"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

martes, 3 de marzo de 2015

INVITACIÓN A SUBIR (relato)


     
Desde la plaza de la Trinidad, Granada



INVITACIÓN A SUBIR

     El ruido de la lata vacía al chocar contra la peana de una farola sorprendió incluso al propio muchacho que distraídamente había dado una patada a lo primero que se le puso por delante, una lata, sin fijarse en qué ni calcular su propia fuerza. Fue un desahogo de rabia que, sin embargo, le dejó toda la rabia dentro y le deparó un pequeño sobresalto, al resonar contra el metal de la farola y luego salir rebotando por la acera.

     La rabia le impedía pensar. Era un ronroneo como de motores en su cabeza, ruido que no consigue hacerse palabra. Estaba cabreado. Cabreado con el mundo, consigo, con los escaparates resplandecientes, con los peatones a toda prisa, con los peatones pachones que se le interponían en su camino, con la luz ceniza que precede a la noche, con la larga correa del perro que se le enredó entre las piernas y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio, con esa lata de Coca-Cola retorcida en el suelo. Estaba cabreado desde que salió de aquella casa con una excusa a todas luces torpe e incongruente.

     Más que excusa fue un gruñido, un exabrupto que le franqueó la huida. Salió corriendo de aquella casa sin saber por qué, corrido de vergüenza, corrido de miedo, masticando el sabor del fracaso, desconcertado de sí, rabioso contra sí mismo, cabreado. Quería pegarse un puñetazo, pegarse una patada que quitara de en medio su propia persona, que arrebatara el protagonismo al miedo y a la rabia; y lo primero que encontró fue una lata vacía de Coca-Cola.

     Lo sobrecogió el ruido de aquel impacto, que no dejó de sobresaltar también a un hombre que pasaba en ese momento al lado y lo miró con manifiesta hostilidad. Y él le respondió con un gruñido, antes de echar a andar con rabia renovada.

     Le molestaban sus gruñidos, de un infantilismo bochornoso, excusas masculladas por una timidez huraña. Le molestaba el frío con que acaba el día cuando todavía la noche no ha acabado de cuajar, y él estrenando una chaqueta tan elegante como inútil. Le molestaba el rojo de los semáforos cada vez que uno de ellos lo obligaba a detener su estampida. Le molestaba su propia prisa a contracorriente de todos, una prisa que no era urgencia, era rabia, rabia contra sí mismo, igual que un perro persiguiendo en círculos su propia cola. Le molestaba sentirse como un perro, así, corriendo sin saber adónde y sin saber por qué. Le molestaban los coches, aparcados tan juntos unos de otros que apenas si le quedaba hueco por donde pasar, encogiéndose para no mancharse de grasa o de polvo la chaqueta nueva ni los pantalones para las ocasiones que se había puesto esta tarde. Le molestaban las calles concurridas. Le molestaban los callejones, en donde parecía escuchar el eco de sí mismo rebotando con rabia en los balcones y en las farolas todavía apagadas. Pero lo que más le molestaba era su absurda reacción en casa de Merche. Le molestaba sobre todo que no fuera tan absurda, de alguna forma que no sabía o no quería explicarse. Le molestaba ser siempre él, el mismo, no atreverse a dar el salto y ser otro.

     Nunca había sabido responder adecuadamente a las situaciones. Nunca había encontrado esa espontaneidad con que los demás tratan con los demás. Nunca había podido romper esa membrana impermeable que impide que el monólogo sea diálogo. Siempre reaccionaba envarado cuando los demás se dirigían a él, independientemente de la actitud con que se le dirigieran. Siempre lo inmovilizaba un pudor que no era exactamente pudor, sino esa vergüenza corrosiva del pudor que se enciende, sin saber por qué, contra uno mismo. Siempre se sentía a sí mismo como un fardo, como una mochila a las espaldas

     El día que se encontró a Merche en el supermercado y ella reaccionó con interés, fue como si subiera un peldaño en la estima de sí mismo. Ella podía haberle preguntado por qué dejó el instituto, qué había sido de su vida desde entonces, por sus proyectos de futuro. Resabiada y marimandoncilla como había sido desde pequeña, habría cabido esperar un interrogatorio exhaustivo. Por el contrario, se alegró de verlo, sin más, y le preguntó si él era más de Nesquik o de Colacao. Lo integró en la naturalidad de los pequeños acontecimientos, como si el contacto no se hubiera interrumpido hacía más de un año, como si entre ellos el fluir de las palabras no hubiera estado siempre sometido a las tensiones del aula.

     Le produjo una alegría sincera encontrarse con Merche, porque no era la Merche que de niños lo mortificaba con sus cualidades y aptitudes excelentes, o lo ignoraba como se ignora todo lo que no nos incumbe ni nos incordia. Esta muchacha con cuerpo de mujer le hablaba como se habla con uno mismo, y a él le salían las respuestas como si no tuvieran que atravesar todos los estratos de la inseguridad y de los temores.

     A pesar de conocerse desde niños, ninguno de los dos sabía que vivían tan cerca, a un par de calles de distancia, qué raro no haber coincidido antes, y más conociendo él precisamente su balcón, por las aspidistras que la madre siempre mantenía lustrosas, limpias hoja por hoja con cerveza, y que al muchacho le habían llamado la atención desde pequeño, una fronda de verdor incólume entre los barrotes blancos.

     La espontaneidad estrenó sus bondades mientras hacían cola en la caja de un supermercado. Aquel encuentro le deparó la presencia impalpable de una posible armonía entre el mundo y su propia persona, tan obtusa.

     Y hoy ella lo había invitado a subir a su casa.


     Volvieron a coincidir casualmente, pero esta vez no de compras, sino ante el escaparate de una tienda de discos. Merche le preguntó si le gustaba un cantante de quien él ni había oído hablar y le respondió que sí. Ella, sorprendida, volvió a preguntarle qué le parecía una canción en concreto. Él no se aturulló, como sería de esperar. Se oyó a sí mismo decir que en aquel momento no le venía a la cabeza; y le gustó oírse, sonaba bien. Merche le propuso que viniera un día a su casa a escucharlo, tenía todos sus discos, incluso el último, todavía inédito en España. Mañana sin falta, a la salida de su clase de violín, quedaban en el portal y subían juntos.

     Una felicidad desconocida se apoderó de él. El gozo de una invitación que él mismo nunca se habría planteado como posible o siquiera apetecible. La naturalidad con que ella le abrió las puertas de su cotidianidad le hizo sentirse bien. Le hizo apreciarse, siquiera un poquito.

     Pero no podía dejar de ser él mismo, ni siquiera siendo feliz. Con la alegría, empezaron a enmarañarlo los tentáculos del temor, temor ante una invitación basada en una mentira, la extrañeza ante la propia alegría, cómo es que la invitación de una persona con quien mantuvo distancias siempre, en el colegio primero y luego en el instituto, despertaba hoy en él ese interés, esa alegría.

     Bendita alegría, que le hacía sentirse bien, bien como no se había sentido casi nunca, como si hubiera dado un paso importante, bien porque esa muchacha no lo había mirado como algo problemático y, al verse mirado así, sintió que él podía dejar de ser un problema para sí mismo. Desde que ella lo invitó a subir, decía su nombre, Jose, y le gustaba. Hoy, por primera vez, le gustaba escuchar en sí mismo el eco de su propio nombre.

     Todavía entonces saboreaba el dulzor de no sentirse un intruso, mientras subían en el ascensor, él mirándose en silencio los zapatos, Merche tamborileando con los dedos en la puerta metálica y tarareando una breve melodía. Cuando se calló, Jose levantó los ojos y descubrió en los de la muchacha una sonrisa amigable. Ella comentó que no estaban sus padres en casa. Entonces él perdió momentáneamente el equilibrio, al borde de volverse patoso y zafio como de costumbre. Pero Merche tarareó de nuevo aquella melodía, tamborileándole con unas hipotéticas baquetas sobre la cabeza, mientras el ascensor se detenía en el sexto y abría sus puertas.

     Más tarde ocurrió aquello, que no fue nada, pero que él vivió como una catástrofe; y con una excusa torpe e inverosímil, un gruñido apenas, huyó de aquella casa. Salió corriendo. De nuevo en la calle, no pudo pensar, no pudo parar de andar, ni aminorar el paso, no pudo dejar de sentir rabia, rabia contra el mundo, rabia contra sí mismo, rabia contra su propio nombre, miedo contra su propio nombre, hasta que una lata de Coca-Cola vacía se le interpuso en su ofuscada carrera y descargó contra ella la rabia con una patada.

     Sólo era un mamarracho, un sucio don nada, siempre con los puños hundidos en los bolsillos, siempre avergonzado de esas permanentes manchas bajo las uñas, de la grasa siempre incrustada en las pequeñas heridas y cortes de los dedos.

     Dejó el instituto en cuanto la edad se lo permitió. Nunca estuvo a gusto en el instituto, ni antes en el colegio, ni en ningún sitio. Siempre hay algo en los demás, algo invisible, que los hace indescifrables, peligrosos. Algo oscuro acecha siempre tras su apariencia de normalidad.

     Nunca tuvo un amigo, ni en las aulas ni en el barrio, ni siquiera esa niña autoritaria y coqueta que desde el parvulario había sido su compañera de pupitre y con la que nunca se había cruzado por la calle, viviendo ambos tan cerca el uno del otro, y que resultó ser la propietaria de ese balcón frondoso de aspidistras ante el que el pequeño Jose se quedaba siempre embelesado.

     En el taller fue peor. Si en clase podía hacerse medio invisible en la regularidad del grupo, y durante los recreos tenía la biblioteca, donde quitarse de en medio, ahora era la mascota de una cuadrilla de mecánicos que se pasaban el día hablando de tías y de fútbol, que competían entre sí gastándole bromas groseras sobre atributos sexuales, que exhibían una virilidad sucia y prepotente, a la que él respondía como se espera de toda mascota, con gruñidos que nada significan para que cada cual los interprete a conveniencia.

     Para hacerse invisible y que lo dejaran en paz, empezó a mimetizarse, pero sólo por fuera. Copió las miradas del grupo a las tetas y los culos de las que pasaban. Cambió las Coca-Colas por la cerveza, a pesar de que no le gustaba su amargor ni el dolor de cabeza que le deparaba a veces. Incluso se compró una bufanda del mismo equipo de fútbol. Compartía su fachada, para quitarse de en medio, no llamar la atención, que lo dejaran en paz. Pero toda fachada conlleva una parte trasera, que, cuanto menos se la considera, más aumenta su peso y deterioro.


Tilo en plaza Bib-Rambla. Granada


     Ha salido a un descampado. Se encuentra en medio de un descampado, bien lejos de todo. No tenía intención de venir aquí. No albergaba intención alguna. Lo ha traído la rabia. El viento racheado le da en la cara y le entran ganas de responderle con un puñetazo. Querría darse un puñetazo a sí mismo. Pero de verdad. No hacer como que se golpea sólo para engañar la rabia. Querría golpear algo que no es él pero está en él, eso que se ha roto dentro de sí, que lo ha dejado a la intemperie.

     Subió con Merche a su casa. Se sentía bien. Ya ni siquiera le temblaban las manos, siempre escondidas en los bolsillos de la chaqueta. La naturalidad con que ella le pidió que le sujetara el violín mientras abría la puerta le dio un sensación de cierta complicidad. La familiaridad con que ella le indicaba que pasaba primero, que conocía el camino, le brindó un sosiego interior en el que ya no estaba obligado a fingir o a ocultarse.

     Atravesó aquel pasillo de puertas cerradas como si entrara por un túnel en su propio espacio, siempre intuido, nunca transitado. Se le abrieron las puertas de ese comedor con balcón a la calle, frondoso de aspidistras, ante el que tanto se había embelesado desde niño. Merche le preguntó si quería algo de beber. Él se sentía tan a gusto, la amistad le estaba gustando tanto que, en lugar de una cerveza, le preguntó si tenía Coca-Cola. Ella le respondió que iba al frigorífico a ver.

     Un rayo oblicuo color vainilla entraba por el balcón abierto. En la venturosa soledad con que lo acogía aquella habitación, mientras esperaba a que Merche volviera con el refresco, tenía la sensación de haber llegado, de haber encontrado a ese que siempre había querido ser y de haberlo encontrado donde siempre supo que podría estar.

     ¿Qué se iba a imaginar él entonces que ocurriría lo que iba a ocurrir? ¿Cómo sospechar que aquella felicidad se transformaría tan repentinamente en rabia?


     Ha llegado hasta las vías muertas del tren. Se sienta sobre una pila de travesaños amontonados. Restriega la suela de los zapatos por la grava del suelo. A sus espaldas, los ecos en sordina de la ciudad parecen señalarlo con el dedo. Gruñe para romper el silencio. Coge una piedra con rabia y la tira lejos, para romper el silencio. Dentro de sí, el silencio es bronco y amenaza. Tiene apretados los labios. Los ojos, fijos en nada, embrutecidos. Ni siquiera quiere llorar. Siente asco. Rabia.

     Una idea fija le golpea la cabeza. Ni siquiera es una idea, no algo que pueda decirse con palabras. Una imagen que no podría fotografiarse. Eso, lo ocurrido. La escena. No la teatralidad, sino lo que no podría escenificarse. Nombrarlo ensucia la boca, produce asco. Pero él no siente exactamente asco y el no sentirlo le da rabia, le da miedo.

     Coge un puñado de piedras y las va lanzando con furia una a una contra un poste, que no alcanzan. No importa. Coge otro puñado y repite la operación, con idéntico resultado. Vuelve a coger más piedras y, a pesar de la seguridad de que no van a alcanzar su objetivo, o precisamente por esa seguridad, las va tirando con furia creciente, como si se las tirara a sí mismo, porque sabe que, en el fondo, eso contra lo que tira piedras es él, el que era antes de subir a casa de Merche, antes incluso de encontrársela al cabo de tanto tiempo en la cola del supermercado. Y tendrá que volver a convivir con él.

     De pronto tiene un vagabundo a su lado. No lo había visto venir. Le ha dado un sobresalto. El vagabundo le toca el brazo para pedirle un cigarro. A él le da asco. Pero no le da asco esa mano mugrienta, envuelta en harapos sucios. No le da asco esa cara embrutecida por la intemperie y la malnutrición. Le da asco de sí mismo.

     Lleva todo el día economizando cigarros. Tendrá que hacerlo hasta final de mes, que cobre de nuevo, después de haberse comprado la chaqueta y los zapatos para su cita con Merche. Ahora le dan asco la chaqueta y los zapatos, se da asco a sí mismo, no soporta que lo toque ese vagabundo. Le da el paquete de tabaco con tal de que se vaya.

     Mientras esperaba a su amiga, parecía que aquella habitación lo acogía como a uno de los suyos. Vislumbraba que era posible una conformidad feliz con el mundo. Con aquel último rayo de sol, color caramelo, recorriéndole la chaqueta nueva, se sentía incluso guapo.

     Fue entonces cuando entró Rafa, Rafa, el hermano de Merche. Ella no le había dicho que hubiera alguien más en casa, tampoco que no lo hubiera. El repentino saludo de Rafa le produjo un sobresalto. No lo había oído llegar. Se giró hacia él y el rayo de sol se había depositado blandamente sobre el pelo del recién llegado, que le pareció un arcángel. Pero un arcángel en cuya sonrisa brilla la dulzura del fruto prohibido.

     - ¿Jose? Soy Rafa. ¿Te acuerdas de mi?, ¿del colegio? Un curso por delante del de mi hermana y el tuyo.

     Él no recuerda. No quiere recordar. No quiere indagar. No quiere saber por qué no había recordado antes la existencia del hermano de Merche. Los ojos de Rafa son afectuosos como la melancolía y como el mar que vio una vez de muy niño, antes del fallecimiento de su madre. Lo están mirando como nadie antes lo ha mirado, porque nadie lo ha mirado antes. Siente el pudor de una felicidad excesiva y el pudor le arranca una sonrisa que se sabe generosa. Su sonrisa hace brotar otra en la cara de Rafa, que le tiende la mano. Él duda. Desea tener esa mano entre la suya pero le da vergüenza. Le da vergüenza su mano de mecánico. La insistencia del joven es tan franca que Jose vence toda vergüenza y, sintiéndose más él que nunca, acepta y se rinde a ese apretón de manos.

     Le tiemblan los pies. El contacto de esa piel fina, de esa firmeza y esa delicadeza en la presión, le hace sentir que podría echar a volar, o podría encogerse hasta hacerse pequeñito pequeñito y dejarse llevar por un río tranquilo como una gota de agua.

     No era vergüenza ni pudor cuando agachó los ojos mientras se daban la mano. Era el recogimiento en el placer compartido, el cerrar los ojos cuando besamos. Cuando Jose volvió a alzar la mirada, le estalló la sonrisa de Rafa en plena cara, le estalló la felicidad.

     La sonrisa de Rafa no formaba parte de su memoria infantil ni adolescente. Pero él sabía que Merche tenía un hermano, un año mayor que ella. ¿Por qué no lo recordó cuando se la encontró en el supermercado?

     Cuando la hermana regresa con una Coca-Cola y una cerveza para sí, él todavía ha sido incapaz de abrir la boca, permanece con la mano de Rafa en la suya, una eternidad, un instante.

     - Rafa, ¿te acuerdas de Jose?

     Con las palabras de Merche, irrumpen de repente los restantes chicos de la clase, su hosco padre, los compañeros de trabajo, una realidad que le pone un espejo por delante. Y la propia imagen en él reflejada lo aterroriza. Ha sido arrancado de un sueño y encuentra una pesadilla. A sí mismo.

     Le aterrorizó darse cuenta de que le había dado vergüenza estrechar la mano de Rafa con su mano de mecánico, una vergüenza que antes no había experimentado con Merche. Le aterrorizó darse cuenta de que ese apretón de manos le había proporcionado un placer pleno no sólo físico, darse cuenta de que al encontrar los ojos de Rafa sonrientes en los suyos lo recorrió de parte a parte una estimulante tensión no sólo anímica. No se reconocía en ese en el que latía una felicidad infinita, en ese que sorbía una bondad suprema en el contacto con Rafa. Se dio asco. Gruñó una excusa a todas luces torpe e incongruente y salió huyendo.


Estación de Renfe. Granada


     Una luna naranja, de un naranja como manchado de barro, se asoma por la oscuridad de los tejados. En el charco de luz de los andenes desiertos, a lo lejos, la ininteligible voz de los megáfonos anunciando algo que nadie atiende. La lejanía hace que esos gorgorismos mecánicos no aturdan, resulten hasta familiares.

     Pensamientos que son como ronroneo de motores golpean la cabeza de Jose. Pero tampoco quiere meter mano en ellos para detenerlos y sacar la mano manchada de palabras. Se agarra la cabeza con los puños. Escucha el avanzar imparable del reloj. Presiona los propios pensamientos, esos motores ronroneando dentro, hasta adecuarlos al tic tac del reloj, con el que acaban mimetizándose. Así se anula. Anula la rabia.

     Entonces dijo en voz baja, muy baja, el nombre de Rafa, como musitándolo para sus adentros. Dijo ese nombre, Rafa. Y lloró amargamente. Amargamente, porque aquel nombre venía a recibirlo generosamente en su regazo, aunque él no quisiera. Amargamente, porque sí quería. Lloró amargamente, porque sabía que ya no podría volver a ser nunca más el mismo de antes. Pero una dulzura infinita, la dulzura de haberse quitado la mochila de las espaldas y haberse atrevido a mirar dentro, fue poco a poco imponiéndose al llanto.

(1999)

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