MILHOJAS DE BERENJENA Y SALMÓN AHUMADO
[una receta y un mito]
La noche extiende una oscuridad densa y sobrecogedora, sólo alterada por la tenue horquilla de la luna, la misma oscuridad que habita el corazón del hombre. La soledad nocturna eriza de interrogantes las arenas de una playa que el mar lame con sereno y tenaz oleaje. Ese chasquido de agua es el único sonido que acompaña los negros pensamientos del héroe.
Un extraño silencio atenaza a la noche. Los soldados, tras otra jornada de combate ante la poderosa fortaleza de Troya, no celebran un hipotético avance ni lamentan un posible retroceso. Tantos hombres como arenas de un desierto apenas a unos metros de su tienda, y nada se escucha. Un silencio que oprime. Una noche inquietante para un joven Aquiles que deambula por la orilla sopesando en sus pensamientos los horrores de la vida frente a las bondades de la muerte, las usuras de la nobleza sobre las mezquindades de la subsistencia, las ruindades de todo triunfo contra las excelencias de la amistad.
Van ya para nueve años desde que el ingente ejército aqueo embarcó rumbo a oriente, una colosal coalición armamentística contra una ciudad por la que se decían agraviados. Nueve años y Troya parece tan inexpugnable como el primer día. Más aún desde que el comandante en jefe de los ejércitos, el arrogante Agamenón, lo agravió públicamente, arrebatándole con autoritarismo improcedente el botín que le había correspondido en el reparto. Fue una afrenta arbitraria y ruin ante la asamblea de los notables, en la que él, Aquiles, siempre ocupó un lugar destacado; una afrenta que debía ser respondida, si quería recuperar la propia dignidad mancillada, y qué mejor respuesta que apartarse de la lucha para poner en evidencia la inferioridad moral y táctica del despótico Agamenón, una vez se vieran privados sus compañeros de armas de la indómita valentía del noble Aquiles; una afrenta que lo golpeó mortalmente en su propio honor. Pero ¿qué es el honor para un hombre desnudo frente al insondable mar y la negrura de la noche?
El joven Aquiles deambula solo por la playa. El silencio de la oscura bóveda tritura la solidez de cualquier razonamiento hasta convertirlo en arenisca que se acumula a la arena de los siglos y de las generaciones. El rechinante beso del manso oleaje es su única respuesta hoy.
Cuando regresa a la tienda de campaña, encuentra ante ella esperándolo a tres buenos amigos, Ayax, Fénix y Ulises. Son la embajada enviada por el propio Agamenón para negociar su retorno a las armas. Los troyanos se han envalentonado con la ausencia de Aquiles y, desde que éste renunció a luchar, los aqueos no han dejado de ir perdiendo posiciones, replegándose ante el empuje enemigo. La situación comienza a ser desesperada. Vienen a parlamentar con él, en nombre del comandante en jefe, la manera de restituirle su honor y que vuelva a unirse a los suyos.
Pero Aquiles, desnudo de armadura, no es soldado sino hombre y como hombre los recibe. Luego vendrán las alegaciones y los discursos. Inmediatamente después de saludarlos como amigos, desnudos de estandartes y condecoraciones, y solicitar para ellos una copa del mejor vino, él mismo, junto a su inseparable Patroclo, trocea unos costillares de cabra y de oveja, unos lomos de cerdo y, ensartándolos en brochetas, los pone a la brasa. Mientras se asan, Patroclo rellena las copas y distribuye trozos de pan en canastillas. Las palabras de la amistad tienden puentes a la razón y al afecto en torno a una mesa compartida. Luego, desde la fraternal cordialidad de los comensales, una vez saciados todos y retiradas las sobras del ágape, los embajadores cumplirán su misión negociadora.
El relato de este encuentro diplomático en medio de una crisis profunda, escrito hace casi tres milenios, vuelve a darnos hoy la medida de ese modelo de humanismo griego, tan elogiado y tan desdeñado en las democracias contemporáneas.
En los últimos años, el diálogo social fue roto y confinado a la administración de leyes como herramienta de coacción. Durante estos últimos años, hemos vivido la pesadilla de la palabra amordazada, del insulto como argumento y de la cárcel como única respuesta a la palabra, en beneficio de la proclama más irracional. Durante estos últimos años, una política autoritaria y prepotente ha sumido al ciudadano en la noche más negra, ha hundido las instituciones, todas las instituciones, en un basurero de mierda y odio, corrupción y bandolerismo impune.
La semana pasada, el diálogo entre diversas formaciones políticas realizó lo que hasta hace pocos días parecía imposible: desalojar del gobierno al partido y al presidente que nos habían sumido en ese lodazal irrespirable.
Medios y personalidades han corrido a felicitarse como si en pleno corazón de la tormenta se hubiera abierto paso el sol. Y, sin embargo, si no miramos sólo a lo inmediato, sin abarcar allá de donde venimos y allá adonde queremos ir, realmente no se ha abierto una ventana a la esperanza, ha sido un alivio, un gran alivio, ciertamente, por ahora sólo eso. La trayectoria histórica del partido que ha ocupado en buena lid el timón de la nación no ofrece muchas garantías de esperanza, más bien lo contrario.
La composición de su nuevo gobierno, recién hecha pública, con un ministro defensor de torturadores, con una ministra que dio su visto bueno al ruinoso y catastrófico proyecto Castor, con un ministro sin empacho a aparecer en la foto junto a personajes de la ultraderecha más reaccionaria, etc., etc., no augura precisamente una especial sensibilidad contra los males que nos han llevado a ser hoy por hoy uno de los países supuestamente democráticos con mayor exclusión social y con más personas presas por sus ideas.
Y aquí es donde entra el irreprochable Aquiles para recordar a nuestros dirigentes la necesidad del diálogo. Y dialogar no es sentarse a esperar, desde tu posición de poder, la claudicación del contrario, sino empatizar con el otro, respetarlo en su disidencia, ser generoso y magnánimo en la réplica, concederle a tu oponente el pan y la sal que nos hace humanos en el frágil equilibrio de la justicia y la convivencia. Todo lo demás será mero ejercicio de poder y palabras huecas, como esas olas que se inflan e inflan en su proximidad a la costa y, cuando llegan a la arena, gastada toda la energía en su demostración de fuerza, se desinflan en un plof intrascendente.
Como ejercicio de diálogo, propongo hoy una receta de fácil ejecución, que no proviene del acerbo familiar, sino de la experimentación cotidiana. ¿Por qué? Si en otras entradas he hecho una reiterada alabanza de la tradición, bien es verdad que ensimismarse en la propia tradición conduce al inmovilismo y la esclerosis. Toda tradición ha de ser plinto para la constante creación de un presente que nos abra puertas al futuro.
¿Qué otra cosa, si no, es el diálogo? Asunción de ese acerbo humano que comparto con mi oponente para abrir puertas a un mañana en el que el otro sea, si no mi colaborador, sí una nueva perspectiva para avanzar en la senda de lo común desconocido.
A ti, amigo, con el que guardo drásticas diferencias, siéntate a degustar el divino alimento de la tierra y luego hablemos, hablemos desde una posición de igualdad, hablemos hasta que ya no queden palabras para modular nuestro diálogo y sea el corazón su fuelle y la magnanimidad su brasa.
MILHOJAS DE BERENJENA
Y SALMÓN AHUMADO
Ingredientes:
- Berenjenas, una mediana por persona.
- Salmón ahumado, 125 gr. (unas cuatro lonchas)
- Queso gouda, 50 gr.
- Aceite.
- Leche, 1/4 l.
- Mantequilla, un par de cucharaditas.
- Harina, un par de cucharaditas.
- Nuez moscada.
- Pimienta blanca.
- Sal
Lavamos bien las berenjenas, les quitamos la parte espinosa del sépalo y, sin pelarlas, cortamos de cada una tres lonchas longitudinales de un centímetro aproximadamente. Reservamos las partes sobrantes de la berenjena.
Colocamos las lonchas en la bandeja de horno sobre un papel vegetal, las espolvoreamos ligeramente de sal y las pintamos con aceite de oliva.
Las introducimos en el horno previamente caliente a 180º y las dejamos unos diez o doce minutos por cada lado, hasta que adquieran un ligero color tostado, pero sin que lleguen a ennegrecer.
Entre tanto, cortamos en dados la berenjena sobrante y la freímos en aceite bien caliente, luego la pasamos a un papel secante para que éste absorba el exceso de aceite y la reservamos.
Rallamos el queso y lo reservamos también.
Una vez asadas las lonchas de berenjena, las montamos en un recipiente hondo, preferiblemente individual, aunque no es imprescindible. Vamos alternando una loncha de berenjena con dos o tres de salmón ahumado, terminando con la tercera loncha de berenjena. Reservamos.
A continuación, preparamos una bechamel clarita. Para ello, derretimos en un cazo o en una sartén honda la mantequilla y, una vez derretida, diluimos en ella la harina junto con la sal, la pimienta molida y un poco de nuez moscada rallada. A continuación, añadimos la leche (mejor si la calentamos previamente) y, cuando empiece a espesar, le añadimos el sofrito de berenjena y el queso rallado. Revolvemos un minuto y lo apartamos del fuego.
Cubrimos las milhojas de berenjena y salmón con la bechamel y las introducimos en el horno, caliente a 180º.
Las dejamos hasta que la superficie muestre ese apetitoso tostado, una media hora más o menos. Y... listas para servir.
Cuidado, que salen muy calientes del horno.
El resultado es un plato completo, aunque muy contundente, capaz de constituir por sí mismo una comida. Si se quiere algo más ligero, basta con cortar las berenjenas en rodajas, en lugar de hacerlo a todo lo largo. Con menos cantidad también de salmón, claro, obtendremos un primer plato excelente.
Buen provecho, y buen diálogo.
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