"Ven. Siéntate conmigo en el césped
antes de que otro césped crezca con tu polvo y el mío."

(Omar Jayyam, Rubaiyyat)

jueves, 5 de julio de 2018

EL NUEVO (Relatos de la tierra amarga)






EL NUEVO
(Relatos de la tierra amarga)


     Cuando llegó, casi mediado ya el curso, todo interés se centró en su persona, al menos durante algún tiempo. La jefa de estudios interrumpió la clase de física, lo que siempre es de agradecer, para presentárnoslo y recomendarnos que lo acogiéramos como uno más, sin aclarar qué quería decir con eso de "uno más". ¿Uno como Iván?, un busca broncas, chuleando a todas horas de pulserita con la bandera de España como si te azuzara a perro rabioso, un cazurro que nunca en su vida ha visto más de un tres en las calificaciones pero no para de fanfarronear con que quiere ser policía, aunque está más gordo que un jamón y no se mueve ni para tirar el chicle a la papelera, siempre manda a alguno de sus comparsas a que se lo tire. ¿Uno como Ilías?, que lleva menos de un año en España y casi no sabe ni papa de español pero lo chapurrea tan bien que hasta lo entiendes más que a muchos de los bocazas del patio, siempre encuentra la ocasión de hacerse el gracioso para que los demás se rían y no vayan armándole gresca, y sabe un huevo de cine, se ha bajado todas las pelis del mundo, porque quiere ser director, todo lo que no sea el cine no le interesa para nada y en clase se dedica a dibujar viñetas que dice que son escenas de su futura película, cuando apruebe cuarto y se meta en un ciclo de imagen y se haga un director famoso. ¿Uno como Kenneth?, que parece un gatito, porque siempre se ríe enseñando los colmillos, tragándose la risa para dentro, con la cabeza encogida, meneándola como si estuviera sujeta en un muelle, y poco más, porque su especialidad es esa, reírse de todo, de la última metedura de pata de la torpe de Mónica, del tic en el ojo del profe de mates cuando alborotamos y se pone furioso, se ríe porque ha sonado el timbre del recreo justo cuando le tocaba salir a la pizarra, o porque se le ha olvidado el bocata en casa y el muy pánfilo va y se ríe, o cuando le han preguntado por la revolución industrial y él salta por peteneras y se pone a hablar de cualquier cosa que haya visto por la tele sin venir a cuento, se ríe incluso cuando llora porque le han dado cinco cates en la evaluación y se le saltan las lágrimas aunque sin dejar de reír, tragándosela para dentro. ¿Uno como Rodrigo?, cuya máxima aspiración en la vida es ver en persona al Real Madrid en el Bernabéu, y todo lo que no sea fútbol es cosa de maricones, hasta la física es cosa de maricones, aunque el profe le dijo que la física explica los movimientos y las variables que intervienen en el recorrido de un balón, pero para él todo lo que no sea sudar la camiseta es cosa de niñas. ¿Uno como David?, hiperactivo diagnosticado, que parece que le han metido una guindilla en el culo y no puede estarse quieto ni cuando le estás contando un chismorreo, y todos le dan esquinazo porque cuando vas a gastar una broma es un bocachanclas y con sus aspavientos o con sus yo sé una cosa que tú no sabes siempre acaba descubriendo el pastel y destripando la broma. ¿Uno como Juan Antonio?, serio como un domingo, que jamás habla con nadie, tieso más que un palo, que suspende lengua examen tras examen pero sin inmutarse, como si fuera la estatua de la plaza Mayor, y eso que Conchi, que está por él, se empeña en explicarle la sintaxis poniéndole ejemplos de complemento directo y de sujeto y de sintagmas y, por mucha cara de catedrático de humo que ponga Juan Antonio, pues resulta que no se está enterando de nada, y eso que quiere ser escritor y escribir novelas y hacerse rico. ¿Uno como Isra?, que tiene pinta de que va a esperarte a la salida para darte cuatro hostias y por eso los profes lo tratan como si fuera un macarra, dando por hecho que es un macarra, pero es un tío legal, que nunca te da un desplante si no intentas andar pisándolo, que siempre que puede te ayuda, aunque sea renegando e insultándote pero termina ayudándote, porque está acostumbrado, él solo está al cargo de sus cuatro hermanos menores, mientras su madre hace todas las peonadas que puede, su padre no se sabe qué ha sido de él, lo que sí sabemos, porque no para de repetirlo, es que ha calculado cuánto tiene que estudiar exactamente para aprobar, ni una décima más, y parece que le van saliendo los cálculos, nunca más de un cinco, pero menos tampoco. ¿Uno como yo..., que soy como soy y voy tirando como mejor puedo? Y eso sin contar las chicas, que, para referirnos al nuevo, claro, ellas no cuentan.

     Esta mañana la mamá de Jonathan ha tenido que llamarlo un porrón de veces para que baje a desayunar. Lo de todos los días, pero hoy mucho más. Tampoco es que estuviera remoloneando bajo el edredón. Desde muy temprano, el móvil no ha parado de pitarle notificaciones. Cuando su madre ha subido a decirle que se le estaba enfriando el desayuno, lo ha encontrado absorto en el Instagram, ausente por completo. Le ha dicho que no entiende cómo puede tenerle esa basura tan absorbido el cerebro. La madre no entiende, se ha quedado estancada en otro siglo.

     El nuevo tenía algo en la cara que lo hacía irresistiblemente atractivo, puede que fuera la forma de mirar, o la sonrisa, el comportamiento, un no sé qué que te incitaba a hablar con él, a confiarte a él, y al mismo tiempo intimidaba. Si al principio su silencio fue interpretado como timidez, en seguida nos dimos cuenta de que tímido para nada. Respondía a los profes con una seguridad que pocos de nosotros usamos. Y sin pavonearse. Como la cosa más natural del mundo.
     Pero lo que más nos intrigaba era la causa de su incorporación tan tardía, la jefa de estudios no nos había dicho que hubieran trasladado a su padre o cualquiera de las razones por las que habitualmente vienen alumnos fuera de plazo. Nos dijo que se incorporaba uno nuevo y que debíamos tratarlo con respeto y compañerismo, como uno más.

     Jonathan encuentra en la encimera su vaso de leche con cacao y las putas madalenas. ¿Por qué se empeña su madre en hacer de Arguiñano y no le compra en el supermercado bollos empaquetados como todas las madres del mundo? Aunque, la verdad, eso hoy se la refanfinfla. Aparta con gesto de asco la canastilla de las madalenas y se pone a beber el cacao, sentado en el taburete, sorbo a sorbo, dilatándolos, mientras la madre le dice no sé qué de algo que su padre le ha dejado en la mesa del comedor antes de irse al almacén, y luego pasa a otra cosa y sigue hablando y preguntando, como cada mañana, hablando como si se fuera a acabar el mundo y ella no quisiera que, antes de que se acabara, le quedara algo por decir, pero él no la escucha. Tiene la cabeza totalmente absorbida por otras cosas.

     El nuevo incluso pasó las pruebas de novato con notoriedad. Cuando el bruto de Iván lo acorraló en el patio con su cuadrilla, Julio César, Mondragón y Andrei, tres monigotes que, si los pillas solos de uno en uno, ni se atreven a levantar las pestañas del suelo, pero que, a la sombra de Iván, van que parecen a punto de desenfundar la pistola, pues Alex no se acobardó ni borró su sonrisa. Cuando el jefe de la manada le exigió que le enseñara los gayumbos a ver si cumplía los requisitos de un machote, el nuevo no se asustó, le respondió que usaba bóxer de color blanco, pero que tenía ocupaciones más importantes que tales chiquilladas y se abrió paso con toda naturalidad entre el grupo que lo había acorralado, sin perder la sonrisa, se marchó a un banco al sol para ponerse a leer. Los dejó con dos palmos de narices. Olé sus huevos.
     El nuevo parecía perfecto, amigable y cumplidor, pero también impenetrable. Y eso despertaba aún más nuestra intriga. Evidentemente, ante ese pelito rubio y esa cara de pastel, quienes intentaron un primer acercamiento fueron las chicas. Y la primera de todas, Vane, con sus dos tetonas. Le dijo al nuevo si quería que le hiciera de guía en el insti, eso el segundo día. Él le dio las gracias, con apariencia de ángel, y volvió al ejercicio que estaba terminando antes de que entrara la profesora. La Vane, claro, se sintió despechada y echó a correr la bola de que era un blando. Las tres Alicias también intentaron una avanzadilla, en cuanto vieron que era un hacha en matemáticas, pidiéndole que les explicara los polinomios. Lo que pretendían, claro, es que el nuevo les hiciera los ejercicios, y cuando Alex las retuvo en clase durante el recreo para explicárselo, las Alicias salieron despavoridas, diciéndole a todo el mundo que el nuevo era un pelma.
     Un aura de intriga y misterio lo envolvía. Pero, como él no soltaba prenda, pronto el misterio dejó de ser interesante y su presencia entre nosotros perdió novedad.
     Bueno, a mí me seguía gustando girar la vista y encontrarme su perfil, esa expresión, siempre luminosa, como si no hubiera tormentas en su cabeza, sentado solo en la última fila junto a la pared, siempre aplicado en las tareas, sin distraerse. Me procuraba, no sé por qué, serenidad. No es que quisiera ser su amigo. En realidad, nunca he tenido amigos. He tenido colegas, muchos, compañeros con los que te entretienes y a veces te peleas y luego lo olvidas y sigues pero a quienes no confiarías tus secretos. El nuevo era un compañero más, agradable, pero distante.

      A Jonathan lo está rayando a tope el interrogatorio matutino de su madre y se deja medio vaso de cacao. Sube a su cuarto. Mira otra vez el móvil. En lugar de vestirse para ir al instituto, vuelve a tumbarse en la cama, boca arriba, mirando al techo, con el móvil en la mano sin parar de pitar notificaciones.

     Semanas después, Cloe Emilia nos contó que el nuevo no vivía en el pueblo. Cloe Emilia se lo había encontrado en la estación de autobuses, todavía con la mochila a la espalda, y él le dijo que estaba esperando el bus de Alhaurín para volver a casa. ¿Vivía en Alhaurín?, ¿tan lejos? ¿Es que no había instituto allí?, ¿en un pueblo tan grande? Aquello reavivó los chismorreos, pero en dos días se jugaba el tradicional partido de fútbol entre profesores y alumnos y tal acontecimiento era lo suficientemente importante como para acaparar por completo la atención de la clase.
     Después de las vacaciones de semana santa, fui yo quien me lo encontré una tarde en la biblioteca municipal. Me saludó con su más encantadora sonrisa, yo le devolví el saludo con torpeza, tropezando con una silla al lanzarle un gesto con la mano, y me senté en otra fila apartada de la suya. Pero Alex recogió sus cosas y vino a sentarse a mi lado. Me preguntó si llevaba en la mochila el libro de tecnología, ese día no habíamos tenido clase de tecnología y le gustaría aprovechar para adelantar los deberes. Yo había ido a la biblioteca porque necesitaba el ordenador para un trabajo de geografía, el de mi padre estaba a tope de virus de tanto ver porno, que él se cree que me chupo el dedo y no sé lo que ha estado haciendo sólo con echarle un vistazo al historial, lo había llevado a reparar. El nuevo, que ya no era tan nuevo, sin yo pedírselo, se puso a ayudarme; me dijo que ya había entregado el suyo y la profesora le había puesto un visto con un más. Aunque su trabajo y el mío trataban temas diferentes, Alex tenía muy claro cómo plantear el que yo había elegido. Me fue guiando en el proceso de búsqueda y recopilación de datos y de imágenes, y en lo que yo habría echado toda la tarde y más, con él al lado, lo terminamos en menos de una hora. Luego me acompañó a casa, mientras hacía tiempo para el autobús, y yo luego lo acompañé a él a la estación, y todavía tuvimos un rato para seguir charlando.
     De tímido, nada. Todo lo que decía era como si lo dijera un adulto pero con la forma de entender el mundo de alguien de nuestra edad. Lo que más le gusta en la vida es la cocina, me sorpredió,pero no guisar como nuestras madres, por obligación y rutina, quiere dedicarse a la cocina a lo grande, viajar y aprender cómo comen en cada sitio, crear su propio concepto. Habla como un adulto, pero sin pedantería, con conocimiento. Su idea es terminar el bachillerato y luego matricularse en un módulo superior. Yo no sé qué quiero ser de mayor, me atraen muchas cosas pero ninguna me llena del todo.
     Su sinceridad invocaba mi propia sinceridad, sin violentarme a ello, y eso me hacía sentirme bien, muy bien. También me dijo que en su pueblo sí que había instituto, pero que tuvo que dejarlo en mitad de curso y sus padres decidieron matricularlo aquí. ¿Lo habían expulsado? Algo muy gordo tendría que haber hecho. No le pegaba nada. Me dijo que no, que habían sido otros los motivos, pero que ya me lo contaría más despacio, que su autobús estaba a punto de salir. Después de haber hablado con él, volví a casa corriendo, en volandas, como si el mundo se hubiera hecho más grande.
     Al día siguiente, al entrar en clase, temía que Alex aireara delante de todos nuestra reciente confianza, son tantas las envidias y recelos que se cuecen entre los compañeros, son tantos los oídos y los ojos atentos a cualquier novedad que nos arranque del aburrimiento, pero mucho más temía su indiferencia. Yo lo saludé con una sonrisa cautelosa y él me devolvió el saludo con la suya. Pero no era la suya, era su sonrisa y algo más, algo que la individualizaba para mí. Ocupé mi asiento embebido en la feliz posibilidad de haber encontrado mi primer auténtico amigo.

     Vuelve a abrir Instagram. No puede creer lo que está viendo. Las visitas se multiplican por momentos. Se arranca el pijama con rabia y, en calzoncillos, va repasando su colección de chándales y renunciando a cada uno de ellos como si todos y cada uno lo delataran, dejando públicamente desnudo su yo más recóndito, más vulnerable. Su madre, desde la planta baja, lo conmina a terminar de arreglarse para el cole, va haciéndosele tarde y ella tiene que irse a la oficina con papá.

     Alex y yo, sin acordarlo, empezamos a estudiar juntos en la biblioteca. Cuando terminábamos pronto los deberes, nos dábamos un paseo hasta las afueras, haciendo tiempo hasta la hora del autobús a Alhaurín. Durante esos paseos, hablábamos de todo. Era increíble, incluso en temas que yo mismo ignoraba que me interesaran, con él me descubría una opinión que no tenía que ser obligatoriamente la misma que la suya, pero nunca discutíamos. Era maravilloso comprobar que algo podía ser como lo concebía él y al mismo tiempo como lo concebía yo, y eso no nos separaba, al contrario, nos volvía más íntimos.
     Un día le pregunté qué hacía las dos horas desde que salíamos del insti hasta que abrían la biblioteca, me respondió que se iba al parque municipal a comerse lo que su madre le había puesto en el tupper. ¿Y cuando llovía? Entonces se iba a la sala de espera de la estación. Yo le pregunté a mamá si podía venir a comer a casa un compañero de clase y le expuse por encima las razones, sin concretar demasiado. Mamá, tan feliz de comprobar con sus propios ojos con quién se relacionaba su hijo. Alex estuvo encantador, incluso se levantó a llevar los platos al fregadero. Respondió al interrogatorio de mamá con amabilidad de serafín, aunque sin prodigar tampoco demasiados detalles. Mamá le dijo que, gustándole tanto la cocina, su madre estaría encantada con la ayuda, pero él le explicó que precisamente en casa no lo dejaban cocinas, sus padres opinaban que ésa era tarea de mujeres y no iban a permitir que un hijo suyo pusiera un pie en el territorio de ellas, a lo que papá comentó que él no había querido intervenir hasta entonces pero que, en su opinión, sus padres tenían razón, y mamá soltó una carcajada, que yo sabía que era ficticia, sólo para hacerle la pelota a mi amigo y quedar bien, le dijo a papá que era un antiguo, que hoy día un hombre puede ya coger un cucharón sin que eso lo convierta en mariquita.

     Jonathan se enfunda el chándal más desgastado, como si se vistiera para una ejecución. Se cuelga a la espalda la mochila, sin comprobar si lleva todos los libros del día, antes de cerrar su cuarto de un portazo echa un último vistazo al móvil. La rabia empieza a transformarse en desasosiego.

     Mamá dio a Alex su aprobación, con sobresaliente. Ese amigo te conviene, me dijo, aprende de él a comportarte como un ser civilizado y a tener un horizonte en la vida. Tanta estima, sin embargo, me escamaba, entrañaba un riesgo. Mamá es como un péndulo. Lo que hoy le parece una bendición, mañana, bajo otra perspectiva, le puede resultar abominable; a quien hoy acoge como un arcángel, mañana, ante la más nimia contrariedad, lo repudia como un diablo. Sin medias tintas. Mejor no airear demasiado nuestra amistad, recatarnos no sólo ante mis padres, sino también ante los compañeros. No porque consideráramos que estábamos haciendo nada vergonzoso o despreciable, para evitar habladurías y malos rollos.
     Y, sin embargo, nunca hablamos de esto Alex y yo. Estábamos tan compenetrados, nos conocíamos tan a fondo el uno al otro, que no había necesidad de expresar las cosas, bastaba una mirada de entendimiento. Cuando estábamos juntos, a solas, nos tanteábamos mutuamente, como exploradores, por puro juego, confirmando coincidencias con las que ya contábamos de antemano. Nos gustaba jugar a si la clase fuera un zoo y le íbamos asignando un animal a cada compañero. Cómo nos reíamos imaginando a las Alicias como tres nutrias, o a Cloe Emilia como jirafa, a Iván como un paquidermo, ¿un paquiqué...?, ¡un hipopótamo! Cuando nos llegó el turno de buscar nuestros animales correspondientes, Alex me asignó el gato, porque parecía ajeno al mundo, siempre a mi bola, pero, en el fondo, pendiente del cariño ajeno. Me gustó lo que me dijo, y yo lo identifiqué a él con el caballo, por su energía y su nobleza.
     Luego en clase cada uno nos sentábamos en nuestro sitio y nos tratábamos con la misma distancia que a los demás. Pero, a la distancia y todo, encontrábamos miradas furtivas, gestos inadvertidos, sonrisas que reafirmaban nuestra complicidad y me hacían sentirme único. Ya no era yo Jonathan y sus inseguridades, Jonathan y su incomunicación, Jonathan y el suspenso seguro como no guardes la play el fin de semana e hinques los codos, Jonathan y qué pesadas las chicas con esa feria de novios de quita y pon que se traen, Jonathan y la vergüenza a verse desnudo en el espejo, Jonathan y sus terrores. La mirada de Alex me hacía Jonathan, a secas, todo eso.
     Una tarde nos eternizamos hablando y perdió el autobús, no salía otro hasta la mañana siguiente.

     Jonathan coge el camino más largo para ir al instituto, el que da más revueltas. Así evita también las calles más concurridas, y el posible encuentro con compañeros de camino también a clase. Durante el trayecto, abre Instagram. Lo que ve en la pantalla le da pánico. En apenas un par de horas, más de cinco mil me gusta y sus correspondientes comentarios. Se apoya en una tapia. Respira hondo.

     Mamá no vio inconveniente en que Alex se quedara a dormir, previa llamada a su casa para tranquilizar a sus padres. Le preparó el cuarto de Rodrigo, desocupado ahora que éste se ha ido a la capital a estudiar en la universidad. Bueno, desocupado de todo menos de esos horribles pósteres mangas. Yo habría preferido que durmiera conmigo, mi cama es muy ancha, para así poder seguir charlando hasta que se nos cerraran los ojos. Pero mamá dijo que eso era una solemne tontería, habiendo camas de sobra. De todas formas, cuando mis padres se acostaron, salimos al patio para seguir hablando sin molestarlos, su dormitorio da al otro lado. No había luna, sólo estrellas, infinidad de estrellas. Alex me preguntó si yo sabía identificar las estrellas y le dije que no, él tampoco, pero de todas formas eran algo muy hermoso así, anónimas, lejanas, inaccesibles, y tan cercanas al mismo tiempo. La luz de la farola más cercana apenas si se asomaba a la tapia, por lo que apenas si veía con los ojos el cuerpo de Alex a mi lado, pero mi cuerpo sabía de su presencia de otra forma muy distinta, más intensa. Sus palabras susurradas me llegaban con otro deje, como un abrazo. A su lado, bajo aquel cielo, sentía que el mundo es mágico.
     Fue bajo ese cielo de oscura intimidad donde me contó por qué había tenido que dejar su instituto y trasladarse tan lejos. Siempre se ha sentido distinto, no se cree mejor ni peor que los demás, simplemente distinto, con otras metas y otros gustos. Y aunque él nunca ha pretendido marcar distancias, los demás suelen tomar "sus rarezas" como un desaire y hacerle el vacío. Cuando en tercero escogió de optativa "dietética y nutrición", era el único alumno de la asignatura, todas las demás eran chicas. Eso provocó que los de su clase empezaran a llamarlo en femenino. La broma tuvo buena acogida y rápidamente todo el instituto empezó a decirle Alejandra. Las bromas empezaron a ser cada vez más pesadas. Algunos relacionaron la elección de esa optativa con su afición a la cocina no como una vía de acceso al mundo laboral sino como confirmación de una tara, y sacaron sus propias conclusiones. Aparecieron por los baños pintadas de Alejandra mariquita, Alejandra chupapollas, Alejandra puto de mierda. Una mañana, al entrar en clase, leyó en la pizarra "A Alejandra le gusta que le den por culo". El profesor de religión, que entró inmediatamente detrás, no solicitó al autor de aquella frase, sino que ordenó al propio Alex que saliera a borrar aquella ordinariez. La carcajada fue estruendosa.
     Él no quería entrarles a aquellas provocaciones, prefirió aislarse aún más y seguir su vida en solitario. Pero, a los ojos de ellos, su indiferencia fue interpretada como confirmación de las acusaciones, y los ataques y los insultos llegaron a ser tan manifiestos, tan generalizados, que el propio jefe de estudios lo llamó a su despacho y le recomendó que cuidara sus gestos y sus palabras para dejar de provocar aquellos comentarios de mal gusto.
     De los comentarios pasaron a la acción. Un día le pusieron la zancadilla cuando se dirigía a corregir un ejercicio en la pizarra. Otro, le tiraron huevos desde una de las ventanas. Si se cruzaba por los pasillos con alguno de los más gallitos, lo sobrepasaban con un violento empujón, por mucho que él hiciera por esquivarlos. En un recreo, lo agarraron entre cinco y lo llevaron al descampado detrás del gimnasio. Aunque se resistió, le quitaron toda la ropa y uno por uno, mientras los demás lo sujetaban y se reían, fueron meándosele encima. Luego lo dejaron allí, meado y sin ropa.
     La expulsión de tres días a los gamberros no hizo sino calentar más el ambiente. Prácticamente todo el instituto se le volvió en contra, por soplón, aunque él no había delatado a nadie. No era necesario, todos sabían de qué pie cojeaba cada uno. Incluso en casa, le reprochaban que él mismo se estaba buscando lo que tenía, por creerse por encima de los demás y querer hacer cosas de mujeres siendo un hombre. Todo fue a mayores, los insultos, las vejaciones. Llegó a tener miedo, no sabía hasta dónde podrían llegar sus compañeros.
     El jefe de estudios habló con su madre y le propuso que lo mejor sería trasladar al chico a otro instituto, donde nadie lo conociera, su actitud chocaba con la sensibilidad de los habitantes de Alhaurín y, al sentirse provocados, él personalmente no se sentía capacitado para garantizar la integridad de una persona como Alex.
     Pero ¿lo eres realmente?, quería yo preguntarle, ¿eres gay? No me atreví.

     Jonathan se para cada dos por tres. Querría parar el mundo, pero eso ¿cómo se hace? Lo que querría realmente es apagar el Instagram de todos los móviles y que esa pesadilla cesara. Aún más imposible. No va a llorar. Todavía no sabe qué va a hacer cuando llegue al instituto, pero, desde luego, llorar no, derrumbarse, menos todavía.
     Intenta arrancar de rabia un junco que sobresale del seto, y éste es tan flexible aún que, en lugar de quebrarse, lo que hace es quemarle con el roce la palma de la mano. Pero eso no le duele, le duele más lo otro. ¿Quién habrá sido capaz de algo tan ruin? ¿Lo sabrá Alex?, ¿lo habrá visto ya?, ¿es un seguidor activo de Instagram? No le pega, raramente han hablado de ello, él mismo lleva meses sin apenas publicar nada en la aplicación. Antes sí, pero desde que conoce a Alex... ¡La foto tiene ya más de diez mil me gusta! Pero ¿hay tanta gente en el mundo?
      Cuando dobla por Puerta Sur, Jonathan ve a lo lejos a Kenneth, que viene de la Plaza Mayor y enfila la calle del Maestro. Coincidirán en breve. Jonathan gira con determinación por la primera transversal para coger un desvío. No quiere encontrárselo.

     Una tarde, Alex me preguntó si a mi madre le importaría que cocinara alguna cosa en casa, él compraría los ingredientes, había encontrado una receta de bizcochada de fruta que le gustaría practicar. Yo le dije que mejor no se lo preguntábamos y lo hacíamos, aprovechando que estaba en el almacén con papá. Luego lo limpiábamos todo, lo dejábamos como nos lo habíamos encontrado, y ni se enteraría.
      Alex se puso manos a la obra y se aisló del mundo, pero sin dejarme fuera a mí. Yo era mucho más que su pinche, era su cómplice. Miraba maravillado la meticulosidad con que mi amigo pelaba y troceaba varias frutas, haciéndolas cuadraditos pequeños, que luego volcó en un cazo con azúcar, agua, unas gotas de limón y una ramita de canela, me iba explicando. Y fue removiendo con cuidado mientras aquello hervía y se volvía cada vez más denso. Así debía de mirar un pintor el cuadro que se trae entre manos. Así miraría un escritor la pantalla que se va llenando de sus propias palabras. Así sería la mirada del violinista que encuentra en la partitura la música que lleva dentro.
     Luego hizo en el horno como una magdalena muy grande con toda aquella fruta y aquel almíbar dentro. Nos fuimos al parque municipal a comernos tranquilamente el bizcocho. Aparte de los patos del mini estanque artificial, pocos son en el pueblo los que andan por allí, en verano algo más, a morrearse entre los setos y los árboles.
     Aunque en el fondo era una magdalena grande, como las de mamá, pero más colorida y primorosa, me supo a manjar divino, porque en aquella magdalena no sólo había harina y leche y huevos, había un ingrediente básico, había amor.
     Yo le dije medio en broma, temblándome la voz, que qué suerte tendría la mujer que se casara con él. Pero Alex no respodió, ni lo aprobó ni lo negó, su sonrisa sólo, nada.

     Ya no quedan más vericuetos que coger. Jonathan debe enfrentarse irremediablemente a sus compañeros. Hace un momento casi se topa con las tres Alicias. Iban mirando el móvil y haciendo aspavientos, afortunadamente no lo vieron a él. Ralentizó el paso, agrandando la distancia con ellas.
     Pero ya no puede demorarlo más. La sirena tocará en breve. Si llega tarde, la conserje no lo dejará pasar y constará como una falta. Faltar hoy a clase sería como declararse culpable de esa mierda que vuela por Instagram. Mejor el cadalso.
     Conchi, como cada mañana, está tocando al telefonillo de Rocío para ir juntas al insti. Cuando ha pasado Jonathan por la acera de enfrente, se ha vuelto hacia él, con total descaro, como si lo viera por primera vez, como si estuviera viendo algo monstruoso.
     En la larga avenida periférica que conduce al instituto, son ya muchos los alumnos que apuran esos últimos minutos de libertad antes del timbre. Casi todos atentos al móvil. Jonathan no sabe cómo atravesar ese túnel de miradas conspicuas. Tiembla todo entero.

     Sin saber exactamente por qué, Jonathan empezó a sentir algo así como una amenaza sobrevolando esa armonía plena de la amistad. Alex seguía siendo tan encantador y sincero con él, pero había como un límite, un algo infranqueable que Jonathan empezaba a sentir como una barrera insuperable, como un muro que le impedía el acceso a su verdad última. Jonathan no sabría explicar qué era exactamente, pero la inmensa felicidad que le dejaba Alex cada día cuando cogía el autobús a Alhaurín después de toda una tarde juntos, ahora empezaba a dejarle un regusto a melancolía. Un día, en el inminente momento en que éste iba a subir al autobús, Jonathan tuvo un arranque y lo envolvió en un abrazo de despedida, muy fuerte, luego se dio media vuelta, sin decir nada, y regresó a casa temblando.

     Lo miran a él, está claro. Señalan la pantalla del móvil y se ríen a su costa. No son sólo sus compañeros de clase, son de todos los cursos, incluso los pequeñajos.
     Un mocoso de segundo se pone el índice en la mejilla y comienza a hacer gestos feminoides a su paso. Escucha una carcajada, reconoce esa voz como la de Mari, una de las chicas con las que tuvo más trato el curso pasado, gira la cabeza y, efectivamente, Mari está mirando el móvil de Ruth a carcajadas, que no cesan cuando sus miradas se cruzan, al contrario, arrecian.
     Jonathan agacha la cabeza, siente un chaparrón de miradas a sus espaldas. Sus ojos se están poniendo vidriosos. Pero no puede llorar delante de ellos, no debe.

     Ayer fue un día especialmente triste. La tutora nos dijo quiénes tienen probabilidad de acabar el curso limpios y los que seguramente suspenderán si no se ponen las pilas. Por supuesto, se formó un follón. Ahora todo el mundo quiere aprobar y toda la hora de tutoría no dejaron de gritar, culpando de sus malas calificaciones al de física y a la de geografía o al hueso de lengua. Yo me arrebujé, no levanté los ojos ni para mirar de lejos a Alex.
     Por la tarde, no podía concentrarme en estudiar el examen para hoy. Mi amigo, como de costumbre, parecía sabérselo todo, entenderlo todo, feliz poseedor de toda la sabiduría. Y con su generosidad, intentaba por todos los medios hacer que ese don del conocimiento me fuese accesible, pero yo sentía dentro de mí una tristeza que me ahogaba.
     Tanto era así que, después de un par de horas, Alex dijo que mejor dejábamos el examen y salíamos a dar un paseo. Mientras andábamos, me preguntó varias veces qué me ocurría, pero yo no sabía qué responderle. Me preguntó por qué estaba tan triste, si tenía él la culpa. Yo lo negué, pero tampoco pude darle razón alguna. Así llegamos hasta el parque. Como era de esperar, prácticamente vacío. Paseamos por la rosaleda, bordeamos el estanque junto a los sauces, los patos se deslizaban elegantes e indiferentes, nos adentramos bajo los castaños hasta las rocallas del final. De vuelta, Alex rompió el silencio. Me detuvo en seco, me cogió por los hombros, me dijo que no soportaba verme tan triste, que eso lo entristecía a él, me dijo que le hablara, de cualquier cosa, que dejara brotar las palabras y las palabras sabrían decir eso que me atormentaba.
     Yo le solté de sopetón que dentro de un mes terminaría el curso y él se quedaría en su pueblo y ya no nos veríamos. Y ya no pude decir más. El resto fueron un par de lágrimas rodándome sin control por las mejillas.
     Alex me abrió su sonrisa más limpia y me estrechó entre sus brazos. Yo me abracé con todas mis fuerzas a aquel abrazo. Tenía toda la tristeza del mundo y la felicidad más insoportable dentro del cuerpo. Sentía el escozor de las lágrimas y la incontenible presión del gozo, en el mismo vaso.
     Lo que no podía imaginarme era que alguien entre los arbustos, en ese preciso momento, nos estuviera espiando o pasara por allí por casualidad, lo que ya es casualidad, y nos tirara una foto así abrazados que luego colgaría en Instagram con la leyenda: "Vivan los novios".

     Cuando Jonathan levanta los ojos del suelo, lo primero que ve ante sí, en la explanada de entrada al instituto, entre el mogollón de compañeros a punto de entrar a clase, es a Alex, que le sonríe a lo lejos, está claro que ignorante por completo del lío que se ha montado.
     Inmediatamente después, a unos pasos, Iván, firme como una bayoneta, mirándolo con una mueca de sarcasmo o de asco, mirándolo como si lo fulminara. A sus espaldas, Julio César, Mondragón y Andrei se contonean con gestos procaces y lo señalan con el dedo. Conforme va acercándoseles, Jonathan puede distinguir mejor sus miradas de desprecio, sus risas como proyectiles. Apenas a unos metros, Iván grita "vivan los novios" y sus comparsas comienzan a corear el estribillo. Como si estuviera concertado de antemano, la multitud de los allí reunidos gritan "vivan los novios, vivan los novios".
     Jonathan se desprende con rabia de la mochila. No sabe qué va a hacer. Sólo siente rabia, ira. Lo enfurece el clamor hediendo con que esa manada lo agrede al grito de "vivan los novios". Lo enfurece la sonrisa inconsciente y benigna con que lo recibe Alex a la distancia, lo enfurece esa sonrisa que los deja a los dos en evidencia, que los convierte en carnaza para esas alimañas carroñeras. Se detiene ante su amigo en actitud desafiante. En medio del corro de gritos y carcajadas en torno a los dos amigos, frente a la noble mirada de quien ni siquiera sospecha lo que está ocurriendo, Jonathan siente ira, ira y odio contra sí mismo por no poder odiar a su amigo, por amarlo por encima de todo. Si tuviera dos cojones, se abalanzaría contra Alex y se liaría a puñetazos, delante de todos, lo molería a palos, porque él no es un maricón, para que todos ellos vieran que él no es un maricón, ni tampoco su amigo, lo patearía hasta desfigurarlo, le rompería a patadas las costillas, para que se enteraran todos de que no son lo que ellos han dado por descontado, le arrancaría el pellejo, de pura rabia, porque su inocencia, esa inocencia tan adorable y clara, potencia hasta límites insoportables el espectáculo de una amistad que a él le ha dado a beber en las fuentes de la vida y los demás contemplan en ese momento como perros de caza sedientos de su presa.
     Máxima tensión en ese cara a cara con el amigo al que ahora mismo querría matar para saciar su sed de imposible, para quitarlo de en medio, para preservarlo de tanta incomprensión, de tanta suciedad moral, de tanto odio. En un arranque de voluntad, acaba echándole un brazo por el hombro y dejándose iluminar por la nobleza de su sonrisa, que lo limpia completamente del odio y le abre camino firme hacia el instituto, escoltados por los compañeros que, defraudados a las puertas de una inminente e inevitable pelea, no entienden qué ha ocurrido y se apartan para abrirles paso, les abren un pasillo por el que transita en el gozo pleno de la propia afirmación.
     Le gustaría ahora mismo preguntarle a Alex si lo quiere igual que lo quiere él, en los mismos términos y con la misma urgencia, sin ambigüedades, pero así, con su brazo sobre el hombro amado, pisa seguro, con la cabeza alta, sin esconderse, con la felicidad de una certidumbre cómplice, que en medio del asombro general es felicidad completa. Y sólo eso es hoy ya razón suficiente.

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