POTAJILLO DE ACELGAS
Receta granadina
junto a unas reflexiones desde el desaliento por la deriva política medioambiental
Acaba de concluir la vigesimosexta Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, celebrada en la ciudad de Glasgow, con prórroga incluida, como si de una competición deportiva se tratara. Una nueva cumbre climática para volver a constatar que el negocio privado está incluso por encima no ya de las vidas de los individuos sino de las propias condiciones de vida en la tierra.
Tentado estaba de calificarlo de la enésima decepción, pero, para que haya decepción, es necesario un estado previo de esperanza y hace muchísimo que el carácter predatorio y suicida del capitalismo salvaje que gobierna a nivel mundial nuestras sociedades consumistas y enajenadas nos deja poco espacio a la esperanza, relegada como siempre al fondo del cajón de las calamidades de Pandora.
Representantes de unos 200 gobiernos escenifican una vez más una supuesta preocupación común por hacer frente, en la medida de nuestras posibilidades, al cambio climático potenciado por la acción del hombre. ¿Ironía o humor macabro?, la empresas más contaminantes, las que precisamente contribuyen de forma más drástica al calentamiento global, las basadas en combustibles fósiles, cuentan con más representantes que cualquiera de los países asistentes. ¿Había alguien tan iluso como para esperar ni mínimamente que nuestra propia supervivencia, la de todos, tuviera algún peso específico en la balanza decisoria sobre los beneficios económicos de las grandes corporaciones que controlan y rigen en la sombra las distintas políticas nacionales del planeta?
El lobby de las energéticas fósiles domina la Conferencia que va a decidir las medidas más urgentes, ¿alguien esperaba que antepusieran los intereses vitales del planeta a sus propios intereses económicos?
Y, entre tanto, como de tapadillo, la vieja Europa, cuna del humanismo, del pensamiento crítico, de las luces de la razón, de la democracia, sigue apoyando la inversión en "energías sucias", las mismas energías sucias que están llevando al abismo las condiciones de vida planetaria.
Como era de esperar, termina la Conferencia entre declaraciones tan rimbombantes como vacías. Nuevamente gana el discurso trajeado del capital, demostrando de facto quién manda en la tierra, no los gobiernos, no los pueblos, sino las grandes corporaciones.
Nuevamente se consuma la sempiterna traición de los países ricos a los países más vulnerables; EEUU y Europa, principales impulsores, junto con China y la India, de las energías más contaminantes y perniciosas para la supervivencia de la vida en la tierra, vetan la creación de un fondo común de ayuda a los países más pobres para afrontar las medidas más urgentes en la desaceleración del cambio climático.
La situación es desoladora. En sólo 11 años, a este ritmo, según apunta la mayoría de los estudios científicos, "el mundo superará el límite de emisiones de CO2 que marca una catástrofe medioambiental inevitable".
Antesdeayer lamentábamos el mundo que dejaríamos a las generaciones futuras. Ayer no más lamentábamos las condiciones medioambientales que dejaríamos a nuestros hijos. Hoy nos topamos de frente con la evidencia del colapso vital incluso del futuro más inmediato.
¿No vamos a hacer nada?
Si bien es cierto que la acción individual representa un valor insignificante frente a la inacción y la monstruosa ambición de los principales agentes de una economía globalizada, la toma de conciencia de nuestra propia responsabilidad personal puede dotarnos no sólo de autoridad moral para la reclamación de unas medidas institucionales realmente efectivas, sino para transformar nuestro día a día de consumidores clientelares, transformándonos en sujetos afectivos, cuando no efectivos, de nuestras decisiones y vivencias, para lo que no estaría de más retomar viejos hábitos que nos hacían más respetuosos con el entorno y alentaban una conciencia de vida más cívica, menos individualista, menos compulsiva.
Y no es por añoranza de tiempos pretéritos, que nunca fueron mejores sino porque ya son idos, sino porque una mirada libremente discriminatoria siempre puede extraer del pasado condiciones de futuro.
Entre los pocos juguetes de infancia que conservo, destaca una mulilla de cartón piedra.
A pesar de los años transcurridos desde que me la regalaran, cincuenta y muchos, se conserva bastante bien, de forma y colorido, salvo por la falta de dos de las cuatro ruedas que la hacían una figura rodante.
Precisamente la plataforma de madera sobre la que se yergue, en su cara posterior, conserva el sello original que advertía sobre la fragilidad del envase de vidrio para el que anteriormente había sido utilizada esa tabla como parte de un embalaje. Es decir, la plataforma de aquel juguete comprado era una table de madera reutilizada, lo que no le restó valor alguno.
Uno de los factores más valorados en los productos que se adquirían era precisamente su perdurabilidad, la calidad de sus componentes, que los hacían útiles y preciados incluso después de sucesivas reparaciones. La obsolescencia programada, si es que se oía hablar de ello, parecía entonces una fantasía disfuncional de supermalvados intergalácticos de imposible implantación fuera de las mentes más calenturientas. ¿Quién compraría algo programado ya desde su propio diseño para una temprana caducidad sin reparación posible? ¿Estamos locos o qué? Parecía tan absurdo, una estafa, eso que hoy es la normalidad más normal en nuestro mundo de usar y tirar, tirar, tirar, amontonando basura sobre basura.
Recuerdo cuando íbamos a la tienda del barrio con las botellas retornables, o con aquellas cestitas reticulares para los huevos; cuando unos zapatos duraban varias temporadas mediante los sucesivos arreglos del zapatero. La vida podía no ser tan cómoda ni tan engatusadora sin la inmediatez de su respuesta a nuestro capricho, pero tenía el ritmo apacible y amigable de nuestra vecindad con el entorno.
Entre esa hermandad con los ritmos de las cosas y de las estaciones, capítulo importante lo desempeñaban las comidas. Ya he comentado en otras entradas de este blog cómo, en el día a día de mi infancia y juventud, las comidas se acomodaban a la estacionalidad de los productos, con una variedad mucho más rica y estimulante que este todo a mano en cualquier momento cueste lo que cueste y venga de donde venga.
Otro aspecto importante de aquella mesa variada era el amor que se le dedicaba al guiso sencillo, nada sofisticado, sencillo y, sin embargo, sabroso y reconfortante como una presencia familiar.
Una de esas comidas humildes en la cotidianidad de mi infancia era el potajillo de acelgas. El diminutivo aquí no era despectivo, sino encarecimiento afectivo, como el dedicado a esa vieja manta que nos echamos por las piernas cuando tenemos frío.
Lo comíamos fundamentalmente en viernes, viernes de ayuno y abstinencia, según la prescripción religiosa, sólo con ingredientes vegetales. Pero yo, que siempre tuve "espíritu de contradicción", siempre preferí la otra variante, la que, mediante la adición de un chorizo, rompía la estricta argolla de la abstinencia obligada.
POTAJILLO DE ACELGAS
Ingredientes (para unas seis raciones)
- Garbanzos, 500 gr.
- Acelgas, dos manojos (o uno, si son muy gruesos).
- Zanahorias, dos.
- Pimientos secos dulces (o ñoras), dos.
- Chorizos frescos, seis (opcional).
- Patatas, dos o tres, en trozos gruesos (opcional).
- Ajo, dos o tres dientes.
- Huevo, uno.
- Pimentón dulce, una cucharadita.
- Vinagre de Jerez, un par de cucharadas soperas.
- Aceite de oliva, tres o cuatro cucharadas soperas.
Una vez escurridos los garbanzos, los echamos a la olla.
Pelamos y cortamos las dos zanahorias en rodajas finas y las añadimos. Lo cubrimos de agua, que rebose ligeramente el volumen de los garbanzos y zanahorias, aproximadamente un litro y medio.
Lavamos bien las acelgas para eliminar cualquier resto de tierra. Cortamos las partes más dañadas de las pencas (el tronco blanco de la acelga) y cortamos la hoja entera con su penca en tiras horizontales de aproximadamente un dedo de anchas. Las añadimos a la olla, que previsoramente habremos elegido grande, ya que las acelgas, antes de su cochura, presentan un gran volumen que, al cocer, se reducirá considerablemente.
Por último, quitamos el rabito y las semillas a los pimientos secos y los lavamos. Los incorporamos a la olla, siempre en la parte superior, para poder retirarlos más cómodamente en su momento. Añadimos el aceite y ponemos a fuego mediano alto, con una tapadera medio cubriéndolo.
Es importante no utilizar en principio demasiada agua, ni intentar que ésta cubra las acelgas, ya que, como se ha indicado, esta verdura reduce mucho su volumen al cocer y, en el proceso, suelta bastante líquido, por lo que correríamos el riesgo de que el guiso se nos convirtiera en una sopa con las acelgas nadando en abundoso caldo. Siempre podremos añadirle agua posteriormente, en caso necesario.
Cuando hayan reducido las acelgas y el líquido las recubra por completo, reducimos el fuego y las dejamos cocer semitapadas una hora y media aproximadamente. Aunque yo siempre prefiero cocinar los guisos a su amor, a fuego lento, también puede hacerse en olla a presión. En este caso, el tiempo de cocción se reduce a unos veinte minutos.
Pasado este tiempo, es el momento de apartar y reservar los pimientos secos, así como de añadir los chorizos y las patatas.
Como ya he indicado, ambos ingredientes son opcionales.
Yo siempre me decanto por el chorizo, son mi debilidad, no así por las patatas. Quizás porque en casa, mi padre, mayorista patatero en Mercagranada, era un fanático de las patatas y las solicitaba en cualquier comida, yo terminé saturado de ellas y me gusta reservarlas para comidas en las que la patata destaque como ingrediente principal, no secundario. Por otro lado, a mi humilde entender, la fécula de la patata espesa demasiado los guisos y, sobre todo, cuando se cocina pensando en una cantidad suficiente como para que sobre y poder congelar raciones para otras ocasiones (y éste es un guiso que apenas altera sus propiedades con el proceso de congelado), la patata tiene muy mal congelar, quedándole una textura acorchada.
Lo dejamos cocer otra media hora aproximadamente, siete u ocho minutos en caso de olla a presión.
Entre tanto, vamos preparando el majadillo, para el que ya no utilizo, como mi abuela, el almirez, sino la batidora eléctrica.
En primer lugar, cocemos un huevo duro, unos doce minutos desde que arranca a hervir. Lo enfriamos bruscamente en agua con hielo y lo pelamos.
Vamos echando al vaso de la batidora los pimientos secos, el huevo cocido, tres o cuatro dientes de ajo pelados, una cucharadita pequeña de pimentón, el vinagre y la sal. Le añadimos un poco del propio caldo del guiso o, en caso de que esté falto de líquido, un poco de agua y lo trituramos bien.
Llegado el momento, probamos un garbanzo para comprobar que esté tierno, aunque presente todavía una ligera resistencia al morderlo, y añadimos el majado.
Removemos bien y le dejamos un último hervor de unos diez minutos, o el tiempo necesario hasta que el garbanzo termine de adquirir su textura cremosa.
Apartado ya del fuego, un breve reposo siempre le vendrá bien al guiso, para que la trabazón sea más uniforme, no necesariamente mucho rato, mientras ponemos la mesa y nos tomamos un aperitivo en feliz compañía, lo más adecuado.
Y directo al paladar. Buen provecho.
Gracias Jesús
ResponderEliminarGrandeee Jesús
ResponderEliminarEn tus comentarios sobre la cumbre y los políticos... das en la diana.
ResponderEliminarEl potaje lo incluiré en mi libro de recetas y no tardaré en cocinarlo.
Gracias por compartir!
Un abrazo, Jesús
Buena pinta tiene el potajillo
ResponderEliminarBuena pinta tiene el potajillo
ResponderEliminar