"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

lunes, 30 de octubre de 2023

KARYOTAKIS. LA SOMBRA QUE SIEMPRE ME ACOMPAÑA.


En estos momentos cruciales de estupor, vergüenza y amargura ante la horrible aniquilación de cualquier valor humanístico, permitiendo o perpetrando el genocidio de poblaciones enteras, humilladas por el devenir histórico y por particulares intereses geopolíticos, con ocasión del 127 aniversario del nacimiento de Kostas Karyotakis, poeta griego de aquella generación que sufrió las trágicas consecuencias de la catástrofe microasiática y máximo exponente del pesimismo literario que en la década del 20 del pasado siglo se apoderó de la cultura griega, retomo este artículo, ligeramente revisado y actualizado, originalmente publicado en el número 19 de la serie de monográficos Más cerca de Grecia / πιο κοντα στην Eλλαδα, Universidad Complutense, Madrid (2002-2009).






KARYOTAKIS.

LA SOMBRA QUE SIEMPRE ME ACOMPAÑA.


Hoy nos ocupamos de Kostas Karyotakis, probablemente uno de los poetas más pesimistas no sólo de la literatura griega. Aunque, en el fondo, ¿qué es un pesimista sino un idealista a quien el mundo se le ha hecho añicos entre las manos? Su mirada refleja, en un descarnado tránsito entre el desengaño y el sarcasmo, los estériles naufragios del entusiasmo. Sus ojos, que aspiraban al encuentro con la luz de la razón, chocaron con la desolación del abismo.

     Karyotakis nació en Trípolis, Peloponeso, el 30 de octubre de 1896. Los frecuentes traslados de su padre, ingeniero civil al servicio del Estado griego, hicieron que la infancia del poeta transcurriera en diferentes localidades: Lárisa, Kanea, Kalamata, Janiá, provocándole un profundo sentimiento de desarraigo. Tras estudiar Derecho en Atenas, es nombrado Primer Secretario del Ministerio del Interior en la Prefectura de Salónica. A partir de entonces, simultaneará su labor literaria con el trabajo de funcionario público en diversos destinos, algunos de los cuales malos destinos en represalia por su labor sindicalista, hasta acabar en Préveza, una pequeña ciudad en la periferia del Epiro, entonces un yermo cultural gris y provinciano, junto al mar jónico, donde el poeta acabará suicidándose el 21 de julio de 1928. Tenía 31 años. Para entonces, había publicado tres colecciones poéticas: El dolor del hombre y de las cosas, en 1919, Nipenzí (término homérico que podría traducirse por Analgésico u Opio), en 1921, y Elegías y sátiras, 1927. Además de diversas colaboraciones en publicaciones varias, fue, junto a Agis Levendis, editor de la revista satírica La gamba, de la que salieron a la luz seis números. Tras vivir en su adolescencia y primera juventud las dos Guerras Balcánicas y la Primera Guerra Mundial, sufrió, como toda su generación, el impacto de la catástrofe microasiática, la irremediable pérdida de los milenarios territorios griegos de Jonia y Eolia, que conllevó una terrible proporción de muertos y heridos, además del millón y medio de refugiados, cuya huida a la Grecia continental agravó la crisis política y económica del país, al crear una considerable bolsa de miseria y marginalidad. Como jefe de la Oficina de Inspección para la Instalación de los Refugiados procedentes de Asia Menor, vivió muy de cerca las consecuencias de aquel desastre humanitario. Karyotakis pertenece, pues, de lleno a esa generación, la llamada generación del 20, perdida en una de las trágicas encrucijadas de la historia moderna.

     Su poética, partiendo de un neorromanticismo que sobrenada en la propia amargura y directamente entroncado con la misma tradición parnasiana que ya había dado sus frutos en la modernización de la poesía griega durante la generación de Palamás, evoluciona hacia un simbolismo depurado y mordaz, erial del desencanto, sarcástico, cruel, desenmascarador de las miserias y mezquindades de una sociedad materialista e insolidaria, señas de identidad del simbolismo anglosajón, que tanta influencia ejercerá durante la generación inmediatamente posterior en poetas como Seferis.

     A nivel temático, desde una postura inicial introspectiva, propia del neorromanticismo, la obra de Karyotakis evoluciona hacia una visión social que alcanza su más depurada expresión en las "Sátiras" de Elegías y Sátiras, donde plasma una sociedad pequeño burguesa completamente deshumanizada por los prejuicios, la hipocresía, la estrechez de miras, la autocomplacencia y la desidia, una sociedad asfixiante, podrida por sus pequeños crímenes cotidianos, intranscendentes, frívolos, devastadores, en un sombrío panorama como de aguafuerte casi expresionista. Si en sus primeras obras la poesía es espejo donde el dolor del propio poeta se contempla y es diseccionado a conciencia, Karyotakis va poco a poco invirtiendo los términos, haciendo de su propio yo espejo donde el dolor deja de ser personal para convertirse en el dolor de los otros, el dolor del hombre anónimo, el dolor de un yo cualquiera condenado a toparse siempre de bruces con la tumba abierta de los convencionalismos y del pragmatismo insolidario.




     A lo largo de su trayectoria literaria, un sentimiento de desolación y derrota recorre su poesía, una idea obsesiva y claustrofóbica que queda patente en uno de los poemas de su última colección.

          "Mientras camino, una sombra por encima me acompaña
            como pesada nube o ala de pájaro de mal agüero.
            Conmigo está allá donde voy, conmigo haga lo que haga,
            y ni siquiera deja ver el sol de dios".

     Algunos de los aspectos fundamentales del pesimismo de Karyotakis están aquí presentes con economía y precisión expresivas. La sombra que persigue al autor tiene las características de la pesantez, de la oscuridad, pero, sobre todo, de lo ineluctable de su presencia, pues no se trata de una sombra coyuntural, proyectada por un objeto o una circunstancia de los que pudiera apartarse o desprenderse, sino de la propia sombra, sentida como un lastre que dificulta la realización personal y marca una distancia insalvable con un mundo generalmente incomprensible, a menudo cruel, cuando no ridículo o despreciable; sombra siempre presente, vaya donde vaya, haga lo que haga. ¿A qué realidad concreta apunta esa metáfora en la poesía de nuestro autor?
     El motivo temático más próximo es la idea de la muerte. La muerte y sus múltiples máscaras recorren el pensamiento de Karyotakis como una columna vertebral que, sosteniendo en pie todo su edificio ideológico y literario, lleva en sí el estigma de una gangrena corrosiva. No en vano dicha palabra, "tánatos", es con mucho la más frecuente en todo su vocabulario poético. El primer poema de El dolor del hombre y de las cosas viene encabezado por el título de Muertes y, como subtítulo, la esclarecedora sentencia: "Hay hombres que tienen su mal agüero dentro de sí". En tres breves estrofas, invocando a los ojos, las manos y la boca, se nos presenta el propio cuerpo como sarcófago: manos que llaman a las puertas de la muerte, sujetando rosas, belleza caduca; ojos sedientos, como ventanas cerradas; bocas como tumba escogida por la palabra. Las tres funciones que definen al ser humano -el tacto, la capacidad manual como agente activo y percepción sensorial, impotente, no obstante, ante la caducidad de todo lo hermoso; la visión, como forma de conocimiento; la palabra, como medio de expresión, como puente tendido entre nosotros y el entorno- las tres condenadas irrecusablemente al fracaso. La muerte es potencia inexorable. Todo, aun lo mejor de nosotros mismos, cae bajo su imperio estéril. En el delicado poema Almendro, el pequeño arbolito, precursor de la primavera con su radiante floración, se transforma en símbolo de la mujer amada, mujer a la que ni siquiera el amor logra arrancar de su destino mortal.
     La agonía de la muerte trasciende lo personal para hacerse eco de la caducidad de todo lo existente. Primavera resulta un título engañoso para el poema que encabeza. Fruto aún de una sensibilidad y una estética neorrománticas, nos describe un jardín, proyección del propio yo, universo transido por el dolor ante la futilidad de la vida. Titularlo Primavera no responde aquí todavía al espíritu cáustico que impregnará sus últimas composiciones. La mención de dicha estación, generalmente asociada a la renovación, al despertar de las potencias genésicas, acrecienta mediante el contraste la amargura de ese escenario de melancolía y desolación. La naturaleza entera, en este caso un jardín, naturaleza domesticada, se hace eco de ese dolor de todo lo vivo en su condición mortal: el sonriente almendro hunde sus raíces en las aguas turbias del pantano. La acacia, enferma. Las rosas son negras. Cada maceta, un féretro. El ciprés. interminable como un suplicio, sediento de aire, alza su negrura hacia las estrellas. Las latanias (o palmeras chinas) son manos que elevan su desesperación cósmica a un cielo sordo y mudo. Los arriates de pimenteros, cortejo fúnebre. La renovación de la vida aquí escenificada conlleva implícito el estigma de su propia decadencia. 
     La misma amargura destila en su lacerante concisión uno de los poemas de su última etapa. En la Trilogía heroica, el soneto dedicado a Atanasios Diakos, uno de los héroes caídos en la revuelta de 1821 que condujo a la independencia griega, prescinde completamente de cualquier aliento heroico, de toda referencia a la gesta histórica. El poema está constituido por la breve descripción de una luminosa mañana de abril, un radiante prado de tréboles y fragantes flores, surcado por el vuelo ascendente y el gorjear de los pájaros. Ninguna concreción geográfica ni cronológica, sino la naturaleza en plena eclosión vital, con un ritmo de canción popular, frente a la cual se pregunta con angustia el héroe: "¿Cómo morir?", ¿cómo morir en primavera?, ¿cómo morir cuando la tierra en derredor rezuma vida? La muerte, como condición humana o como sacrificio patriótico, ensombrece todo heroísmo, toda perspectiva vital.

     Íntimamente relacionado con la muerte, otro motivo temático ahonda en esta percepción de la existencia como ruina, como fracaso. Es el tiempo, el imparable devenir devastador. Quizás las más lacónica y rotunda expresión de este concepto sea el poema Deterioro, un único dístico en el que resuena en eco el conocido fragmento de Heráclito: el tiempo pisoteando las obras del hombre, como castillos de arena que un niño irreflexivo pisa.
     Esta conciencia de tiempo devastador no sólo de las grandes obras humanas, también del entorno familiar, cotidiano, alcanzando en su tarea destructiva al propio ser, está presente a todo lo largo de su poesía, preñado de un fuerte sentimiento de soledad.

          "Se tambalea ahora,
            hasta los cimientos se estremece
            y se la lleva el Tiempo,
            mi casa paterna.
            De repente veo que soy
            el último, el único".

     No obstante, la imagen del tiempo como proceso de deterioro, hermano de la muerte, alcanza su más amargo acento al confrontar la permanencia de los objetos con la irrevocable fugacidad de la vida humana, con la muerte espiritual, o con la muerte en vida, con esto que llamamos vida y no es sino un existir vano, polvo y ceniza: "Todas mis cosas quedaron como si yo hubiera muerto hace tiempo". "Los libros se olvidan de mí". "La ventana quedó cerrada". "Ni siquiera el sol entra ya". "Mi casa desierta resuena". "Llevo muerto tantos años". "De polvo sobre polvo se llenó el lugar, y con el dedo dibujo cruces". El tiempo mató energías y ambiciones. El tiempo hizo del espacio familiar un sepulcro. Ni siquiera condujo al conocimiento, sino al desconcierto, a la confusión existencial.

     La permanencia de la materia no alentada por la energía vital pone aún más en evidencia la condición mortal del hombre, tanto su muerte física como la muerte psíquica. El binomio primavera/otoño enlaza directamente con el binomio juventud/vejez, no sólo como paulatino detrimento físico, sino como irreversible proceso de muerte espiritual, muerte de aquellos ideales primeros que dieron aliento a nuestra juventud, muerte de la capacidad de sentir, de emocionarnos. En varias ocasiones insiste Karyotakis en la añoranza de un tiempo anterior en que la luz de la juventud iluminaba sus pasos, tiempos de comunicación anímica, de aliento creativo, de confianza en las propias capacidades para transformar el mundo y para penetrar el duro cascarón de las certezas. "Vete como se fueron aquellos años en que sólo una palabra tuya era, en la vida, para mí cual peán", declara Karyotakis en un momento en que ve "crecer encima la noche y hacerse profundos los abismos". La amargura por los tiempos idos, por la pérdida de aquella energía vitalista, viene acompañada por la constatación de la propia soledad.

          "¡Qué jóvenes llegamos aquí, a la isla desierta, al borde
            del mundo, más acá del sueño y más allá de la tierra!
            Cuando se alejó nuestro último amigo,
            llegamos lentamente arrastrando la eterna herida".

     La muerte de la juventud tampoco trajo consigo conocimiento. Simplemente destruyó el optimismo motriz, agostó ideales y sentimientos. Ahora "vemos con mirada vacía", caminamos cojeando solos. Nuestro cuerpo, enfermo, pesado, parece ajeno. La respuesta a nuestra voz es su propio eco apagado, sombra de sí mismo. "Sólo muerte cotidiana y bilis nos traerá la vida". Bilis, como resultado de la paulatina descomposición de la materia y del espíritu, como residuo ácido de la propia putrefacción física y anímica. "Soy el jardín que en otro tiempo con sus flores perfumaba y se llenaba con el jovial gorjeo de los pájaros", hoy agostado bajo espinos, mudo, plagado de serpientes. La identificación del poeta con ese jardín convertido en selva otoñal es, en este segundo poema de la serie Elegías, absoluta.
     La constatación de esa muerte anímica rehúye cualquier énfasis elegíaco. Es condición natural, irrevocable. El progresivo deterioro humano transcurre en una sucesión de crepúsculos particulares que indefectiblemente desembocan en el crepúsculo definitivo. El poema Historia universaliza desde el propio título lo que podría haber sido una anécdota particular mediante los recursos propios del cuento o la leyenda, prescindiendo de cualquier dato concreto, ni nombres ni coordenadas espaciotemporales. Verso a verso, constata el crepúsculo vital de dos amigos tras su alegre juventud, crepúsculo que conlleva, con el alejamiento de ambos por motivos laborales, el silencio y la vejez. La madurez, como un nuevo crepúsculo, añade a la separación el abandono de los ideales, la aceptación de las propias cadenas, a las que cada uno por separado se pliega sin resistencia; antes del crepúsculo definitivo, en que pasarán a la tierra, desaparecerán definitivamente, sin dejar rastro. Eludiendo el claro referente autobiográfico, Karyotakis hace en tres breves estrofas una somera descripción de esa Historia de muerte paulatina, muerte interior y muerte física.

     La amargura y la falta de respuestas ante esa sombra que, batiendo sus alas, escribe en el horizonte signos interrogativos y cruces funerarias se hace patente en uno de los poemas sin título de Elegías. Se trata de una agónica invocación al otoño, en la que éste es descrito como ángel del desgaste, señor de la muerte. Todo se mustia a su paso, incluso las frías flores de la mente. Poéticas, símbolos, himnos, toda la obra de la inteligencia sufre el mismo proceso de descomposición ante ese gigante que barre con la frente las estrellas del cielo y las hojas del suelo "con el ribete de su casaca dorada". La actitud del poeta supera en último término el dramatismo de esta ley universal mediante una aceptación no resignada, sino positiva: el abandono al proceso mediante el cual la materia vuelve a la tierra y se hace una con ella, devolviéndole la energía que al nacer tomó en préstamo.

          "Y tal como caen las ramas en la tierra mojada, las frutas,
            vine a abandonarme a tu sagrado ímpetu".

     Sin embargo, esta constatación del final como renovación física mediante la unión casi mística con la tierra sirve de pobre consuelo al individuo concreto, destruido por las muelas infatigables de las horas. Karyotakis, que frecuentemente busca en la naturaleza respuesta a sus más íntimos interrogantes, descubre una nueva fuente de amargura en la confrontación entre el carácter cíclico de ésta y la condición mortal del individuo. En un poema dedicado a los árboles "deshojados en la noche de diciembre", el poeta experimenta una profunda empatía, alma invernal él también, deshojada de respuestas. Pero, para los árboles, habrá una nueva primavera, no así para el hombre, una vez muerto. Aquí no hay rebelión, al contrario. Con qué pudor, el poeta asume su condición fatal frente a la renovación vital de una naturaleza de la que se siente excluido y a la que no quiere manchar con el miasma de lo caduco.

          "Mañana, pasado mañana, me tendréis de compañero y amigo.
            Vuestros secretos quiero que me contéis;
            mas, cuando luego aparezca vuestra primera hoja nueva,
            me marcharé lejos, para que gocéis de la luz".

En el poema Último viaje, si no un consuelo, la aceptación de ese final definitivo del ser humano, que no de la materia que lo constituye, supone el final del dolor de vivir, no exento del brillo crepuscular de la añoranza.

          "¡Buen viaje, lejano barco mío, en el regazo
            del infinito y de la noche, con tus luces doradas!
            Querría yo estar en tu proa, para ver en torno
            pasar en procesión los sueños primeros.

            Que la tempestad cesara en el mar y en la vida,
            ir contigo lejos sin volver atrás la vista,
            que mecieras mi eterna tristeza, barco,
            ¡sin saber adónde me llevas y sin retorno!"

     El tiempo destruye las construcciones humanas. La muerte es ley absoluta. Ni siquiera es consuelo que la materia vuelva a la materia. Pero ¿qué ocurre con las obras de la luz, con las obras de la inteligencia? ¿Ellas también perecen? En el primer poema de la serie Elegías, el poeta desmonta el mito de la supervivencia de la propia obra más allá del autor. La muerte sigue siendo ese glorioso crepúsculo fugaz que precede a la transubstanciación de la carne en germen de nueva materia viva, pero ¿qué ocurre con lo que dejamos a nuestras espaldas? La Fama póstuma no es un acto comunicativo tendido a través del espacio y del tiempo, sino nuevo índice de soledad y desencuentro.

          "Puede que tras nosotros sólo queden los versos,
            que sólo queden diez versos nuestros, como
            las palomas que dispersan los náufragos al azar
            y, cuando llevan el mensaje, ya no hay tiempo".

Ridículo consuelo, la fama póstuma, cuando además se trata de autores mediocres cuya obra desaparecerá con ellos mismos. En la Balada a los poetas sin gloria de los siglos, Karyotakis ahonda en el sarcasmo de la muerte póstuma de tantos escritores que buscaron en sus obras un atisbo de inmortalidad.

     Retomando el motivo de la luz como fuente de conocimiento, la luz como energía vital, Karyotakis plantea una peculiar dialéctica muerte/luz en la que ambos términos, lejos de excluirse, pueden aparecer como los dos polos de una misma realidad. Fuente de luz primordial, suele ser el sol referente característico. Sin embargo, en el sombrío pesimismo del poeta, en medio de esta noche del alma que es su vida, a menudo la luna o las estrellas adoptan esa cualidad simbólica, ya que incluso la luz del día, luz que ciega, aparece inscrita en el devenir temporal. El escenario poético de Karyotakis no suele ser el mediodía, la plenitud del astro en el cenit, sino la efímera eclosión del alba, como ilusoria promesa, o el glorioso crepúsculo, como despedida clarividente.
     La luz es promesa. Pero no para el hombre, que se refugia de ella en casas como tumbas, en la casa del dolor. En el temprano poema Gala, las estrellas titilan, pero las lágrimas invaden el ojo. Las casas "están como mudas, aunque hablaron la lengua de la muerte". Se encuentran sumidas en la oscuridad. De ellas "aparta con horror la luna sus dedos de plata". Asimismo, "la primera rosa en el confín del cielo", el amanecer, no invita a la esperanza, sino que alumbra la conciencia del propio devenir, del propio dolor, del dolor del hombre y de las cosas.
     Veíamos cómo, en la sombría primavera de Karyotakis, el ciprés, sediento de aire, alzaba su interminable negrura hacia las estrellas. El subtítulo del poema Noche, de su primera colección poética, El dolor del hombre y de las cosas, no puede ser más concluyente: "Es una noche sin amanecer la vida". Noche urbana, noche del alma, noche de la inteligencia por la que caminan como por una calle desierta los amores ya acabados. La puerta de casa se ha abierto para dejar escapar las últimas reliquias. La cama en que se hace el amor, aunque creen sus ocupantes que ha crujido, en realidad se ríe de los amantes, soñando con la muerte que les espera: muerte y vida, fecundación y defunción ocupan un mismo espacio. Las tabernas son como criptas de amores extintos, de canciones que lloran. Ni siquiera las nocturnas luminarias alcanzan este sepulcro que es la ciudad, "cementerio de pérdidas cotidianas".  Los tejados, de donde la luna se cuelga para volcar sus lágrimas, se interponen entre el dolor de los hombres y la noche estrellada. El farol de la calle, luz recreada, permanece mudo, macilento, sin desvelar su misterio. La vida como noche interminable, como muerte ininterrumpida, sombra que ninguna luz del mundo puede esclarecer.
     Otro poema de igual título, Noche, último de la primera serie de Elegías y Sátiras, describe la vida como un inmenso ocaso que poco a poco va apagándose. Sin solución de continuidad, como una estampa a un tiempo estática y narrativa, la sucesión de elementos poéticos describe una trayectoria vital, desde la infancia feliz hasta la más sombría vejez, crepúsculo que vacía de presencias nuestro entorno, que nos trae mensajes indescifrables y arruina nuestros sueños. La vivencia inicial que, encarnada en los niños, parece abrirnos una ventana a la esperanza va revelándose como un paulatino proceso de asfixia vital, noche perpetua.
     Noche absoluta, sin trascendencia. En el poema Elíseos, en el que echa mano de la antigua mitología para describir el mundo de ultratumba, en un claro rechazo a los consuelos cristianos de ultratumba, retoma la dicotomía cuerpo/alma incluso a nivel formal. El dualismo humano se expresa poéticamente en un paralelismo estrófico y temático. Los cuerpos, por un lado, se tronchan bajo el cansancio, luego se agazapan en tierra, en una sugerencia de posición fetal que recuerda un retorno al útero materno, y acaban haciéndose tierra con la tierra. Las estrofas dedicadas al cuerpo vienen destacadas por paréntesis que revelan el aislamiento vital del hombre, así como por una progresiva mengua de dos versos, verso y medio, y un verso respectivamente para cada etapa. Por el contrario, las almas, separadas del elemento mortal, acceden primero al conocimiento, a la belleza luego, pero ellas también acabarán como soles en el crepúsculo. No queda atisbo de inmortalidad alguna. La caducidad pende como una maldición incluso sobre lo más sublime del hombre: la luz del espíritu.
     No hay escapatoria a esa sombra que nos acecha. No hay consuelo ni paliativos. En medio de la angustia por la propia condición mortal, los hombres se agarran como a clavo ardiendo a diferentes quimeras, sea la religión, sea la fama póstuma. Karyotakis desmonta esos espejismos con despiadada meticulosidad. Su rechazo de la divinidad como fuente de esperanza es absoluto. Si hay dios, si hay conciencia rectora del universo, ésta no puede ser otra que ese destino inconmovible que nos destruye en vida.

          "¿Qué voluntad divina nos gobierna?
            ¿Qué trágico destino sostiene el hilo
            de los días vacíos que ahora vivimos
            como por una mala, antigua costumbre?"

Imposible conocer su naturaleza divina, sólo nos es dado constatar su presión justiciera sobre nuestra indigencia mortal.

          "Hay en el cielo un puño
            de hierro, grande, que no aplasta,
            pero castiga. Y oprime sin interrupción".

¿Qué sentido podría tener dios, cuando carecemos incluso de la condición necesaria para su existencia? En el poema Marionetas, no se cuestiona el libre albedrío, se lo niega tajantemente. Somos figuras sin conciencia real, sin capacidad de decisión, seres quiméricos, idea abstracta en la mente de los demás, sujetos pasivos pendientes del hilo de la burla cósmica, sin alegría, sin voluntad. Nuestro cuerpo, hecho de papel e indecisión, baila en manos de un destino ciego. Sólo el dolor nos da la medida de nuestra auténtica existencia.
     Si este mundo tuviera un divino Hacedor, qué torpeza de creación, o qué maldad la suya. La presencia del mal cuestiona y resta todo valor a esa pretendida Mente Rectora. El Treponema palidum es el nombre científico de la bacteria que provoca la sífilis y el título de unos de los poemas más radicales de Karyotakis. El poeta conoció el estado de extrema postración y de locura, como preámbulo a una muerte atroz, vivido por su amigo y también poeta Romos Filiras, aquejado por dicha enfermedad. Incluso se ha especulado con la posibilidad de que el propio Karyotakis pudiera haberla contraído. La locura, como resultado de un hermoso instante de unión carnal, revela la burla suprema del Supremo Creador: "Una comedia es su creación". Su infinita bondad sólo es manifiesta cuando echa sobre nuestros ojos el asombro, el sueño y la neblina como telón final.
     La negación de dios por parte de Karyotakis no sólo se basa en motivos filosóficos, sino también en la divina santificación de los crímenes como motor de la historia, las cruzadas nacionalistas ejecutadas en su nombre. La Trilogía heroica, puente entre la serie de Elegías y las Sátiras, consta de tres breves sonetos de ironía alusiva. Incluso en el plano formal, estas obritas aparentemente menores adquieren por contraste una intensidad sarcástica transgresora. No en vano composiciones heroicas, que se esperarían escritas en un estilo noble y en una métrica acorde con los elevados principios de libertad que guiaron la insurrección contra la dominación otomana, se resuelven en sucintos sonetos pentasilábicos que reducen la grandeza de la acción a escenográfica negación de la vida. Ya veíamos antes la angustiosa pregunta de Diakos: ¿cómo morir en primavera? El poema dedicado a Konstandinos Kanaris, uno de los símbolos principales de dicha lucha, ensalza al héroe que se puso al frente de ese "mundo que sufría", el pueblo griego sojuzgado por la larga dominación otomana. Sin embargo, su lenguaje es el lenguaje de la espoleta y la mecha; su mensaje es un mensaje de muerte. Su mano, portavoz de la voluntad divina, sostiene "la llama que destruye y, al mismo tiempo, bendice".
     Dios, garante de cruentas conquistas, es también, en la práctica cotidiana de sus creyentes, sostén de las desigualdades que pretende consolar con promesas de ultratumba. En uno de sus tres poemas póstumos, Karyotakis, frente a esa espectral alianza de supervivencia "cuando bajemos la escalera" de la muerte, bendice la soledad del hombre en vida.

          "Al menos aquí estamos solos,
            pasa el día, amanece otro,
            y en nuestros ojos conservamos aún
            algo que da color a las cosas".

En lo que parece una prefiguración del infierno existencialista de Sartre, donde el infierno son los otros, la mirada que desde el exterior nos juzga y nos confirma, en esa vida más allá de la vida, estaremos condenados a la mirada de los demás; estaremos perplejos, mudos ante el reproche de su inexistencia, incapaces de actuar, "con las manos cortadas por los codos", "inmóviles cual rostros de icono". Pero, incluso en ese infierno de marionetas con los hilos cortados, seguirán rigiendo las estrictas normas de la sociedad. La muerte no iguala al rey y al mendigo, como aseguraba la antigua sentencia. Si nos ponemos de puntillas, veremos en el Paraíso las nobles villas de Posilipo, uno de los más afamados barrios residenciales de Nápoles, así como los "estadios donde jugarán al cricket, Señor, tus seguidores". ¿Qué queda en pie de esa religión que se proclama universal y redentora?
     Sea lo que sea, dios inclemente y aplastante, el tiempo como carcoma infatigable o destino ineluctable, la pregunta es: vilanos sin peso ni consistencia en mitad del océano, "¿encontraremos al menos el fondo del abismo?". Ni siquiera la desacralización de la existencia confiere al hombre el peso de su ser individual.

          "Sin fe ni amor, sin lastre,
            nos volvimos botín del viento".

     Somos nada, vacío que barre el aire, fantasmas fatuos, engreídos, pedantemente orgullosos de nuestras propias obras como si éstas fuesen creación de una individualidad excepcional. En uno de sus más célebres poemas, Somos unas destartaladas guitarras, ni siquiera la poesía es producto de la propia voluntad, sino ruido de la naturaleza al atravesarnos, eco del infinito que no nos habla a nosotros, nos utiliza como caja de resonancia. Nuestras obras son obras de la propia vida, del mundo circundante; nosotros, instrumento involuntario, obstáculo que resuena al paso de esa vida que nos sobrepasa y nos deja atrás sin habernos hecho partícipes de su fuerza genésica. Rechazados por la vida, por la poesía, ese eco involuntario que produce ésta al pasar a través de nosotros, resulta un refugio odiado, inútil, insatisfactorio. El pesimismo de Karyotakis en este poema llega a la más absoluta negación existencial.
     En el poema que comienza "Como un manojo de rosas", de Elegías y Sátiras, asistimos a un cuadro de serena beatitud, una noche de plenitud espiritual y sensorial, con los elementos más sencillos: la fragancia de las rosas, la bondad en el corazón, la luna, una atmósfera electrizada por besos. Paisaje poético y anímico en el que, sin embargo, el pensamiento y los poemas sólo son peso superfluo, inútil.
     Tumbas, dedicado a una poeta, Heleni Lámari, muerta en 1912 y olvidada por lectores y estudiosos, nos presenta las tumbas de una serie de hombres de letras griegos, personajes reducidos a una macabra iconografía de cementerio: todo Martzokis es aquí dos palos cruzados; Vasiliadis, un libro de piedra; Lámari, una losa medio oculta por la hierba. En medio de la paz que respira el lugar, parecen querer hablarnos al corazón, pero esa voluntad de comunicación no sirve. Nada nos llega de su queja, o de lo que quiera que quisieron decirnos.
     Por otro lado, si la poesía callada, sincera, aquella que brota del corazón y de la inteligencia, no nos asegura la comunicación a través del espacio y del tiempo, las fanfarrias del arte como adorno de una sociedad frívola, la vacua grandilocuencia del poeta laureado, su estruendosa pose son otra muerte en vida. La única respuesta a ese quiquiriquí impostado es el sarcasmo desenmascarador. No otra cosa es el poema Todos juntos sino una despiadada burla del fatuo narcisismo de algunos vates "de galería", de su hipocresía y falta de sensibilidad, de su egocéntrica pompa mundana.
     En el poema Pequeña Asinfonía en La mayor, sarcástico ya desde el propio título, Karyotakis pone en ambos platillos de la balanza, por lado, los modales aristocráticos del ilustre poeta Malakasis, la pose de su sonrisa, su cuidada indumentaria, incluidos los afeites y el monóculo; en el otro platillo, la naturaleza asocial del propio Karyotakis, "odiosa reliquia", "juguete de la muerte", "jarrón destrozado", "címbalo vociferante". Y se pregunta: "¿quién reirá el último?". Frente a una poesía inútil como refugio o como comunicación, Karyotakis escoge la autoafirmación en la negación, la sardónica respuesta a esa broma macabra que es la existencia humana, el "grito último de alguien que acaba de morir".
     Esa idea del arte como bofetada personal a la propia existencia no es conclusión terminal, se escontraba ya esbozada en uno de los primeros poemas de la colección Nipenzí. En éste, la poesía no es ya expresión que busque auditorio, sino que el poeta se hace en su obra sarcástico auditorio de su propia ruina: "Haz de tu dolor arpa y ríete y apágate".




     Decía al principio que un pesimista no es sino un idealista a quien el mundo se le ha hecho trizas entre las manos. Entre los poemas póstumos de Karyotakis, el titulado Optimismo ahonda en esa impresión. Toda la composición es una exhortación a imaginar que el pesimismo no tiene razón de ser, a imaginar que el mundo, la sociedad, nuestra propia naturaleza no nos han llevado al "negro callejón sin salida, al abismo de la mente". "Supongamos" -dice- "que no hemos llegado por cien caminos a los límites del silencio, y cantemos". Cantemos, sí, pero no de cualquier manera: "parezca la canción victoriosa fanfarria, estallido de gritos: para divertir a los rojos demonios en el seno de la tierra y a los hombres arriba".
     Y no es que el páramo existencial de Karyotakis, el pesimista, sea el resultado de una naturaleza insensible a las bondades de la vida. En su poesía, no faltan resquicios por los que vislumbrar valores positivos, valores, no obstante, también caducos, que inevitablemente conducen a la misma encrucijada, a la misma amargura.

     Sobre todo en sus primeros poemas, el amor es una de esas fuerzas positivas que tienden a la luz, cuando no se identifica directamente con la propia luz. En el poema Vidas, Karyotakis declara: "Hablo de las vidas que se dieron a luz del amor en calma". Son vidas que fluyen en la corriente de los días, inmersas en el tiempo, en el imparable devenir que conduce a la muerte, pero iluminadas por un ideal: "como dentro de los ríos luce el cielo, como en los cielos corren soles". El poema Amor va precedido de un significativo subtítulo: "Y estaba yo en la oscuridad. Y era yo la oscuridad. Y me vio un rayo de sol". Pero incluso el amor es perecedero. "Una muerte, un toma y daca", afirman los amores en el poema homónimo, que concluye con la amarga sentencia:

          "En la tranquila habitación anochecerá
            incesantemente, y ni siquiera veré
            sus grandes ojos como atónitos,
            que llenaban de luz mi vida".

     Karyotakis reconoce la fuerza transformadora del amor en el corazón de los "hombres sencillos". Frente a las tragicomedias pasionales de una sociedad entregada al lucro y la promoción personal, las vidas humildes y anónimas, que no precisan alharacas para sentirse vivas, despliegan en silencio una existencia limitada, pero iluminada por el amor, como estrellas en algún momento del alba. La plenitud suficiente de una vida anónima y su destino mortal viene magistralmente expresada en uno de los breves poemas monostróficos de Elegías. La economía de medios, una somera yuxtaposición descriptiva que conduce a la agónica luz del ocaso, desnuda la escena de cualquier patetismo.

          "Una casita remota, al crepúsculo, en el olivar,
            una humilde habitación, un hondo sillón,
            una joven que pensativa mira el cielo,
            ¡oh, vida que se pierde y con el sol se va!"

Eros ciego/cegador, serena armonía de la ignorancia, es energía en un mundo en continuo deterioro. Pero quien se ha arrancado la vende de Eros de los ojos ya nunca podrá ver sino el desierto de la existencia, en el que nada crece.

          "Sábado noche: se abren en la calle como flores
            los corazones sencillos, para alzar patéticas canciones
            que loan la alegría o el tierno penar del amor,
            mientras que, para mí, la semana ha terminado, y punto".

     Aunque igualmente circunscrita a un tiempo finito, por su propia naturaleza, la niñez es bálsamo para el dolor del hombre y de las cosas. En la poesía de Karyotakis, la figura infantil representa la energía de la voluntad, es afirmación sin dobleces, entrega al ansia de infinito. Por ello resulta tan dolorosa su muerte prematura, esa vida truncada en sus orígenes. En la Oda a un niño, el mundo entero calla ante su muerte, la casa permanece muda, anonadada por la desaparición de aquel que, con su ignorancia del mundo, con la luminosidad de su sonrisa, la transformaba en universo vivo.

     Finalmente, será la belleza uno de los pocos bienes imperecederos, independientemente de su crador, humano o divino. No la belleza como abstracción, sino sus manifestaciones concretas. El hecho de que los ojos embebidos en el esplendor de la naturaleza habrán de cerrarse un día definitivamente sin haber alcanzado a poseerla en su totalidad no le resta valor. En el poema Regreso, de su última colección, Karyotakis se define como pájaro esclavo, con cuyas alas inútiles no podrá ver los cielos que añora, las selvas vírgenes, las ráfagas del viento oceánico. Pero, aun preso de su condición mortal, es capaz, sin embargo, de reconocer la radiante plenitud de la belleza cotidiana: un girón de nube viajera, el musgo marchito, la hierba entre las baldosas del patio, "¡cómo me habla todo cada vez más de tu belleza!". Belleza humilde, generosa, arrinconada en una transitoriedad suficiente.
     En otro poema homónimo de su segunda colección, Regreso, Karyotakis dirigía una apasionada invocación a la belleza del Ática, sereno vitalismo y fuente de inspiración. Frente a una sociedad que desprecia la belleza no rentabl, la luz del golfo Sarónico, "risa de los dioses", "bendición de nuestro barco", hace de la ciudad paloma indolente estremecida por la escarcha, germen de emoción poética y bálsamo para el hombre errante por el desierto de las horas.

          "Niño desobediente, de nuevo a vosotros llego para cimbrearme
            cual flor en la brisa,
            tierra, cielo y mar del Ática, a quienes todo os debo,
            ¡la Canción!"

     Un sentimiento parecido alienta en el poema de la serie Elegías dedicado a Venecia. Ante la imperecedera hermosura de la ciudad, el alma del hombre qué pobre aparece, qué pequeños y superficiales sus sentimientos, qué efímeras nuestras tristezas, qué impropia nuestra pasión. La belleza creada supera a su creador, lo trasciende.
     Precisamente esa trascendencia del amor, de la humildad, de la belleza, que dejan de lado al propio ser humano, termina redundando en el dolor del hombre mortal. Karyotakis querría identificarse con el esplendor de ese ocaso universal, pero la sombra que siempre lo acompaña es aún más dramática porque no se trata, en último término, de la Muerte con mayúscula, sino de la muerte en vida, de la asfixia de todo ideal en una comunidad regida por valores pragmáticos y un puritanismo que corta alas al ave, arrincona al niño, sume en la miseria al hombre humilde, hace mercancía del amor y de la poesía.

          "Quiero irme ya de aquí, quiero irme lejos,
            a algún lugar desconocido y nuevo,
            quiero volverme una dorada mota de polvo en el aire,
            un elemento sencillo, libre, valiente".

     Como única respuesta a esa encrucijada, en la obra de Karyotakis irá poco a poco cobrando forma la risa como única posibilidad de afirmación personal, aquel sentido del humor del que ya hizo gala durante su primera juventud en la revista satírica La Gamba, la libertad del que mira cara a cara, con mueca escéptica, esa obra macabra que es la muerte, ese macabro escenario superfluo que es la vida humana.

          "Y puesto que entonces ya será tarde para forjar nuevas quimeras
            o incluso una alegría frívola y convencional,
            abrirás por última vez la ventana
            y, contemplando la vida toda, te reirás tranquilamente".

     Aunque ya esbozada en anteriores composiciones, será sobre todo en las Sátiras donde tomará cuerpo definitivo una conciencia transgresora de esta muerte aún más atroz que la muerte física. Anulado por las condiciones de existencia materiales, al individuo que, con apasionada mentalidad neorromántica, buscaba respirar con una respiración propia, libre, como ciudadano anónimo, trabajador mecánico, marioneta de intereses ajenos y convencionalismos, ¿qué le queda sino el grito, el sarcasmo, la risa destemplada?

          "En todos los climas, en todas las latitudes,
            enfrentamientos por el pan y la sal,
            amores, tedio".

     La risa presidirá sus últimas composiciones con la escalofriante clarividencia del que ya nada tiene que perder. Con trazos gruesos, directos, casi caricaturescos, como si de un rabioso carnaval zoomórfico se tratara, hace un compendio de las mezquindades y miserias que asfixian al individuo.
     La primera de todas, el propio trabajo. El poeta conoce por experiencia la mortífera alienación del asalariado en la rutina burocrática de las sociedades modernas.

          "Trabajo asalariado, montones de papeles, pequeñas preocupaciones,
            y míseras tristezas me esperaban hoy como siempre".

El mismo engranaje social, para perpetuarse, tritura la creatividad, el interés, las energías del individuo, hasta arruinarlo como persona, visión deshumanizada que alcanza su más cáustica expresión en el célebre poema Funcionarios públicos. La estructura compositiva y la simplicidad sintáctica, la ausencia de juicios de valor, transmiten con la limpia precisión de un escalpelo la radiografía de un autómata.
     Las propias víctimas del sistema asumen sus reglas, perpetuando así la estructura de su mazmorra. De este modo, la mujer, condenada a un papel subsidiario, rechaza la libertad del amor en aras de un formalismo que le dé carta de naturaleza social. Para la mujer burguesa, juguete caprichoso, frívolo, coqueto, objeto de escaparate, vacío, todo horizonte vital es la búsqueda de un marido que la haga madre y la inserte así en la cadena social. Incluso se ha alejado tanto de las fuentes de la vida que, para cumplir el papel que se le ha asignado y ella asume sin fisuras, ha de acudir a una "guía de maternidad". Su falta de perspectivas, su ignorancia, su escabroso apetito, su hipocresía se ven recompensadas con una cortesía formalista, que es su privilegio.
     El materialismo ha invadido las conciencias, anulándolas. En 1919, comenzó a publicarse una traducción del Quijote por entregas, a cuya lectura respondió el poeta Kostas Uranis con una composición en la que hacía un panegírico del idealista que avanza por encima de las burlas del pequeño hombre materialista. Karyotakis responderá con otro poema, Don Quijotes, en el que constata cómo, frente a los Don Quijotes miopes y visionarios de Cervantes, lo habitual hoy día son aquellos que renuncian a sus primitivas quimeras por cobardía, por mor de una vida más cómoda y placentera.
     El materialismo no sólo ha arruinado al individuo, también a sociedades enteras, a toda la civilización occidental. Símbolo de los ideales que persiguió y que hoy han sido drásticamente malversados, Karyotakis dedica una airada composición A la estatua de la Libertad, que ilumina el mundo. Ante la antorcha que pretendía ser luz en el corazón y en las conciencias, los individuos sólo calculan hoy el precio del metal de que está hecha.
     El interés material ha destruido las bases de toda convivencia. Ha instaurado en la tierra el cielo bíblico prometido, subvirtiéndolo, imponiendo como espacio de redención el dominio de los poderosos, haciendo que la vida sea "amargor en los labios".
     El interés crematístico degrada cuanto toca, incluso las obras humanas más sublimes. En 1927, el poeta Ánguelos Sikelianós intentó renovar los antiguos festivales panhelénicos en Delfos con su clásico mensaje de paz y concordia entre los pueblos. Gracias a un breve texto en prosa sabemos la admiración que despertó en Karyotakis la representación del Prometeo de Esquilo en aquel paraje emblemático, ante dignatarios y representantes culturales del mundo. Sin embargo, esa admiración no le impidió escribir el sarcástico poema Festival délfico, en el que no dirige sus dardos contra Sikelianós, sino contra la parafernalia mediática que rodeó el evento, acabando por reducirlo a un mero "eco de sociedad". Cualquier intento de romper la costra materialista que nos envuelve está, por el ingente poder del dinero, condenado al fracaso.
     Vivimos, tal como declara en su poema Hipotecas, una vida hipotecada, en la que prima la lucha por la propia supervivencia y los valores humanos sólo son travestismo de la rapacidad social.

          "Cuando los hombres quieren algo malo,
            le dan un aspecto que guste.
            Le dan palabras doradas, que con la persuasión,
            vencen, con el engaño,
            cuando tu carne y tu sangre
            se disputan los hombres".

     En tiempos tan convulsos como los que le tocó vivir -las dos guerras Balcánicas, la Primera Guerra Mundial, la Catástrofe microasiática-, ni siquiera el patriotismo escapa a la degradación de la superchería cuartelaria. Ya hemos aludido a su rechazo a cualquier heroísmo, basado en la violencia que conlleva contra la propia vida. En el poema La llanura y el cementerio, concebido como una evocación pictórica, al romántico paisaje le falta algo para alcanzar el realismo necesario: una hilera de ruinas y el patíbulo oficial del dictador Pángalos. No nos engañemos contemplando la belleza de la derrota, acabemos la composición señalando a los culpables. No hagamos elegía, hagamos denuncia.
     El antimilitarismo del poeta no es consecuencia de un pacifismo humanista, sino rechazo a la irracional crueldad del clan que, para protegerse, sacrifica al individuo. Miguelón es un sencillo poema concebido como leyenda popular. El pobre muchacho fue obligado a ir a la guerra, aunque él sólo quería volver a su pueblo, y murió sin el anhelado regreso. Su muerte es tan inútil como absurda, tan macabra como su propio enterramiento. Era tan largo el infeliz y el hoyo cavado por los soldados tan pequeño, que tuvieron que dejarle una pierna fuera.
     La oda A Andreas Calvos es una joya de orfebrería poética. Toda su estructura formal está forjada sobre el modelo del cantor de la liberación griega. Su vocabulario parece beber del mismo hontanal heroico. Pero su intención es claramente distinta. Frente al ideal de libertad que guio al pueblo entonces, qué mezquino el siglo actual, barriendo de Grecia entera aquellos ideales de libertad. Sus dirigentes son hoy diletantes de cafetería, a horcajadas de la cerviz del pueblo. Sus combates se llevan a cabo hoy en los salones de baile. Ejército de la derrota, sus generales se reparten, a falta de otra cosa, el propio país, que sometido los aplaude y vitorea.

          "Llora,
            llora a la patria,
            a la que muerta despojan
            sus desquiciados hijos,
            oh, Andreas Calvos.

            Pequeña,
            pequeña y abyecta
            tienen el alma las masas,
            corazón interesado,
            mejilla insensible
            a las bofetadas".


     Esta es la sombra aplastante que como una condena pende sobre el poeta. La muerte en vida impuesta desde arriba y asumida por la moral pequeñoburguesa. Un mundo de cadáveres que, como vampiros, beben dinero en lugar de sangre para mantener una quimera de existencia.
     Dos de sus últimos poemas son sintomáticos de ese desmoronamiento vital. La respuesta sarcástica a esa realidad mortífera resulta una carcajada híbrida, teñida de amargura.
     Préveza es una lacónica descripción de esa pequeña localidad, último destino laboral y vital de Karyotakis. La estrechez de miras y el chauvinismo provinciano hacen que todo allí respire muerte, que todo esté infestado de muerte, incluso "los jacintos en los balcones", hasta el sol.
     En su poema Suicidas ideales, Karyotakis parece mirarse en un espejo. Pero ¿se mira a sí mismo o trata de exorcizar una maldición que lo persigue? Si el final del propio poeta no hubiera sido el que fue, muerto de un disparo propio tras haber intentado en vano durante diez horas seguidas ahogarse en el mar, ¿tendrían estos versos ese carácter premonitorio, macabro juego especular entre la realidad y la poesía? ¿Se trata una carcajada, la última, definitiva, contra la vida para escapar de ella, anular sus efectos narcóticos?
     Consumando un acto que esos suicidas ideales terminan posponiendo una y otra vez con su valentía de opereta, ese hombre atormentado por una sombra ineluctable que le impedía respirar encontró la acción en la negación, la afirmación individual en el sarcasmo que puso fin a sus días.

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