"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

lunes, 5 de junio de 2017

MARÍA (Relatos de la tierra amarga)







MARÍA

(Relatos de la tierra amarga)



     Me ha dejado tan confusa...

     Tras la rotura de cadera, se hizo evidente que mamá ya no estaba en condiciones de vivir sola. Desde entonces, han sido varias las chicas que han entrado a cuidarla. Pero ninguna como María.
     Lo primero que pensamos mi hermana y yo fue en una residencia donde estuviera atendida las veinticuatro horas. Ninguna de las dos tenemos espacio para traérnosla con nosotras.
     Los hijos de Rosa duermen las dos niñas en litera en la única habitación libre y el niño en el sofá cama del comedor. Ella y su marido trabajan, Rosa en un laboratorio farmacéutico, donde echa horas por un tubo con un contrato de media jornada, y él finalmente consiguió salir del paro, a sus cincuenta y dos, como portero de una finca en el extrarradio, con lo que ambos andan todo el día fuera de casa.
     Yo vivo con Carmen en un apartamento de menos de cuarenta metros, diáfano, con cocina americana y un baño minúsculo donde, para abrir la puerta del armario, tienes que meterte literalmente en el plato de ducha, aunque pagamos el alquiler a precio de palacio. Las dos trabajamos en casa. Carmen, desde que los recortes en servicios sociales la pusieron de patitas en la calle, lleva en internet una página de venta de bisutería confeccionada por ella misma; yo voy apañándome con algunas traducciones de francés y de alemán por encargo, lo que no me da para tirar cohetes pero nos permite ir sobreviviendo. Cada una tiene su mesa de trabajo.

     Lo de la residencia quedó descartado casi desde el principio.
     Para una privada, no nos salían las cuentas ni sumando a la pensión de mamá los sueldos de mi hermana y el mío. Si no hubiera sido por la cabezonería de papá, un hombre chapado a la antigua. Trabajó toda su vida, primero en el taller mecánico, hasta el accidente que lo dejó con dos dedos menos y una cojera permanente, luego en el barecito que tomó en traspaso con la correspondiente indemnización; y mamá con él, en la cocina, friendo croquetas y calamares, pero sin darse de alta en la seguridad social. Papá decía que eso era un invento de los socialistas para sacarnos los cuartos y tenerlos controlados. Y mamá ¿qué iba a hacer? Lo que decía su marido. Así, cuando a papá le diagnosticaron el cáncer de pulmón y él, que le tenía más miedo a la muerte que amor a la vida, gastó hasta el último céntimo en médicos privados y en misas y brujerías y no dejó a mamá sin casa porque se murió antes de venderla para seguir consultando médicos por el extranjero, ella sólo tuvo derecho a una pensión no contributiva, como si no hubiera trabajado en su vida. Doscientos sesenta y cinco euros al mes, ¿adónde iba ella a una residencia privada con aquel capital?
     Una pública, imposible.
     La valoración del grado de dependencia fue ridícula. Se supone que una mujer de setenta y cuatro, que ha sufrido una parálisis de medio cuerpo de la que medio se recuperó aunque con importantes secuelas, con una tremenda descalcificación ósea, con menos de un cuarenta por ciento de corazón activo tras el infarto, se rompe la cadera, lo que la deja no sólo imposibilitada para moverse por la casa sin andador sino incluso para mantenerse en pie por sí misma, y resulta que no cumple los requisitos necesarios para acceder a una plaza preferente en una residencia pública.
     Sus ingresos podrían haberla situado en una buena posición en la lista de espera, si no fuera por el local heredado de su padre, un antiguo almacén en un polígono industrial, que llevaba más de tres años sin alquilar a pesar de haber bajado la mensualidad únicamente para cubrir los gastos de comunidad y la contribución. Pero la Administración no tiene en cuenta su auténtico valor de mercado, sino el que ellos manejan según tarifas completamente alejadas de la realidad.
     Mamá no estaba en condiciones de vivir sola, y menos en un tercer piso sin ascensor. Por suerte, gracias a un antiguo contacto de Carmen en servicios sociales, mamá se puso entre las primeras en la lista de espera para una plaza en un centro de día para mayores. Solucionado el problema de ocho de la mañana a cinco de la tarde.

     Aún quedaban, sin embargo, las noches y los fines de semana.
     Al principio, Rosa y yo decidimos quedarnos con ella una semana cada una. Pero pronto vimos que no era solución. Nuestro trabajo se resentía. Para una persona mayor y dependiente, que ya no espera mucho de la vida, las noches son una prueba de resistencia más que un período de descanso. Y, claro, quienes estábamos a su cuidado tampoco dormíamos como es debido, aunque mamá procuraba ser lo menos posible una carga, pero hay dolores que doblegan la voluntad más firme, crisis orgánicas que sólo la medicación palía, necesidades fisiológicas imposibles para un cuerpo sin autonomía. Dormíamos con el oído atento al menor ruido. Rara era la noche que no teníamos que levantarnos un par de veces por lo menos. Y así un día y otro, semana sí, semana no. ¿Cómo íbamos a rendir, Rosa en el laboratorio y yo con los diccionarios?
     Nuestra propia vida personal empezó también a deteriorarse. Mi hermana, aunque es de estos tiempos, no ha sabido repartir las cargas del hogar, asumiéndolas ella todas. Dice que su marido es un manazas y todo lo que él le hace en casa tiene ella luego que rehacerlo, porque este hombre es un completo desastre. Paco dice que su mujer es una perfeccionista y que no le da ocasión ni a lavar un plato, mucho menos poner una lavadora, y que así lo ha convertido en un inútil. En cuanto a los hijos, están ya en la universidad y lo que Rosa quiere es que estudien, bastante le cuestan las tasas para que encima, con la excusa de las tareas domésticas, no estudien y tengan que repetir asignatura. La semana que le tocaba a ella quedarse con mamá, su propia casa era un caos, todos de peloteras, llamándola cada dos por tres para quejarse por esto y por lo otro, culpándola del infierno en el que vivían.
     Carmen no me hizo ningún reproche por abandonarla tan a menudo. Pero su mirada fue endureciéndose. Acataba mi decisión, pero no la comprendía, no comprende que mi relación con mi madre es de cariño y gratitud, no como ella, quien rompió casi todo contacto con la suya cuando ésta renegó de su propia hija por acostarse con mujeres. Reconoce que mamá es distinta, una persona comprensiva y abierta que durante toda su vida sólo se ha ocupado de los demás, sin cuidar de sí misma. Carmen la respeta, pero no entiende que la mera transmisión genética conlleve automáticamente un seguro de vejez personal. Nuestra relación sentimental, la confianza, el entendimiento, hasta el deseo erótico, iban enrareciéndose.
     Por otro lado, mamá no es tonta. Aunque Rosa y yo intentábamos ocultárselo, ella sabe leer en nuestro silencio y sufría en silencio por los contratiempos que su dependencia nos estaba ocasionando.
     Así que un día nos sentamos las hermanas y hablamos muy seriamente. Bueno, la verdad es que ninguna de las dos sabemos hablar sin chanzas e ironías, y así desde siempre, los asuntos más graves los tratamos como si fueran motivo de comedia o trama de esperpento, sin dramatismos. Es nuestra forma de ser, no podemos evitarlo. Bastante drama es ya de por sí la vida. Anda que de pequeñas no nos ganamos regañinas por las risitas durante la comida o en la cama.
     Decidimos que teníamos que buscar una cuidadora para las noches como fuera. Echamos cuentas y más cuentas. No nos salían. Por fortuna, apareció un comprador para el viejo almacén del abuelo. Una constructora pretendía hacer de aquel polígono venido a menos una zona residencial de lujo. Sabíamos que nos estaban engañando con el precio de compra, pero en aquel momento significaba nuestra salvación. Con ese dinero, estirándolo lo más posible, podríamos contratar a una persona que se ocupara de mamá durante un tiempo, más allá del coto puesto por los médicos a su desvalida existencia. Y, si no, llegado el momento, ya veríamos.

     Queríamos hacer las cosas bien. Acudimos a la bolsa de trabajo de los servicios sociales. Entrevistamos a varias chicas cuyos currículums se adaptaban a nuestras necesidades. Pero, ateniéndonos a las tarifas oficiales, más seguridad social, pagas extras y vacaciones, nos daría como mucho para un año. Las dos esperábamos que mamá siguiera con nosotras bastante más tiempo.
     El portero de la casa de Rosa, cotilla como debe ser todo portero, nos dio el teléfono de una chica colombiana que buscaba trabajo cuidando ancianos. ¿Por qué no? La llamamos. A pesar de lo joven que parecía, nos dijo que se llamaba Angie, pronunciado Anyi, y que era viuda, que había dejado a sus pequeños en un pueblecito de Colombia con los abuelos y unos tíos. Quería ahorrar para comprar una casa allí en la que vivir con sus cinco hijitos. A mí aquello me ablandó, yo soy así de facilona. Pero Rosa es más sargento y le habló claro: no podíamos pagar más de quinientos euros, de domingo a viernes; los sábados seguiríamos haciéndolos nosotras. Anyi estuvo de acuerdo. Nosotras, encantadas. Nos preocupaba tener trabajando en casa a una mujer sin papeles, pero necesidad aprieta.
     Aparentemente era muy cariñosa con mamá, aunque un poco desastre con la casa y nada previsora. Cada dos por tres, nos llamaba a las horas más intempestivas porque se había quedado sin la medicación, y teníamos que salir una de las dos a buscar una farmacia de guardia; o porque se acababa de dar cuenta de que no había leche para el desayuno, pasadas las doce. Cada semana se le rompía algo en la cocina y había que sustituirlo. O mamá se quedaba sin bragas limpias y, en lugar de salir del paso lavándole unas a mano, volvía a ponerle las sucias varios días seguidos. Una noche tuvimos que llamar a urgencias porque Anyi había equivocado la medicación y casi se nos queda en el sitio. Era un desastre, sin discusión. Pero a nuestra madre la trataba con tanto mimo, le hacía tantas carantoñas, tantas lisonjas.
     Mamá, no obstante, iba empeorando. Cada día estaba más triste, más retraída. Nos miraba con una ternura impotente, con una melancolía como de despedida. Cuando le preguntábamos las razones de ese decaimiento, siempre nos decía que no nos preocupáramos, que se encontraba bien, que estaba atendida. Pero nos tenía preocupadas. Consultamos con su médico y nos dijo que eran habituales las depresiones en personas en su situación, que hiciésemos todo lo posible por animarla. Rosa y yo nos pasábamos casi todos los días, o una u otra, al final del trabajo. Estábamos un rato con ella, casi siempre teníamos que resolver algún entuerto de Anyi.
     Una tarde me la encontré con una brecha en la frente. Anyi me dijo que se le había caído en el baño, que era muy indisciplinada y no le hacía caso. Le regañó en mi presencia con unos cariños y unas ternezas que desviaban toda la culpa contra la lesionada. Yo me quedé confusa. Carmen me dijo que no se fiaba de la colombiana. Pero mamá estaba atendida en lo fundamental. Las caídas se repitieron y Anyi amenazó con dejar el empleo porque decía que a mamá se le estaba yendo la cabeza, que no le hacía caso, que ella misma se golpeaba contra el filo de la bañera para llamar la atención y que, cuando le preguntaba algo, mamá la insultaba y sólo le respondía incongruencias y malas palabras, y ella no podía trabajar en esas condiciones.
     No sabíamos qué pensar. Mamá jamás ha pronunciado una palabra malsonante. Jamás se ha peleado con nadie. Cuando alguien le ha dado motivos, pasa de esa persona y a vivir en paz, como si no existiera. Jamás ha tenido un comportamiento errático o indisciplinado. Pero era cierto que últimamente estaba como alelada, como si fuera perdiendo facultades.
     Una noche, Rosa tuvo que volver a casa de mamá porque se había dejado allí unos resultados del laboratorio y los necesitaba al día siguiente. Como buena mujer de su casa, les dejó antes a sus hijos y a Paco preparada la cena, con lo que le dieron casi las doce. Al llegar a casa de mamá, no había pasado del comedor cuando Anyi salió de su cuarto, del que había sido nuestro dormitorio, completamente desnuda, alarmada, como pillada en falta. Aunque Anyi se interpuso, Rosa la apartó de un empujón y abrió la puerta. Lo primero que vio fue a un viejo en la cama, desnudo también, protestando por aquella intromisión en mitad de la faena, porque él había pagado.
     Mi hermana le dijo a Anyi que le devolviera las llaves y abandonara la casa de inmediato, a lo que ésta se puso guerrera y amenazó con denunciarnos por despido improcedente. Rosa le respondió que no cabía despido de ningún tipo donde no había contrato, y que podía denunciarnos, sí, a nosotras nos caería una multa, pero a ella la expulsarían de España. Se dijeron de todo. Pero afortunadamente aquella mujer desapareció de escena.

     Con su desaparición, mamá volvió a recobrar en cierto modo el deseo de vivir. A pesar de los maltratos de Anyi, que no quiso detallarnos y de los que antes no había querido decirnos nada para no incomodarnos más, sufría de verse una carga para sus hijas. Sufría por un cuerpo que se había vuelto su enemigo, pero eso lo sufría en silencio.
     Una vecina nos dijo que la colombiana había estado recibiendo hombres cada noche, y que le pegaba a mamá, que ella había oído golpes y la había oído quejarse y llorar por las noches a través del tabique medianero, que no nos había contado nada porque le daba reparo, ella no era una cotilla y no quería inmiscuirse en la vida de nadie. También nos dijo que conocía a una mujer de su pueblo que estaba buscando un trabajo así.
     No recuerdo ahora su nombre. Después de la experiencia pasada, estábamos con la mosca detrás de la oreja, pero al menos ésta era española, no tendríamos que preocuparnos del desfase cultural. La entrevistamos. Era una mujer de unos cuarenta y tantos, más o menos como nosotras. Muy seca, muy parca en palabras. ¿Y qué? Mejor una persona responsable y seria que no tanto merengue en las palabras y tanta mala leche a traición. Llegamos a un acuerdo.
     La primera noche, Rosa y yo decidimos quedarnos una de las dos en casa de mamá, aunque tuviéramos que dormir en el sillón, para orientar a la nueva y explicarle sus cometidos, dónde estaban las cosas... Pero mamá se negó, llegó a chantajearnos con no tomarse la medicación si nos empeñábamos en mal dormir de esa manera y no en nuestra cama.
     Así lo hicimos. Después de explicarle bien todo a la nueva, dejarle escritos nuestros números de móvil por si acaso, mi hermana se fue con los suyos y yo volví con Carmen. Pero no nos marchamos tranquilas. Sobre todo, Rosa, quien antes de acostarse llamó por teléfono para ver cómo se desenvolvía. No se lo cogían, ni el fijo ni el móvil de la cuidadora. Se escamó. Después de varios intentos, decidió ir ella en persona a ver qué pasaba. Lo que pasaba no tuvo que explicárselo nadie, lo vio con sus propios ojos. Nada más entrar, se encontró a la nueva roncando en el sillón, rodeada de latas vacías de cerveza, un platillo lleno de colillas de porro, hasta el vino de guisar se había bebido. Tuvo que zarandearla un buen rato para que medio se despertara y echarla a la calle.
     Estábamos igual que al principio. Peor, porque cada vez nos fiábamos menos.
     No sé si fue el hecho de volver a cuidarla nosotras en semanas alternas, el caso es que Carmen se puso las pilas y recopiló un montón de solicitudes de trabajo entre ellas una en el tablón de anuncios del supermercado, en la que una mujer de edad aunque capacitada se ofrecía como cuidadora de niños o personas mayores.
     Así conocimos a María, y entró a formar parte de nuestras vidas.

     María es una mujer mayor, jubilada pero físicamente muy capaz todavía, voluntariosa, hacendosa, muy dulce, aunque sin empalago, un encanto. Acababa de divorciarse por motivos que no ha querido explicarnos, pero él, antiguo miembro de la benemérita, no le pasa pensión alguna, ¿y quién es la guapa que lleva a los tribunales a un miembro del cuerpo, con lo que se defienden entre sí todos ellos? Y lo peor es que él sigue viviendo a dos calles y está así condenada a cruzarse con él o con alguno de sus familiares cada dos por tres. No quiso que la diéramos de alta en la seguridad social para no perder la paga de la jubilación. De ella dependen dos hijas en el paro, cuyos maridos sobrenadan como pueden la crisis del ladrillo y que no se hablan con su padre. Sobre una pendía una orden de desahucio y la otra vivía de manera provisional en casa de sus suegros. Ambas, encantadas de que su madre ya no durmiera en casa y así poder ocuparla ellas.
     Con María, mamá parece haber recuperado la alegría de estar viva. Aunque no es excesivamente habladora, han conectado en seguida. Lleva la casa como ella misma lo haría. Tienen un modo de pensar muy parecido. Ambas comparten una vaga religiosidad, más acorde con su sentido de la bondad que con la liturgia institucional: vive y deja vivir. A ninguna de las dos les gusta hablar mal de nadie. Y, lo más importante, hasta ahora a mamá no le ha faltado una muda limpia, ni la pastilla correspondiente en cada casilla del pastillero.
     No satisfecha con sus tareas de cuidadora, más las que ella misma asume por iniciativa propia, María todavía encuentra ratos libres para hacer unas labores de encaje que son unos primores. A mí me dejan estupefacta tanta paciencia y tanta delicadeza con los hilos. Pero María apenas le da importancia, dice que son fruslerías, nada comparado con nuestros trabajos, el de Rosa y el mío. Yo protesto, son auténticas obras de arte, así se lo digo, y que podría ganarse un buen dinero vendiéndolas. Pero ella se ríe como si le estuviera diciendo barbaridades y me contesta que sólo lo hace para entretenerse. Ha prometido hacerme un tapetito de encaje. A mí me da cosa. Pero...
     Desde que está ella, el ambiente allí es tan agradable que mi hermana y yo extremamos aún más nuestras visitas a mamá, no por necesidad sino por gusto. Con María, es como si nos conociéramos de toda la vida. Incluso hay noches que o Rosa o yo, o incluso las dos, nos quedamos a cenar con ambas. María, lejos de ver en ello un abuso, no deja de alentarlo. Rosa siempre insiste en cocinar personalmente, para quitarle faenas a María, aunque yo creo que su Paco tiene razón y es una perfeccionista incapaz de confiar en el trabajo de los demás. Yo, en cambio, me dejo agasajar por la diligencia de María, que se siente así plenamente partícipe de ese momento familiar.

     Hace unos días fue el santo de mamá, nuestra Señora de los Remedios, e hicimos un extraordinario. Compramos unas exquisiteces en un establecimiento de comida preparada, llevamos una botella de sidra y una tarta de San Marcos. Las cuatro tuvimos una cena de chicas de lo más divertido. Mamá se puso chisposa con la sidra y empezó a contarnos anécdotas de nuestra infancia. Reímos como hacía tiempo. Por un momento, pareció que las enfermedades y las estrecheces habían desaparecido.
     Cuando acostamos a mamá, con los últimos besos de buenas noches, a María se le escaparon un par de lágrimas. Yo creía que era de emoción y la abracé. Y entonces sí que no pudo contener el llanto. Rosa le preparó una tila. Yo me senté con ella en el comedor.
     Me dijo que lloraba de felicidad. Que le dábamos envidia, nuestros vínculos, nuestra armonía. Que ella nunca había vivido una cosa así. Pero tú también tienes a tus hijas, le dije. Y, ante su mirada de escepticismo, le dije que para nosotras ella era una más de la familia, que así lo sentíamos. María suspiró, sorbiéndose la tristeza, porque ¿quién era ella para merecer tanta atención?, ¿qué había hecho en la vida? No tenía estudios, ni oficio ni beneficio. Los estudios no hacen a las personas, le dijimos. La cualidad de cada uno la da el corazón, le dijo Rosa, no un título. Mira mamá, le dije, ella tampoco estudió y no por eso es de menos valía; al contrario, bregar con todo lo que habéis bregado vosotras... Sí, nos dijo, pero vuestra madre supo hacer de sus hijas dos mujeres de provecho, puede sentirse orgullosa. En cambio, yo... Sus hijas ni siquiera terminaron el BUP. Se le rebelaron antes. La mayor se quedó embarazada siendo todavía una mocosa, sólo por llevarle la contraria. Siempre la han hecho culpable del mal ambiente que había en casa y, según María, tienen razón, porque ella no sabía contener los gritos ni el malhumor de su marido para que sus niñas no lo sufrieran. Ella tenía que haberlo dejado antes, no lo hizo por las niñas, para que no padecieran ese baldón, pero ahora sabe que no se divorció antes por cobardía. Rosa intentó disculparla diciéndole que eran otros tiempos y que ella había hecho lo que en su momento creyó lo correcto. Pero María lo negó, ella nunca había actuado con cabeza. Su marido tenía razón, el guardia civil, ella era un zoquete que nunca había sabido estar a la altura de las circunstancias, una persona sin preparación ninguna y sin nada que ofrecer, ni había sabido atender las necesidades de un hombre ni había sabido proteger a sus niñas del espectáculo de un padre borracho y violento, y motivarlas para se hicieran unas personas con futuro, como ellas mismas se lo echan en cara ahora. El futuro se lo va haciendo cada uno a sí mismo, no depende de nadie, saltó Rosa. Seguro que tú, le dijo, has puesto todo de tu parte para que tus hijas estudiaran, para que tu casa fuese un lugar habitable, no hay más que ver cómo cuidas a mamá. Pero María se echaba a sí misma la culpa de todo, por no haber sabido encarrilar a las niñas e imponerse un poco más. Las cosas no se imponen, le dijimos, uno pone de su parte todos los medios de que dispone pero lo que hagan luego los otros no es responsabilidad tuya. No, exclamó María, es responsabilidad de una madre hacer de sus hijas lo mejor, y yo no he sabido ser madre, y mucho menos esposa. Hasta para divorciarme, se lamentó, lo he hecho cuando ya no sirve de nada, cuando el que fue mi marido ya no tiene bríos para ponernos en nuestro sitio más que con la mirada, y cuando mis niñas ya son unas mujeres sin cimientos ni porvenir. Pero tú no puedes cargarte el peso de todas las culpas, hasta las culpas ajenas, le dijimos. Cada uno es responsable únicamente de sí mismo, añadí yo, y estoy convencida de que siempre has actuado con el mismo cariño y la misma buena voluntad que pones en mamá o en nosotras. Lo que yo hago con vuestra madre lo haría cualquiera, nos dijo, ¿qué merito tiene? Eso sí que no, saltó Rosa, no sólo eras una profesional como la copa de un pino sino que además eres una persona de un corazón como hay pocos. Nos agradeció nuestros elogios inmerecidos y nos dijo que eso era sólo porque nosotras la mirábamos con buenos ojos. Y yo estallé, quería abrazarla, zarandearla para convencerla de que era una persona con muchos valores, muchas virtudes, y así se lo dije. Virtudes, nos respondió, que no le habían servido de nada; había fracasado en todo, primero como esposa y luego como madre. Habrán fracasado los demás, exclamé, por no haber querido ver el tesoro que tenían en ti.
     María nos miró con ternura, con incrédula gratitud. Nos dijo que estaba cansada, si podía retirarse a su cuarto. Mientras Rosa y yo recogíamos nuestras cosas y nos poníamos los abrigos, a través de la puerta del dormitorio escuchábamos levemente un llanto susurrado.

     Me dejó confusa. ¿Habían servido de algo nuestras palabras?, ¿de algo más que para acentuar aún más su profundo dolor y su poco aprecio de sí misma?

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