Vivimos tiempos convulsos, en los que el insulto y la demagogia sustituyen al diálogo, en los que todos y cada uno, desde nuestra particularidad más subjetiva, nos convertimos en juez y verdugo implacables, en los que la opinión se erige en dogma y arma, en los que el fantasma de un pasado criminal y totalitario toma cuerpo y actualidad en nuestras calles y en nuestras almas.
Vivimos en un dualismo excluyente. Administramos la realidad desde una óptica simplista y sectaria.
Herencia posiblemente de nuestra educación judeo-cristiana, vemos el mundo en blanco o negro, en buenos o malos, en decente o indecente, en saludable o nocivo, en moral o inmoral, dualidades siempre excluyentes.
Frente a este maniqueísmo que continuamente nos divide en bandos enfrentados, cuánto más he preferido siempre el ideal de la Grecia clásica, buscado no en la antítesis sino en la síntesis y el equilibrio, y magistralmente expresado en la aceptación del dios de la pasión (Diónisos) en el templo del dios de la razón (Apolo) como el otro polo necesario en el frágil equilibrio de la vida humana.
Es así que siento un apasionado amor a la vida en todas sus manifestaciones, sin hacer distingos ni prevalencias. Me horroriza la falta de empatía y el sufrimiento cada vez mayor que nuestra sociedad inflige a otras formas de vida para mantener el desproporcionado ritmo de consumo en unos niveles auténticamente suicidas.
Pero, por otro lado, es condición de la vida el alimento, junto con la propia caducidad.
Mi abuela besaba la hogaza de pan antes de partirla. Los antiguos griegos derramaban, ante de beber el vino, un poco a la tierra, haciéndola así partícipe de lo que ella misma le había proporcionado. Una y otra eran manifestaciones de respeto ante la necesidad de devorar la vida para que la vida continúe.
Y es por ello que no acaban de convencerme tendencias tan polarizadas como el veganismo o cualquier otra forma de vegetarianismo. Ante todo, porque implican una militancia doctrinaria. Porque establece un dualismo entre especies, en lugar de perseguir un equilibrio en la subsistencia.
Cada día, de camino al trabajo, leo un grafiti: "La carne es parte de un cuerpo de un animal que quería vivir". Bien, de acuerdo, yo habría utilizado otra expresión en lugar de ese querer vivir que extrapola sentimientos humanos a otras especies; diría más bien "un animal que siente la pulsión de vida" o "dotado de un instinto de vida". Pero vale.
Respondería: "La ensalada es parte de una lechuga que también está dotada del instinto de vida". ¿O es que, en lugar de destronar al ser humano de su soberbia jerarquizante y establecer la república de las especies, vamos a seguir manteniendo nuestro solio en el primer escalafón de la cadena de la vida, aunque concediendo una graciosa y arbitraria amnistía a las especies animales y sólo a las animales, en detrimento de las restantes?
Al margen de polémicas, hace ya tiempo que quería compartir una receta apropiada para estos largos meses de calor persistente, que todavía remolonea sin acabar de dar paso definitivo al otoño. Diversas circunstancias personales, sin embargo, me lo han ido impidiendo.
Como es buen plato para cualquier época del año, ahí va: la ensaladilla de habichuelas verdes. Una receta humilde, con ese toque familiar de la comida en casa. Un plato tan equilibrado que, en cualquier época y en cualquier circunstancia, reconforta y estimula. Un alimento con representación del mundo vegetal y, como dirían los líricos greco-latinos, "de los seres vivos que vuelan y los que habitan los caminos del mar".
Cada vez que la como, me siento en el hogar, incluso me parece escuchar todavía a mis espaldas la voz de mi madre, reconviniéndonos por reír en la mesa en lugar de estar comiendo. Y ésta es reminiscencia que alimenta más que cualquier otro manjar.
ENSALADILLA DE HABICHUELAS VERDES
INGREDIENTES (para unas 6-8 raciones):
- Habichuelas verdes, 1/5 k.
- Patatas, 3/4 k.
- Cebolleta, 1 (si es gruesa) o 2 (si son de las finas).
- Huevos, 3 o 4.
- Atún en conserva, 200 gr.
- Sal.
- Comino.
- Vinagre.
- Aceite.
En primer lugar, ponemos los huevos a cocer hasta que estén duros. Mi madre me decía que el tiempo de rezar un Credo... Un amigo cocinero me recomendó de 12 a 15 minutos, dependiendo del tipo de agua. Me fío más del temporizador.
Entre tanto, lavamos y picamos las habichuelas, también conocidas como judías verdes. En casa solíamos llamarlas habichuelas; mejor dicho, abicholillas. Las cortamos en trozos ni muy pequeños ni muy grandes, de unos 3 cm. aproximadamente. Recuerdo que en otros tiempos había que quitarles previamente una hebra dura que sellaba por los lados las dos vainas; en las actuales variedades del mercado, esta operación es innecesaria.
Pelamos las patatas para su cocción, para lo que pueden dejarse enteras (tardarán más tiempo en cocer), cortarlas menuditas (tal como se utilizarán finalmente, mucho menos tiempo de cocción) o cortarlas en cascos gruesos (para que la textura de la patata se escarche lo menos posible, con un tiempo de cocción intermedio). Yo prefiero cortarlas de esta última forma.
Transcurrido el tiempo de cocción de los huevos, los escurrimos y volcamos en un bol con agua fría y unos cubitos de hielo, para cortar bruscamente el calor interior y resulten así más fáciles de pelar.
Es el momento de poner a cocer las patatas y las habichuelas, con un poco de sal. Pueden hacerse simultáneamente en la misma cacerola, aunque el tiempo de cocción de cada una es diferente. Asimismo, pueden hacerse al vapor, sobre la cestilla de cocción, o bien en olla rápida, o incluso en la convencional, cubiertas de agua. Yo suelo optar por la cocción al vapor. Las dejaremos cocer hasta que la patata esté tierna, sin llegar a deshacerse; en el caso de las habichuelas, hay a quienes les gustan al dente, para esta receta en concreto yo prefiero que quede una textura algo más blandita.
Una vez cocidas, las escurriremos y las dejaremos enfriar.
Mientras tanto, vamos cortando la cebolleta; si es de las gruesas, en pequeñas medias lunas; si de las finas, en rebanaditas. Desmigamos bastante el atún con un tenedor y lo ponemos a escurrir en un colador. Majamos media cucharadita de comino. También puede usarse el comino molido, pero resulta mucho más pregnante el aroma del comino recién majado. Para ello, basta con echarlo al mortero o almirez y ejercer sobre él un movimiento de rotación al tiempo que presionamos para que la semilla se parta. Por último, pelamos los huevos y los cortamos en pequeños bastoncitos.
Una vez estén las patatas a temperatura ambiente, las cortamos en dados, añadimos las habichuelas y removemos. Vamos añadiendo los restantes ingredientes, removiéndolo todo bien cada vez para que se mezclen homogéneamente.
Por último, el aliño. Espolvoreamos el comino. Rectificamos de sal. Rociamos con un poco de vinagre, preferiblemente un vinagre de Jerez. Aquí la cantidad va en gustos, yo no soy especialmente vinagrero y me basta con una cucharadita. Terminamos regando generosamente con un buen aceite de oliva. Y lo mezclamos bien.
Lo ideal es preparar la ensaladilla la víspera, para que los diferentes sabores maceren y se consoliden. Para consumirla, es preciso sacarla de la refrigeración un poco antes, hasta que quede a temperatura ambiente.
Buen provecho.
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