"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

viernes, 21 de julio de 2023

CALLE DE LOS DESAMPARADOS (Relatos de la tierra amarga)

 



CALLE DE LOS DESAMPARADOS

(Relatos de la tierra amarga)


En tiempos, fui una calle, si pequeña, bastante concurrida y ciertamente vivaraz, guarnecida con una lechería, una carbonería, una espartería, un colmado e incluso un reputado taller de encajes y bordados. Un tranvía me atravesaba en horario regular, con su alegre repiqueteo de campanilla para que los viandantes se echasen a las aceras, evitando así ser arrollados. Aunque orgullosa de mi rancio abolengo en el callejero histórico de tan ilustre ciudad, comercios tan característicos fueron siendo barridos por los aires de una modernidad que dio la espalda al trato familiar de los negocios a pie de calle en beneficio de las grandes superficies; mis edificios entraron en una fase de decrepitud crónica; yo misma, antiguamente diseñada para el paso de personas y jumentos, me volví casi intransitable, debido a la congestión de vehículos, aparcados unos de cualquier manera, incluso invadiendo mis estrechas aceras, atrapados los más en los desquiciantes atascos que estaban convirtiendo el casco histórico de tan hermosa ciudad en un auténtico infierno. De haber sido un lugar vivo de paseo y deleite, acabé convirtiéndome en un oscuro rincón para las meadas de perros y borrachos.

    Parecía mentira que urbe tan pequeña soportara un caos circulatorio tan demencial desde los tiempos de Maricastaña, cuando todavía el número de automóviles no igualaba ni remotamente al de los jumentos, carros y ciclistas. Por mi ciudad no pasaban los despampanantes coches de aquellos turistas de sol y sangría. Aparte de los tranvías y los carromatos, circulaban principalmente los cuatro o cinco Mercedes de la pequeña élite local, que no por minoritaria, en su santa inconsciencia, había dejado de provocar ya algún que otro accidente de considerable gravedad. Cuando aparecieron los Seat 600, democratizando las vías públicas y entrando en conflicto estos humildes cuatro latas de producción nacional, que de día en día iban proliferando como chinches, con la exclusiva aristocracia automovilística, una buena regulación vial pasó a ser la queja más frecuente en las chácharas de unos vecinos que sufrían a diario, como muy bien puedo yo misma testimoniar, las incomodidades de atascos descomunales, insoportables conciertos de cláxones, laberínticos trayectos sin alternativa.

    La corporación municipal, a instancias del glorioso Gobierno de la nación, mediante recomendación expresa del ilustre Gobernador Civil, se comprometió a promulgar un ordenamiento de regulación circulatoria que racionalizara el uso del transporte particular en una villa de tan reputado abolengo. Para su trazado, se priorizaron las necesidades viales del entonces alcalde del Régimen y las de sus familiares y clientes, teniendo en cuenta sus recorridos habituales de casa al ayuntamiento, o a la basílica de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, al colegio de los Salesianos, etc. A partir de ese esquema básico, en el que las señales de prohibido y de sentido único también se distribuyeron a conveniencia de intereses muy muy particulares, conectando los puntos estratégicos del poder y rellenando luego huecos porque sí, fue delineándose un mapa circulatorio demencial, que sometía al conjunto de la población a las prioridades de la egregia cohorte de prohombres locales, tanto civiles como militares y eclesiásticos. Resultado: para ir, por ejemplo, de la calle de la Posada a la calle de la Esperanza, separadas únicamente por la avenida de José Antonio, había que dar un rodeo que prácticamente suponía la casi completa circunvalación de la ciudad; fuera cual fuese tu ubicación, para ir al clínico, el trayecto más rápido era abandonar el casco urbano, saliendo a la carretera general, y desde allí acceder a la avenida del Generalísimo por caminos vecinales, muchos de ellos sin asfaltar aún; por otro lado, desde cualquier punto de la ciudad, todos los caminos conducían no a Roma, sino a Nuestra Señora de la Merced, centro médico de titularidad privada. Otro destino privilegiado hacia el que confluían directamente las principales vías de la ciudad era, por supuesto, la plaza de toros, magnífico coso, orgullo y escaparate de nuestras eminencias políticas, económicas y culturales.

    Aquella primera ordenanza se reveló desde el primer día como lo que era, un descalabro que, lejos de resolver el incipiente problema circulatorio, no hizo sino agravárselo a unos conductores que, habituados a saltarse la norma para salvar las infinitas complejidades circulatorias, sumaron a sus habituales infracciones nuevas triquiñuelas para llegar a su destino sin someterse a los irracionales dictados de las señales de tráfico, eludiendo con picaresca arrogancia las garras administrativas de los supervisores de su cumplimiento, demasiado ocupados en perseguir la disidencia política como para vigilar también que nadie cogiera una dirección prohibida o interrumpiera el tránsito aparcando en doble fila.

    Desde que los alcaldes son elegidos más o menos por el pueblo, en urnas que monjitas y empresarios hacen llenar de votos con sus sabias recomendaciones, cada uno de los sucesivos responsables ha querido dejar su impronta personal atendiendo las quejas de la ciudadanía y poniendo definitivo remedio a tamaño entuerto. Pero se ve que las quejas de unos tienen siempre más peso que las de otros y, en lugar de hacer tabla rasa y comenzar de cero a estructurar con racionalidad el movimiento rodado, se han ido parcheando los principales puntos conflictivos del trazado original, añadiendo a los ya existentes nuevos agujeros negros en la seguridad y eficiencia viales.

    En lo que a mí respecta, y haciendo honor a mi nombre, con el cierre primero de la carbonería y sucesivamente de la lechería, el taller de encajes y bordados luego, más tarde el colmado, arrollado por el flamante supermercado del vecindario, curiosamente la espartería fue la que más aguantó, gracias al interés turístico por la artesanía local, hasta que ésta fue desbancada por la importada de China, fui entrando en un período de abandono del que sólo parecí salir cuando abrieron en mis entonces lóbregas aceras primero un videoclub con amplia sección x y más tarde un sex-shop. Pero tales establecimientos atrajeron una clientela nada recomendable que, con la llegada de individuos que menudeaban un comercio furtivo de tú a tú, trapicheos de sustancias prohibidas a espaldas de los agentes del orden, que bastante tenían ya con imponer el orden a las algaradas sindicalistas, acabó arruinando mi reputación. Hubo en el consistorio municipal quien se apiadó de mi irremediable decadencia y quiso poner freno al deterioro vecinal con cuatro farolas que, por lo menos, iluminaran mis desconchones. Pero una nueva ordenanza, de signo político contrario, como debe ser, ahora tú, ahora yo, para no pelearnos, y Dios con todos, tratando de descongestionar ese conflictivo cogollo de calles que me rodean, en las que se habían apelotonado los establecimientos de ocio donde cada noche la chavalería vocifera bajo los efectos del alcohol y vomita la ingesta etílica entre los coches aparcados, al convertirme en una calle de dirección única, pero sin tener en cuenta el trazado de las aledañas, o como medida persuasoria, dio como resultado que quien me cogía como vía de tránsito acababa inexorablemente en una serie de direcciones obligatorias que lo conducían a la pesadilla de un círculo cerrado del que era imposible salir. En la práctica, dejé de ser una calle de paso, sumiéndome en el abandono del desamparo. Desangelada como quedé, hubo quienes encima apedrearon las farolas, ya como vandálica represalia o en beneficio de ilegales trapicheos. Acabé convirtiéndome en vertedero de heces humanas y animales. Si de día daba yo una imagen patética, de noche lo que daba era miedo. Y el miedo se confirmó cuando una mañana encontraron en el rellano de un portal el cadáver de una mujer con varias puñaladas. Fue un escándalo sonado, muchos todavía lo recuerdan, primero porque se acusó del asesinato a ciertos inmigrantes que buscan acogida en mi solitaria lobreguez, luego el escándalo cambió de signo cuando se descubrió accidentalmente entre la élite juvenil a los causantes de aquella muerte, consecuencia fatal de una heroica resistencia al intento de violación grupal en plena juerga etílica. El suceso acaparó portadas durante un tiempo, yo misma fui protagonista de noticiarios, debates y reportajes, en mi condición de espacio devaluado.

    Con idea de hacer frente a una situación cada día más bochornosa en pleno casco histórico, el grupo de jóvenes que, en la anterior cita con las urnas, consiguieron imponer su discurso de modernidad, haciéndose con el bastón de mando municipal, concedieron subvenciones para remozar y sanear mis fachadas, erigieron farolas led de energía solar, más esquivas a las pedradas y más ecológicas, plantaron pequeños cerezos chinos que, en primavera, en mi recoleto discurrir, me confieren un aura de rosácea fronda oriental, y, su proyecto estrella, se propusieron devolver la ciudad a los ciudadanos mediante mi peatonalización. Nada más anunciarlo, se les echó encima el gremio mercantil; aunque el videoclub había pasado a mejor vida hacía años y en el sex-shop sobrevivían sólo las telarañas y una mujer que contaba arrugas y michelines esperando al frente de aquel mostrador polvoriento el momento de jubilarse, asociaciones de comerciantes protagonizaron siniestras manifestaciones, vociferantes tertulias en la televisión local, rabiosos artículos de prensa, acusando a las nuevas autoridades, unos pimpollos sin dos dedos de luces, de querer llevarlos a la ruina, aislándolos en un gueto, cuando la realidad es que, con las consiguientes comodidades peatonales, en poco tiempo nuevos comercios me devolvieron la alegría, me actualicé con una moderna panadería de masa madre, o eso dicen, atraje con un restaurante vegano a una juventud medianamente concienciada, dos taquerías me devolvieron la popularidad, un estudio de tatuajes mi hizo rabiosamente actual y alternativa, tres cervecerías dieron fuelle vecinal a mi imagen recién enjalbegada y a la vida colectiva que tanto había echado de menos.

    Pero nunca llueve a gusto de todos. Esa operación estética me rejuveneció y me dio nuevo impulso en el vivir despreocupado, no así a mis convecinos, que vieron cómo la revalorización urbanística les suponía un incremento inasumible en la cuota de alquiler, cuando no un drástico desahucio o una simple no renovación del contrato para reconvertir las históricas viviendas en pisos turísticos, mucho más lucrativos. Mucho más hermosa, moderna y conspicua, hice honor a mi nombre, viendo cómo mis humildes vecinos de toda la vida marchaban al exilio periférico con las pertenencias que podían ellos mismos acarrear, bien voluntariamente, con vergonzante nocturnidad, bien arrastrados por la inclemente fuerza de choque de los furgones policiales. Mis hijos de toda la vida habían sido sustituidos por pudientes individuos de paso, felices en la inconsciencia de su intachable intelectualidad cosmopolita.

    No, nunca llueve a gusto de todos, generalmente de unos pocos, y la democracia tiene eso, que no hay poder que mil años dure, al menos con unos mismos protagonistas, salvo en las dictaduras al uso. Durante la reciente campaña electoral, el actual alcalde despotricó furibundo no sólo contra los niñatos que, en el saliente consistorio, habían jugado a la política, tomando la ciudad por un patio de recreo, también contra aquellos otros manifestantes que día sí día no ocupaban los espacios públicos y asaltaban los actos culturales y académicos para exigir unas calles sostenibles, racionales y al servicio de la gente, no de las élites; los acusó de extremistas radicales al dictado de revolucionarios bananeros. Prometió a los comerciantes eliminar rémoras burocráticas. Convenció a una chiquillería atrapada en la celda de sus propios caprichos sin futuro de que la auténtica libertad es poder elegir tú mismo tu marca de cerveza, sin paternalismos prohibicionistas, aunque no puedas costeártela, eso es ya materia de otro debate. Y, en fin, seamos serios, las calles se hicieron para que circularan por ellas los coches, para los peatones están ya las aceras, coño, de toda la vida, volvieron a abrirme al tráfico rodado, con un cambio de sentido, eso sí, tan arbitrario como los antecedentes, ¿con qué, si no, iban a entretener sus ociosas tertulias de barra mis conciudadanos?

    A día de hoy, la pudiente juventud alternativa, comprometida con el futuro del planeta, está que trina por mi despeatonalización, tachándola de medida regresiva para una calle, yo, que se convirtió en insignia urbana de sus logros sociales y medioambientales, contra la polución y la especulación automovilística. Mis nuevos inquilinos, bien remunerados informáticos y profesionales liberales con contactos de primer orden, que derribaron las entrañas de sus viviendas, respetando sólo las fachadas, para convertirlas en paraísos individuales insonorizados y aislados del exterior mediante ventanales de doble hoja, y ya no hablan unos con otros de balcón en balcón, ni le ayudan con la compra a la anciana del tercero que apenas puede dar tres pasos seguidos, ni bajan a la frutería ni al restaurante, porque lo adquieren todo por internet, éstos han puesto ya varias denuncias por el ir y venir de maletas, ascensor arriba, ascensor abajo, las molestias y el ruido insufrible de las fiestas y otras juergas en los pisos turísticos, contiguos a sus estilosas madrigueras. Doña Manuela, que vive en el cuarto, pero heredó de sus padres y ostenta la propiedad y disfruta el alquiler del resto del edificio y por ello inundó todos sus balcones de banderas nacionales cuando la pandemia; don Faustino, juez retirado que vive sólo para la indignación de ver el infierno judicial que le está haciendo pasar a su hijo una mujer que no sabe sobrellevar los moratones con la dignidad con que toda mujer ha sabido llevarlos toda la vida; Herminia, vieja soltera que sufrió durante tres años la visión de hombres besándose impunemente cuando salían de la asociación pro derechos LGTBIQ abierta en el antiguo videoclub y finalmente ha conseguido que el nuevo ayuntamiento tome cartas en el asunto y les retiren la subvención, con lo que dicha asociación felizmente se ha ido a tomar viento fresco; estos y otros vecinos afines abominan de las hordas de borrachos vociferantes que abarrotan hasta altas horas de la madrugada con entera libertad las terrazas de los bares. Los propietarios de coches están cabreados porque las terrazas de los bares se han abierto ocupando antiguas plazas de aparcamiento y a ver ahora adónde tienen ellos que ir a aparcar, casi en el extrarradio. Los conductores vuelven a retomar la gloriosa sinfonía del claxon en los inevitables atascos que vuelven a congestionar, como Dios manda, mi preciosa y estilizada andadura. Los peatones maldicen de mí, pobre, que no tengo culpa alguna, acorralados por las terrazas, el mobiliario urbano con propaganda municipalista y el histórico infierno circulatorio en todo su esplendor. Mientras tanto, en la prensa y televisión locales, yo, calle de los Desamparados, vuelvo a ser paradigma de la excelencia y el progreso al que conducen los gobiernos cuando, con su experiencia secular, son dirigidos por quienes tienen que dirigirlos.