE daba su brazo a torcer y, después de más de doce años de prohibición, admitía la posibilidad de devolver el acento diacrítico no sólo a la palabra "sólo", cuando funciona como adverbio, sino también a pronombres como "éste", "ése" o "aquél", diferenciándolos así de los correspondientes determinantes.

Como todo acento diacrítico, la tilde sobre el adverbio "sólo" contraviene las normas generales de acentuación del castellano, pero por una causa noble: para evitar la confusión y hacer más accesible la lectura. Se trata del mismo fenómeno por el que marcamos con tilde monosílabos como "tú", por ejemplo, cuando es pronombre, para distinguirlo del posesivo "tu" (verbigracia, "tú amas" frente a "tu amor").

La polémica entre detractores y defensores de la acentuación de "sólo" no ha cesado en este último lustro. Yo personalmente lo tenía claro. En lo que a mí respecta, nunca he valorado la gramática normativa frente a la descriptiva, la norma frente al uso, siempre que no ponga en peligro el sistema, lingüísticamente hablando. Como asegura Shakespeare en Medida por medida, toda norma arbitraria reclama su incumplimiento. Así que me confieso públicamente pecador durante todos estos años contra los dictámenes de la RAE, acentuando el adverbio "sólo" siempre que he hecho uso de él. El hecho de que ahora tan ilustre institución rebaje el pecado a venial no va a aliviar mis pesadillas, aunque me congratulo de ello.

Una anécdota. Cuando preparábamos la publicación de mi última novela, Wonderworld, el corrector de la editorial llamó mi atención sobre la acentuación a lo largo de toda ella del adverbio "sólo"; me preguntaba si se trataba de un despiste, un error o consciente autoría. Le respondí que acentuaba a propósito dicha palabra como señal de respeto, para facilitarles la lectura, no entorpecerla con ambigüedades innecesarias, que sólo son zancadillas en la fluidez lectora.


Pero no sólo de literatura vive el hombre, pasemos a otro alimento necesario, el del cuerpo. Terminaba yo de leer no hace mucho el segundo volumen de los magníficos Diarios de Rafael Chirbes. Como es sabido, escribió durante muchos años sobre gastronomía en la revista Sobremesa. En una entrada concreta del Diario, deploraba la pérdida de esa identidad propia de la cocina francesa, la primordial consideración a la calidad del producto, por básico y sencillo que éste fuera, así como el cuidado en su elaboración, de acuerdo con una larga y depurada tradición culinaria, hasta en el último rincón del país. Denunciaba la paulatina pérdida de ese respeto secular al buen comer, sacrificado tanto en aras a la nefasta influencia globalizante de la comida rápida y ultraprocesada como. por otros derroteros, tan snobs como mercantilistas, en pos de excentricidades y malabarismos culinarios que alimentan más el ego del cocinero que el estómago del comensal.


Es por todo ello que hoy traigo una receta que, en su sencillez, es no sólo una receta, sino un gesto de buena voluntad y respeto tanto a las formas tradicionales de la cocina francesa como al paladar amigo que en buena armonía se siente a compartirla.


CREMA DE GUISANTES CON CEBOLLA

Ingredientes (para unas seis u ocho raciones):

  • Guisantes (sin la vaina), 500 gr.
  • Cebollas, 2.
  • Pimienta.
  • Jengibre.
  • Pan, una rebanada por comensal (opcional).
  • Queso, tipo Parmesano (opcional).



Para el caldo:

  • Huesos de caña de ternera, 2 o 3.
  • Hueso de jamón.
  • Puerro, 1.
  • Apio, 2 ramas.
  • Cebolla, 1.
  • Zanahorias, 2.



Un buen caldo es base sustancial de ésta y de la mayoría de las cremas de verduras que se precien. Yo siempre opto por hacer un caldo casero, tan fácil como gratificante, que sólo requiere tiempo y paciencia. Generalmente suelo hacerlo la víspera. Tras descortezar todo lo posible el hueso del jamón, para que no rancie el caldo, y lavar todos los huesos unos diez minutos en agua caliente, tiro esa agua y los introduzco, junto con las verduras, en unos cuatro o cinco litros de agua. Pongo la olla a fuego fuerte. Cuando arranca a hervir, lo bajo a fuego suave durante unas tres o cuatro horas, quitándole de vez en cuando la espuma que va rezumando.

También puede usarse cualquiera de los sucedáneos de caldo que se nos ofertan en supermercados y comercios afines. El resultado no será tan delicado y auténtico, pero es una opción cómoda.


Si hemos preparado en casa el caldo la víspera, una vez frío, nos será fácil desgrasarlo completamente, ya que la grasa habrá quedado en la superficie, formando una capa compacta. Basta con recoger con la espumadera esa grasa condensada en la superficie. A continuación, colamos el caldo, dejándolo completamente limpio de restos de verdura y huesos.

Para la elaboración de la crema, yo suelo escoger guisantes secos, asequibles en cualquier temporada del año y más fáciles de cocinar. También pueden usarse guisantes frescos, en cuyo caso tendremos que restar la vaina al peso final del producto, o incluso congelados.



Por otro lado, pelamos y picamos las dos cebollas en cuadraditos pequeños, como de medio centímetro aproximadamente.



Ponemos a cocer los guisantes con unos dos litros y medio de caldo aproximadamente, a fuego medio, hasta que estén tiernos, una media hora aproximadamente.



Al mismo tiempo, vamos pochando la cebolla en otra olla, tapada, a fuego mínimo, para que la cebolla sude sin que se evapore el jugo. Tradicionalmente, suele pocharse con un trozo de mantequilla. En honor a los tiempos, en los que hemos hecho religión de la salud, sustituyo la mantequilla por un chorreón de aceite; eso sí, siempre de oliva. No nos olvidemos de remover de vez en cuando la cebolla, para que el pochado sea homogéneo y no haya trozos requemados. En cuanto la cebolla adquiera un color transparente, la apartamos del fuego.



Cuando los guisantes estén tiernos, es momento de triturarlos. Si hemos optado por los guisantes secos, bastará con pasarles bien la batidora, hasta que nos quede una crema homogénea, sin ningún trocito o grumo. En caso de que sean frescos o congelados, antes de batirlos, tendremos que triturarlos con el pasapuré, para que no queden restos de pellejo, que luego al comer resultan de lo más desagradable, pudiendo estropearnos el plato. En uno y otro caso, al batirles, les añadimos media cucharadita de pimienta y una cucharadita de jengibre fresco rallado. Rectificamos de sal.

Si nos ha quedado demasiado espesa, podemos ir añadiéndole caldo a voluntad. Lo ideal es que resulte menos densa que una crema, pero algo más que una sopa.

Ya sólo resta mezclar la crema con la cebolla pochada y darle un último hervor a fuego muy suave, unos cinco o diez minutos, para que se fundan los sabores, removiendo a menudo, no vaya a ser que se nos pegue.




A la hora de servirla, como cualquier crema, admite una gran variedad de tropezones (pasas, piñones, frutos secos, etc,). A mí, como más me gusta es poniendo previamente en el plato una rebanada de pan, a ser posible asentado, del día anterior, nunca duro, al que recorto la corteza (pudiendo sustituirse por una rebanada de pan de molde, aunque entonces estaremos añadiéndole azúcares innecesarios), y espolvoreándolo con un poco de queso rallado, tipo parmesano.



Sobre ello se vierte la crema caliente y... ¡a comer!



Buen provecho.