"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

miércoles, 22 de julio de 2015

TSATSIKI Y MELITSANOSALATA (dos refrescantes recetas griegas)


     Desde que comenzara este tórrido verano, tenía en mente aliviar un poco la densidad del blog con algunas recetas ligeras y apropiadas para estos meses de calor.
     ¿Y qué mejor que un par de platos griegos?, con su inconfundible sabor mediterráneo, su simplicidad ejemplar, su inconfundible presencia bajo el urbano cielo violáceo de Atenas (cuando la contaminación no lo enturbia), o bajo un emparrado en un pueblecito de montaña, mientras un bouzouki transforma en música la cercana luminosidad del mediodía, o en una taberna insular junto al turquesa translúcido del Egeo.


     Sin embargo, en momentos tan terribles para esa tierra hermana y para el sueño común de una Europa solidaria y democrática, dudaba si, de alguna manera, no suponía una frivolidad por mi parte.

     Pero si algo me ha enseñado la cultura griega, tanto esa inmensa cultura milenaria continuamente renovada bajo la actualidad de cada momento histórico, como la pequeña cultura de la cotidianidad y el permanente exilio interior, es que la autenticidad del hombre no se encuentra sólo en la monumentalidad del pensamiento puro sino también en el amor a la vida a través de sus dones más inmediatos: la luz sobre una roca desnuda, el aroma de un café en un pequeño puerto recóndito, el gozo de la comida compartida, la amistad, la amistad sin contrapartidas y sin intrusiones, Epicuro, la conciencia de la propia naturaleza mortal para que el miedo no nos paralice ni nos impida disfrutar de este jardín de encuentro que es la vida, caótico y efímero, pero divino, humano, terriblemente humano.

Llegando a Atenas,
con la Acrópolis al fondo.


     Durante este último mes hemos vivido la encarnizada destrucción del sueño europeísta.
     Lejos de ser un espacio de cooperación y desarrollo, de solidaridad y democracia, Europa ha dejado caer las máscaras y hemos vuelto a reencontrarnos con su auténtico rostro: un rostro manchado de intolerancia, de arbitrario autoritarismo, de despotismo brutal, de bárbara ferocidad egoísta, de impunes masacres, de humillación y prepotencia, una salvaje contienda hegemónica, huera soflama autocomplaciente que no duda en devorar a sus propias criaturas, un delirio crematístico, xenófobo, monstruoso, que desdice y aplasta una vez más sus más excelsos postulados culturales.
     La crueldad depredadora con que la banca alemana y sus miserables acólitos han acorralado al pueblo griego, hasta la asfixia moral y material, no ha sido sólo un contubernio entre tahúres, sino la más inhumana demostración de poder expeditivo y antidemocrático. De golpe de estado alemán lo ha definido el premio nobel de economía Paul Krugman: "Matar el proyecto europeo". El ex ministro griego Yanis Varoufakis, singular como un titán portador del fuego y como él encadenado a la roca de la impotencia por su temeraria filantropía, no dudó en comparar el resultado de las negociaciones greco-germanas con el golpe militar que llevó a la dictadura de los Coroneles en 1967, un auténtico golpe de estado "con bancos en lugar de tanques". Sus palabras resuenan con la tajante rotundidad del vencido, que no derrotado: "La eurozona es un lugar incómodo para personas decentes".
     Paso a paso, hemos asistido a una demolición de los farisaicos discursos europeístas, que ha dejado desnuda y manifiesta la ruindad de un proyecto financiero que subordina la hegemonía económica a los principios de respeto y humanidad.
     Se engaña quien siga pensando que ha sido una negociación económica entre estados soberanos. El ensañamiento y la encarnizada obcecación con que se ha impuesto al pueblo griego la asfixia material sólo es comparable a las más brutales atrocidades bélicas cometidas por estados europeos, de tan triste recuerdo en la historia reciente, y especialmente contra la propia Grecia.
     Lo más vergonzoso de todo el proceso, sin duda, el apasionado posicionamiento pro germano de los gobiernos más afectados por la supuesta crisis, víctimas y cómplices necesarios en la hipócrita solución de los negros caballeros de la Troika a una crisis creada por la propia política económica continental. Lo más ruin, su despreciable mezquindad al pisotear al hermano griego únicamente por razones electoralistas; el más gallito, nuestro propio presidente, reviviendo viejas alianzas de tan infausta memoria.

Vista del golfo Sarónico,
desde la colina de Filopapo.

     En medio de la profunda tristeza que estas noticias me producen, escucho una hermosísima canción griega, Θεός αν είναι (Si existe Dios), interpretada por Jaris Alexíou, con música de Goran Bregovic, y la mente me transporta de inmediato al interior de un estrecho camarote que, al ocaso, zarpaba del puerto de Hiraklion (Creta) hasta el populoso Pireo. Compartí camarote con un desconocido, un desconocido que, como yo, resultó ser profesor, en su caso de matemáticas, en un Liceo heleno. Sentados en las literas, mientras el rojo sangre del sol en el mar irrumpía por el sucio ventanuco, no tardamos en entablar conversación, como aquellos héroes anónimos que, nada más encontrarse, se interrogaban mutuamente. Porque el conocimiento del otro es el único camino para derrotar al posible enemigo que en el amigo habita.
     Me retrotrae a otra travesía de Lesvos al mismo puerto ateniense, y cómo al amanecer, embocando ya la entrada al Pireo, con la mayoría de los pasajeros en cubierta, vi a un hombretón, un griego avezado, ajeno por completo al bullicio del inminente desembarco, sentado sobre su propia maleta, tranquilamente leyendo. Por encima de su hombro, pude ver lo que leía: Gramsci. La fuerza de aquella imagen me inspiró un poema en el que lo definí como un Heracles contemporáneo, curtido en la derrota de monstruos, tanto los monstruos que nos amenazan desde dentro como los que nos amenazan desde fuera, con la serenidad que confiere la constatación de que los trabajos nunca cesan y con la confianza en la fuerza de la autenticidad, probada en los caminos de los días y en los caminos de la mente. La salida del sol bendijo de repente el golfo Sarónico y coronó su frente arrugada.
     Revivo un instante antiguo, tan sencillo y grandioso en su simplicidad como el crujir del pan cuando es repartido. Era mi primer aterrizaje en tierra griega y me encontraba en plena plaza Sýndagma, fascinado por el caótico y abigarrado bullir de gentes, con el mapa de la ciudad en la mano y mi parco bagaje de treinta o cuarenta palabras, intentando orientarme en aquel dédalo fascinante. Espontáneamente, un par de griegos que por allí pasaban me preguntaron en inglés si necesitaba ayuda. Les respondí en su propia lengua. El timbre de su voz no se hizo más complaciente, pero su mirada estableció un afectuoso puente de entendimiento. La sonrisa con que se despidieron fulgía con la breve y rotunda intensidad de algunos de los más hermosos fragmentos de la lírica arcaica griega.
     Con benévola sonrisa, rememoro una anécdota de cariz bien distinto, pero no menos sintomático. Durante una larga estancia en Atenas, diversas circunstancias me llevaron a trabajar de comparsa en una función de teatro, representada en las afueras de la ciudad una calurosa noche de julio. Mi papel se reducía a porteador mudo de la parihuela donde era transportado a escena el rey persa muerto. La solemne gravedad del texto de Esquilo contrastaba con la realidad de la troupe, frívolas estrellas de seriales televisivos griegos.
     El regreso lo hice en el coche del director, con la primera actriz como copiloto. Circulábamos, avanzada ya la noche, por una gran autovía de varios carriles, testigo igualmente mudo de una encendida discusión en la parte delantera del automóvil. La diva, y también pareja del joven y apuesto director, una exuberante rubia oxigenada, le reprochaba con temperamental vehemencia que hubiera mirado y sonreído a otra durante el ensayo general. A gritos y empujones, lo amenazaba si es que volvía a reincidir: να σε σκοτώσω, να σε σκοτώσω (que te mato, que te mato), sin escatimar insultos y codazos a su indiferente don Juan. Con lo que el coche no dejaba de dar bandazos entre los distintos carriles de la autovía. Milagrosamente llegamos sanos y salvos a nuestro destino.
     La anécdota podría haberse insertado con toda naturalidad en cualquier comedia de enredo española, o en la excelente "Balas sobre Brodway" de Woody Allen, o en el neorrealismo italiano más costumbrista, pero la lengua en que la viví era la misma de Homero, de Aristófanes, de Teócrito, de Solomós, de Seferis; una lengua sin duda mucho más de la calle, más vulgar, pero no menos valiosa. Porque, en palabras de Claudio Magris, "la vulgaridad también exige respeto, ser melindrosos es un pecado contra la vida".

     Pero, sobre todo, la canción de Jaris Alexíou me hace presentes en el alma a mis grandes amigos griegos, aquellos con los que he compartido... casi todo, mi otra familia.
     Y vuelvo a estar con ellos en el paraninfo de la madrileña facultad de Geografía e Historia, interpretando en una sola voz y en una sola alma música y poesía de Seferis, Ritsos, Elytis, Sikelianós, Karyotakis... O cierro los ojos y vuelvo a sentir la intimidad de su presencia durante una cena armonizada por la conversación cordial y la música, que es la voz primordial del mundo.
         Soy de nuevo aquel neófito que, entre los almendros en flor de la Complutense, descubría como una revelación la eternidad de la lengua griega, a través del amor y el respeto de nuestra profesora y amiga del alma, mi querida Penélope. Querría hoy volver a visitar su antiguo piso del barrio de Goya para desnudar juntos, con la delicadeza y el fervor del amante, los más hermosos versos de la poesía griega moderna, invocando en el diccionario y en la memoria personal las voces castellanas más adecuadas para traicionar lo menos posible su autenticidad, traducciones que no dejábamos de mimar y pulir con aliento unánime durante el laborioso y más mecánico proceso de la publicación en voluminosos monográficos, Πιο κοντά στην Ελλάδα (Más cerca de Grecia), elaborados con más rigor y entusiasmo que con medios o ayudas oficiales.
     Las lágrimas corren por mi cara, lágrimas de rabia, de impotencia, de memoria lacerada por la bárbara crueldad que contra el pueblo griego se está cometiendo por parte del omnívoro poder financiero, con la necesaria complicidad de gobiernos vendidos a su propio afán electoralista.

     Entonces siento que no es una frivolidad hablar de comida en este trance, sino una responsabilidad: recordar la humanidad que compartimos, recordar que el hombre no es hombre cuando somete al otro sino cuando comparte el gusto de los dones sencillos, recordar que todos participamos de un mismo temor por la propia indefensión y un mismo aliento de vida.

Algunos hombres son tan pobres
que lo único que tienen es dinero.



TSATSIKI
(ensalada de pepino con salsa de yogur)

     Una de las más populares ensaladas griegas, asequible hoy en muchos supermercados, sin dejar de ser un burdo sucedáneo de una receta bien simple y asequible.
     He de confesar que, en España, tuve que experimentar con los productos locales hasta conseguir aquella textura compacta. Lo que aquí explico es el resultado de esa experimentación.


          Ingredientes
  • Pepinos (3).
  • Yogur natural (2, si es auténticamente griego; 4, en caso contrario).
  • Ajo (1 diente).
  • Aceite de oliva (medio vasito de yogur).
  • Limón (una mitad).
  • Sal.
  • Aceitunas negras (opcional).

     Por un lado, pelamos los pepinos y o bien los rallamos o bien los cortamos en cuadraditos, según el gusto. Luego los dejamos escurriendo sobre un colador, con un poco de sal, para que suelten el máximo líquido. Con un par de horas basta, aunque yo prefiero hacerlo la víspera, para asegurarme que el tsatsiki quede lo más compacto posible.


      Por otro lado, vamos preparando la salsa de yogur.
     Téngase en cuenta que esos productos que en los supermercados se anuncian como yogur griego constituyen una más de las grandes estafas de la publicidad comercial. Nada más lejos de la realidad que un yogur a base de añadirle grasas animales o vegetales para conseguir la densidad de un auténtico yogur griego.
     Si se dispone de esos cremosos y acidulados yogures griegos, perfecto. En caso contrario, mi consejo es comprarlos de cualquier marca y, también la víspera, volcarlos sobre un colador forrado de papel cocina, para que suelten el máximo de suero posible. El resultado no desmerece demasiado.


     No mucho antes de consumirse, se prepara la salsa, batiendo bien con la varilla el yogur, el diente de ajo rallado, el zumo de medio limón, sal y el aceite. Batir a mano, nunca con batidora eléctrica, hasta que la salsa tenga un aspecto blanco completamente homogéneo.
     Con esta cantidad de ajo, aceite y limón, se obtendrá una salsa de sabor suave, no demasiado intenso, digerible para estómagos delicados. Si se tiene preferencia específica por cualquiera de los ingredientes, puede cambiarse tranquilamente la proporción.


     Una vez terminada la salsa, basta con mezclarla bie con el pepino escurrido para obtener un refrescante y apetitoso tsatsiki, con el que acompañar cualquier otro plato de sabor más contundente o simplemente tomarlo de aperitivo.


     Es bastante frecuente adornar el tsatsiki con unas cuantas aceitunas negras. El contraste entre el intenso sabor oliváceo a salmuera de las aceitunas de Kalamata y el frescor del tsatsiki es realmente espectacular, efecto no tan potente con las aceitunas negras nacionales, por lo que suelo prescindir de ellas. Es una opción personal, ni siquiera un consejo.

     El tsatsiki es realmente bueno y suficiente en sí, lo que no es óbice para que podamos utilizarlo como complemento para un canapé frío, por ejemplo sobre una loncha de lomo a la sal, o como base para una ensalada más completa como primer plato, mezclándolo  por ejemplo con lechuga y apio muy picaditos y atún.


MELITSANOSALATA
(crema de berenjena)

     Aunque la traducción literal sería ensalada de berenjena, en realidad tiene más de crema que de ensalada, tal como lo entendemos por estos lares.

      Esta receta guarda para mí un significado especial.
     Mi entusiasta iniciación al griego moderno no pudo encontrar mejor anfitriona que mi querida Penélope. No nos enseñó una lengua como mera herramienta comunicativa, instrumental. Se nos daba ella misma en la lengua, nos transportaba al corazón de Grecia a través de la palabra, tanto lo más excelso como lo más cotidiano, más como experiencia vivida que como materia de conocimiento. Apolo y Diónisos hablaban por su boca, pero no subidos en altos coturnos, sino con la naturalidad del gesto cotidiano.
    Desde el primer momento nos habló únicamente en griego, rompiendo de manera radical nuestro hábito filológico de meros traductores y dándonos así alas para volar libremente en la rica inmediatez del diálogo.
     Una de sus primeras clases consistió en la explicación de esta receta, tal como ella misma la había cocinado tantas veces. No utilizó ni un solo término castellano. Amante de la lengua y de la cocina, mis cinco sentidos pendían de sus palabras. Lógicamente, nada más llegar a casa, puse en práctica lo que más o menos había comprendido con mi todavía pobre conocimiento de esa lengua. El resultado, sin embargo, no desmerecía de otras melitsanosalatas probadas anteriormente. Ella misma me confirmó más tarde la presente receta.


     Ingredientes
  • Berenjenas (3 o 4, según tamaño).
  • Ajo (1 diente).
  • Limón (1 cuarto).
  • Aceite (50 cl.).
  • Sal.

     Lavamos las berenjenas y les cortamos la peana con cuidado de no pincharnos. Las asamos enteras en el horno, previamente calentado a 160º / 180º, dándoles un cuarto de vuelta cada quince minutos. Una hora en total, más o menos, hasta que al tocarlas, con cuidado de no quemarnos, las notemos blanditas. Eso sí, conviene cacular la temperatura ni demasiado baja ni demasiado fuerte como para que la piel no llegue a rajarse y se reseque la carne de la berenjena.


     Una vez templadas, cortamos las berenjenas y, con la ayuda de una cuchara, extraemos el interior. Sobre un colador, troceamos la pulpa de la berenjena asada, ayudándonos con un cuchillo o unas tijeras de cocina. Les añadimos una pizca de sal y las dejamos reposar un par de horas para que suelten parte del líquido.


       Transcurrido este tiempo, sólo nos queda batir bien, ahora sí, con batidora eléctrica, la pulpa de la berenjena, el diente de ajo picado, el zumo de un cuarto de limón y el aceite. Una vez obtenida una crema homogénea, de ligero color caqui, con el áspero y ambiguo sabor de la berenjena concentrado y suavizado por el resto de ingredientes, probamos y rectificamos de sal.

     La melitsanosalata está lista para tomarla tal cual, untada en rebanaditas de pan, como aperitivo, o directamente como guarnición de otro plato. Como en el caso del tsatsiki, la proporción de ingredientes puede variar según el paladar de cada uno.


     Esta receta es la base, excelente tal cual, a la que se le pueden añadir posteriormente ingredientes diversos para hacer de ella un entrante completo. La he comido mezclada con cebolla muy picadita, adornada con aceitunas, con anchoas. La imaginación es libre.


     Vaya desde aquí mi reconocimiento y amor a ese pueblo caótico y siempre indómitamente ejemplar.

     Για σας, Salud.

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