"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

jueves, 21 de octubre de 2021

UN ADIÓS SIN DESPEDIDA

 





UN ADIÓS SIN DESPEDIDA


Once de la mañana. Salgo a la terraza.

El sol confiere al cromatismo otoñal de árboles y trepadoras la intensidad de un fuego interior, esplendor de crepúsculo.

Desde una mediana lejanía, amortiguado por la distancia, como en sordina, el griterío familiar de los críos en el patio de un colegio. Es la hora del recreo.

No hace mucho que comenzó un nuevo curso.

Los ciclos de la vida, renovándose en incesante sucesión que enfrenta y reconcilia con la individual transitoriedad de todo lo existente.

Ha comenzado un nuevo curso en colegios e institutos.

Un nuevo curso en el que la mayoría de nuestros dirigentes políticos echan al estercolero del olvido los beneficios que supuso la adopción de medidas de refuerzo para paliar las dificultades sobrevenidas por una espantosa pandemia mundial.

Mientras la sombra amenazante del morbo fatal merodea todavía sobre nuestras vidas y nuestras conciencias, la política educativa en la mayoría de las comunidades retoma sin pudor ni sensibilidad social alguna la "antigua normalidad", desoyendo la agonía endémica de unos servicios públicos aquejados por años de sucesivos recortes, ahondando las deficiencias estructurales a que lo vienen condenando décadas de privilegiar a su costa a la empresa privada, degradando su naturaleza de servicio público, equitativo y universal, e incluso llevando al límite sus propias condiciones de existencia: vuelta a las aulas masificadas, carencia de recursos, políticas discriminatorias...

La lista de despropósitos es larga, demasiado larga, y lamentablemente no deja de aumentar.


De nuevo se han abierto las cancelas de los institutos al tropel de adolescentes y profesores que, en compleja y feliz conjunción, afrontarán el difícil y apasionante diálogo encaminado hacia una completa realización intelectual, personal y social.

De nuevo en las aulas se encontrarán alumnos y profesores en ese fecundo proceso dialéctico y formativo, en el tránsito de la adolescencia a la edad adulta.

Nuevos retos en la continua adaptación a las formas cambiantes de la sociedad.


Pero yo no estaré ahí para vivirlo en primera persona.

Desde hace un año, pasé el testigo, dejé mi condición de profesor y asumí la de jubilado.

Nada discurrió según los cauces habituales.  Lo imprevisible se cebó con el guion, transformando lo que normalmente habría sido un punto final, o al menos un punto y aparte, en unos desconcertantes puntos suspensivos.

La distopía pandémica, entre otras consecuencias muchísimo más drásticas, pero no menos sensibles, me negó una despedida en el adiós a 37 años de docencia, con sus luces y sus sombras, que son mis propias luces y sombras, porque han constituido el marco referencial de mi propia vida y de mi relación con el mundo.


El 14 de marzo de 2020, ante la excepcional emergencia sanitaria provocada por la pandemia, de trágicas consecuencias para amplios sectores de la población, el gobierno decretaba el estado de alarma y un primer confinamiento domiciliario que duraría más de tres meses.

Eran mis tres últimos meses de docencia y, de repente, ya no en el aula, ya no cara a cara con mis alumnos ni en contacto diario con los compañeros. A las incertidumbres existenciales sobre salud y condiciones de vida, se sumaba el desconcierto, la perplejidad, el abandono y la dejación administrativa ante los retos de continuar nuestra labor educativa en una situación completamente desconocida, nunca prevista, sin recursos apropiados ni suficientes, sin puntos de referencia, improvisando al límite.

No fue fácil, extremadamente duro.



Mucho se habló de aquellos excelentes profesionales que soportaron sobre sus espaldas la ingente carga de bregar con las múltiples cabezas de la hidra, de hacer frente a los escupitajos de la muerte, un personal sanitario entregado hasta la extenuación, expuesto y vulnerable, aplaudido primero como héroes y ángeles de la guarda y luego utilizado como carne de cañón por políticos y otros agentes de los distintos poderes democráticos que, desde el minuto cero de esta tragedia universal,  aprovecharon el momento de fragilidad y desconcierto social para obtener rédito político a costa del sufrimiento y la muerte.

Mucho se ha hablado, y lamentablemente no siempre para bien, de estos inmensos profesionales públicos a los que debemos no sólo respeto, sino también reconocimiento y gratitud incondicional, y en demasiadas ocasiones sólo han sido compensados con el desprecio y la mezquindad tanto por parte de las administraciones sanitarias como por algunos medios informativos y ciertos sectores de la sociedad "de cuyo nombre no quiero acordarme".


Mucho se habló de ellos.

Mucho se habló de una población que sufría la claustrofobia del confinamiento domiciliario y la asfixia de una economía paralizada. En esas largas semanas de aislamiento, muchos tuvieron tiempo para condolerse, para reflexionar, para enfocar sus prioridades desde nuevas perspectivas, para realizar actividades siempre postergadas ante el estrés de nuestra vida laboral, muchos tuvieron tiempo para leer, para escribir, para pintar, para coser, para hacer panes, bizcochos, palmeritas, para practicar yoga, meditación, bachata...


¿Qué hacían, entre tanto, los profesores? ¿Qué hacía yo?

Ese 14 de marzo me senté delante del ordenador y prácticamente no me levanté de allí durante los siguientes tres meses, en un frenético intento de dar continuidad a una labor docente en unas condiciones totalmente imprevistas, con unas herramientas precarias, sometido a los vaivenes de una administración que, en su errática respuesta institucional, suponía más trabas que colaborador necesario; un angustioso sobreesfuerzo por mantener como fuera la cercanía y la receptividad necesarias entre alumno y profesor, cuánto más en unas condiciones en que alumnos y profesores debíamos sobreponernos a los miedos y fantasmas personales provocados por la presencia invisible y amenazante, cuando no dramática, del virus. Había que solventar dificultad tras dificultad, reto tras reto, sin ayuda de ningún tipo, con herramientas que, debido a su uso masivo, se colapsaban día sí, día también, paliando con imaginación la carencia de recursos, anticipándonos a la desmotivación y el desaliento para tender, junto con los contenidos académicos, una voz de aliento y solidaridad. ¿Cómo explicar la sintaxis de una frase griega sin tiza y sin pizarra, a través de una pantalla de ordenador? ¿Cómo atender individualmente las dificultades personales de cada alumno, a la distancia, sin la fluidez comprensiva que la información emocional confiere a la palabra, sin el apoyo colaborativo del trabajo en grupo? No había mañanas, tardes ni apenas noches. No hubo vacaciones de semana santa ni puentes de mayo, ni sábados, ni domingos. A cualquier hora, en cualquier momento, podías y solicitabas recibir aquel reguero de correos electrónicos con dudas o con trabajos o ejercicios, correos a los que tenías que responder lo antes posible para mantener una ilusión de inmediatez, de cercanía. Sobre la marcha, a contrarreloj, había que adaptar a herramientas y circunstancias desconocidas lo que en el aula explicarías sin dificultad, apoyándote, cuando la palabra resulta insuficiente, en los mil recursos de la comunicación no verbal. ¿Cómo medir las dosis adecuadas de información y los tiempos para no sobrecargar a los alumnos?, ¿para coordinarte con otros profesores con los que tampoco tenías entonces trato directo, sin solaparos, sin abrumar a tus alumnos, manteniendo esa base afectiva que en el trato diario presencial no precisa explicitud, pero que las herramientas informáticas deforman tan fácilmente?

A nivel profesional, fue un reto titánico. A nivel personal, un esfuerzo extenuante. A nivel humano, la revelación de la siempre insospechada capacidad humana para remontar los más arduos escollos, cuando la solidaridad y el compromiso son nuestro motor y guía.


Y llegó julio y, con julio, el tiempo del adiós. Pero no hubo adiós.

Y luego llegó septiembre y, con septiembre, el tiempo del reencuentro, en condiciones que seguían siendo imprevisibles y pavorosas.

Pero para mí no hubo reencuentro. Ya para entonces formaba parte del colectivo de jubilados. Y fue extraño, muy extraño, porque el que se va sin despedirse es como si no se hubiera ido, como si permaneciera en un limbo de incierto y solitario futuro sin futuro.


Fue un adiós sin despedida.


Y, sin embargo, a pesar de los resquemores y de un desconcertante proceso de desubicación, finalmente no me acabó suponiendo el vacío existencial de un mundo que había dejado atrás por la puerta de servicio. Conmigo llevaba la experiencia de 37 años de docencia y un proyecto de novela en el que venía trabajando desde casi diez años atrás y al que ahora, tras un período de adaptación, podría ofrecerle la dedicación necesaria.

Dicho proyecto me mantiene, interiormente al menos, conectado al mundo educativo y, en consecuencia, aplaza mi despedida a su conclusión y se convierte en la expresión de ese adiós que las circunstancias me escamotearon.

El proyecto tiene título:


EL AÑO DE LOS IRLANDESES




El año de los irlandeses comenzó siendo un vago anhelo, desde hace décadas, cuando aún ni siquiera tenía título, a partir de dos reflexiones diferentes, aunque relacionadas.

Por un lado, los recurrentes ataques al funcionariado, en general, y al profesorado, en particular, impulsados muchas veces por los propios poderes políticos y mediáticos, de tan larga trayectoria en la mezquina tradición hispana, son tan desalentadores y, sobre todo, desvelan tanto desconocimiento y tantos prejuicios deformantes sobre la propia naturaleza y circunstancias de la labor educativa.

Por otro lado, a pesar de que la vida en el colegio o en un instituto ha constituido el motivo central o el marco referencial de películas, series, novelas, etc., generalmente han sido casi siempre visiones parciales, o sesgadas, enfocadas en múltiples ocasiones por mentes adultas desde una hipotética mentalidad adolescente que busca sobre todo halagar al adolescente como preferente consumidor del producto.

Incluso en aquellos casos en que la honestidad y el compromiso han dado lugar a auténticas obras maestras —pienso, por ejemplo, y sin ánimo de exhaustividad, en películas como Entre les murs (La clase, en castellano) de Laurent Cantent, o Ça commence aujourd'hui (Hoy empieza todo) de Bertrand Tavernier, en Au revoir les enfants (Adiós, muchachos) de Louis Malle, o el clásico To Sir, with Love (Rebelión en las aulas) de James Clavell— incluso en películas de tanta altura artística y social, la visión se circunscribe a un aspecto concreto del mundo educativo, a un enfoque parcial, sin abarcarlo en su totalidad.


De una y otra reflexión fue surgiendo la idea de componer una novela que retratara no sólo el día a día de un profesor en el pleno desarrollo de su trabajo, con alumnos de diversos niveles, con toda la carga administrativa, formativa y burocrática añadida, sino condicionado también por las diferentes capas de realidad que componen su vida, ya que un profesor no es un ente aislado, sino una persona que, además de su profesión, tiene familiares, amigos, intereses culturales, compromisos extra laborales..., y todas esas parcelas de sí mismo conviven y se condicionan mutuamente.

En un principio, era sólo un motivo temático, ambicioso quizás, pero aún demasiado indeterminado y, sobre todo, sin dirección, estancando en sí mismo. Lo único que tenía claro es que debía huir de cualquier valoración personal, ni laudatoria ni crítica, de cualquier enjuiciamiento, y ceñirme a una disección casi entomológica. No debería testimoniar una situación educativa particular, ni siquiera como referente, sino universalizar la experiencia, recrear ese microcosmos en el que cualquier profesor o alumno pudiera reconocerse o reconocer su propia experiencia.

La idea iba creciendo en una nebulosa formal todavía imposible de plasmar sobre el papel.

¿Qué sería?, ¿un diario? No, demasiado mecanicista y, sobre todo, necesariamente enfocado desde un punto de vista único. Cualquier tipo de narrativa tradicional me abocaría a perder ese sentido de universalidad, ubicua y concreta al mismo tiempo, y de multiplicidad de voces contrastadas y simultáneas, dialécticamente concomitantes.

Pero, sobre todo, me faltaba la condición de ser necesaria para que la novela escapara completamente de lo anecdótico.

Y, después de años de recopilar material, ideas sueltas, impresiones, motivos temáticos..., el verano de 2011 me sorprendió con una reacción generalizada a unas instrucciones de principio de curso de nefastas consecuencias, que extremaban la degradación de la escuela pública con unos recortes bestiales, y con una movilización como hacía muchos años que no se producía entre el colectivo, un grito en defensa de la educación pública que, por primera vez, aglutinaba a docentes, alumnos y padres, puño con puño, voz con voz, unánimes, dando lugar a lo que se conoció como la "marea verde".

¡Ahí tenía la razón de ser del proyecto!

La disección no de un año académico cualquiera en la vida de un profesor, sino de aquel curso concreto, plasmar la realidad de la Marea Verde, revivirlo en su desarrollo casi instante a instante, desde las múltiples ópticas que me ofrecía el debate sobre educación mantenido no sólo en las salas de profesores, sino en las calles, en las redes sociales, en los movimientos que surgían desde el compromiso social.

No podía ser una obra autobiográfica, aunque la mayor parte del material ha de partir necesariamente de la experiencia, propia y compartida. Para ello, adopté la voz de una protagonista femenina, Carmen Mora, profesora de lengua, para escapar de los condicionantes de mi particular experiencia en lenguas clásicas, y recreé un instituto ficticio que se alimentara con mis vivencias en los múltiples institutos por los que me ha ido zarandeando mi condición de profesor desplazado durante mis últimos doce años de profesor.


En ello estoy, a por ello voy. El proyecto va tomando forma, va creciendo desmesuradamente, de manera que no sé si terminará siendo una novela, una ficción seriada en tomos o libros diversos, o un auténtico monstruo. Puede que incluso el resultado sea editorialmente inviable, es muy factible que así sea.

En cualquier caso, cuando lo concluya, porque ya no me cabe otra, resulte lo que resulte, no será un epitafio ni unas memorias, sino mi auténtica despedida, una despedida sin adiós, un hasta siempre desde el amor y desde el compromiso.

sábado, 2 de octubre de 2021

ANGINA DE PECHO

 



ANGINA DE PECHO

(EXPERIENCIA Y APOLOGÍA DE LA SANIDAD PÚBLICA)


     El pasado viernes, 24 de septiembre, a media tarde, comencé a sentir una extraña molestia en el lateral izquierdo del pecho, a la altura del corazón, molestia que se prolongaba a todo lo largo del brazo izquierdo hasta la mano, agarrotándome desde el hombro hasta la punta de los dedos, sin llegar a ser exactamente un dolor intenso, aunque sí algo inquietante.

     Tampoco era la primera vez que sentía algo así, ya había hecho acto de presencia en algunas otras ocasiones durante las últimas semanas, si bien de manera bastante esporádica y pasajera. En este mundo en el que, como afirma el filósofo coreano Byung-Chul Han, el desarrollo globalizado ha llegado a convertirnos en los explotadores de nuestra propia persona y la patología social que caracteriza al hombre actual es la ansiedad y el cansancio, yo achaqué en un principio esta nueva dolencia al inevitable estrés de un mundo desbocado y, como tal, intentaba contrarrestarlo con un ansiolítico y mediante ejercicios respiratorios controlados. Y parecía que iba funcionando. Pero no así el viernes de la semana pasada, cuando no dejaba de acentuarse, por lo que decidí acercarme a mi centro de salud para consultar si debería pedir cita con mi médica de cabecera o acudir directamente a urgencias.

     Afortunadamente, el que me pertenece no es de aquellos centros de salud bajo mínimos o directamente cerrados por las políticas restrictivas de nuestra folclórica presidenta. En cuanto expuse la situación en ventanilla, me condujeron a una salita que inmediatamente comenzó a llenarse de personal sanitario interrogándome, tomándome la temperatura, la tensión..., cada vez más personal que no ocultaba su inquietud e incipiente estado de alarma. En medio de aquel revuelo, escuché cómo se daba la orden para solicitar los servicios de una ambulancia que me trasladara inmediatamente a mi hospital de referencia para realizarme pruebas más precisas. Afortunadamente para mí, dicho hospital es también uno de los pocos favorecidos por los conciertos y por la faraónica inyección de presupuesto, a costa de la indignante depauperización de la mayoría de los centros públicos madrileños. 

     Ni un cuarto de hora tardó el personal del SUMMA en hacer acto de presencia. En aquella pequeña salita, se confundían médicas, enfermeras, conductores, personal administrativo, todos a una, cada cual con la precisión de sus distintos cometidos, todos ellos confortándome con la exquisita humanidad de su trato, en el que no descartaría hablar de cariño, cariño hacia el desconocido, cariño al paciente. Antes incluso de meterme en el vehículo, encamillado, ya me estaban poniendo vías en los brazos y una pulverización de nitroglicerina bajo la lengua. Entre aparatos como de ciencia ficción y la continua supervisión del personal de urgencias, recuerdo perfectamente el calor de una mano infundiéndome ánimos directamente sobre la caña del pie, llegamos al hospital, donde, previamente avisados, me aguardaba un tropel de médicos y personal sanitario.

     Diagnóstico, angina de pecho. En menos de 24 horas, aun siendo sábado, me habían realizado un primer cateterismo, proceso durante el cual hallaron otras dos arterias importantes igualmente afectadas. Unos días después, y tras otras tres horas de intervención con sus correspondientes complicaciones, la sangre volvía a fluir por mis arterias con bastante normalidad. Pasados unos días de observación, definitivamente me dieron el alta ayer viernes, 1 de octubre, tocado pero a flote, un poco más débil físicamente, pero mucho más entero en mi compromiso con la vida y con todos aquellos conciudadanos del mundo con quienes la comparto.

     Nunca me cansaré de proclamar mi infinita gratitud a todos y cada uno del personal sanitario, médicas, enfermeras, auxiliares, conductoras, que tomaron sobre sus espaldas mi dolencia como propia y cuidaron mi cuerpo, para ellas un cuerpo anónimo más, aunque con nombre y apellidos administrativos, con la delicadeza y la perseverancia con que entablillamos una rama rota en el árbol de la vida. En ningún momento las he sentido ni se han comportado como meras trabajadoras, han sido personas implicadas en una vocación de servicio público. No sólo se han esforzado en devolver a mi cuerpo sus funciones vitales, sino que le transmitían el aliento para que él mismo tendiera hacia el recuperamiento como la planta hacia el sol, derrochando afecto, bondad, comprensión, ternura, humanidad, mucho más allá de su incuestionable profesionalidad.


     En crudo contraste, la "externalización" de servicios adicionales fundamentales, como el servicio de comida, en contra de los tan cacareados y propagandísticos supuestos beneficios de la gestión privada, han sido absolutamente deplorables, hasta el punto de que, sin considerarme yo una persona especialmente exigente con la comida, abierto tanto a la degustación sibarita como a los disfrutes más elementales, puedo decir que apenas si he probado bocado durante esta semana de intervenciones quirúrgicas y convalecencia, devolviendo una y otra vez las bandejas prácticamente intactas. El abuso de productos industriales y la reutilización indiscriminada de alimentos ultraprocesados desmentían rotundamente los supuestos beneficios de la dieta hospitalaria.




     A modo de ejemplo, la tarrinita de tomate para la tostada del desayuno del primer día era un triturado de tomate de lata, con todos sus colorantes, conservantes, acidulantes, potenciadores de sabor... A mediodía, de primer plato, gazpacho: un bol con un líquido consistente en el mismo tomate de bote triturado y "rectificado" con abundancia de vinagre para potenciar la ilusión de gazpacho. Curiosamente, el primer plato del día siguiente consistía en una prometedora ensalada de legumbres; o sea, una buena cantidad de garbanzos de bote (la uniformidad de su cocción lo evidencia), con todos sus conservantes, acidulantes, etc., nadando en el mismo triturado de tomate de la tostada y del gazpacho, aderezado con algunas milimétricas tiritas de pimiento (que, apostaría, aunque no puedo asegurarlo, dada su textura, debía de ser pimiento deshidratado).

     Pasemos al pescado, cuya sola mención ya despertaba las papilas gustativas. El pescado a la plancha consistía en una tajada de pez inidentificable, apelmazado, reseco, harinoso. Al masticarlo, se hacía una masa compacta en la boca, que te inducía a dudar de que aquello proviniese de algún animal auténtico y no de un amasado de harinas o sucedáneos alimenticios. El pescado al ajillo del día siguiente era el mismo pescado (parecía incluso la misma tajada, si no fuera por el pellizco que había probado la víspera, y en días sucesivos seguiría siendo una tajada idéntica, como si el pobre animal sólo tuviera existencia desde la branquia hasta la parte central del lomito); no sólo era la misma tajada del mismo pescado, sino que además venía aderezado en idénticas condiciones, más propias de un microondas o cualquier otro aparato industrial, más que una simple plancha, con la única salvedad de ir adornado con dos rodajitas de ajo fritas y gomosas. Tercer día, pescado en salsa: idem de idem, la misma tajada, como calco de sí misma, pero cubierta con una salsa elaborada a base de espárragos de bote triturados en el propio jugo de la conserva, salsa rubricada por dos centímetros de espárrago blanco testimonial y sin cuerpo; al apartar la salsa del pescado para eludir más productos industriales, ¡oh, sorpresa!, ¿qué había debajo?, las dos mismas rodajitas de ajo frito y gomoso.

     La supuesta sopa de pescado que aparece en la foto y que constituyó mi última cena hospitalaria, mejor ni la comento, así como tampoco eso que llaman tortilla y que, en las distintas variantes en que se ha ido ofreciendo durante mi estancia hospitalaria, nunca supe dilucidar si eran tortillas, flanes, soufflés, ¿?, confeccionadas en moldes, puede que al horno, aunque mucho más probablemente en microondas, de textura indefinida y sabor indeterminado.


     Durante esta semana de enfermedad, se me han mostrado, en clamoroso contraste y en su más desnuda crudeza, las dos caras del mundo que hemos construido a nuestro alrededor o hemos dejado que nos construyan: por un lado, el inmenso valor, tanto social como humano, de los funcionarios públicos, unos servidores que no ejercen la caridad ni el clientelismo sino la justicia distributiva y universal, unos sanitarios que, exhaustos tras una apocalíptica pandemia que nos ha llevado a todos al límite, cuánto más a ellos, en el centro del huracán, a pesar de toda esa ingente carga acumulada a cuestas, conservan su grandiosa humanidad vocacional y una entrega incondicional; por otro lado, la denigrante y letal confabulación de unas políticas al servicio de los mercados y de la rapiña del beneficio particular, unas políticas que sólo persiguen hacer negocio con las necesidades básicas y convertir la necesaria solidaridad y equidad, base de cualquier sociedad democrática, en usura y especulación, aun a costa de las vidas.


     Vaya desde aquí mi más profundo reconocimiento a médicas, médicos, celadoras, celadores, enfermeras, enfermeros, auxiliares técnicos... Cada vez que uno de ellos me tocaba, para clavar una aguja, para extraer sangre, o simplemente para alentarme con una caricia, la medicina con la que reparaban mi cuerpo deteriorado iba tan destilada en ternura, comprensión, humanidad, que se convertía en un elixir de vida.

     Gracias por vuestro compromiso, por vuestra empatía. Me gustaría daros las gracias uno por uno, con un abrazo que fuera único y universal. Gracias desde este corazón al que habéis sabido infundir nueva energía.