La única forma de inmortalidad en la que creo es la impronta que dejamos en los demás, la memoria de nuestro paso por la existencia en aquellos que nos sobreviven.
Mi padre se nos fue el pasado 16 de agosto. Serenamente, al filo de la cama, lo abandonó el aliento.
Como cualquier otro hombre, tenía sus luces y sus sombras. Y la muerte no lo ha hecho ni mejor ni peor de lo que era. Sencilla y radicalmente, nos ha privado de su presencia.
Mi padre pertenecía a la generación del miedo.
Uno de sus recuerdos infantiles más recurrentes era cuando se escondía aterrorizado bajo la cama o en las faldas de su madre mientras caían las bombas. Ese terror, engendrado en una España en guerra y luego alimentado por los demonios de la Dictadura, fue el motor de su existencia. Un miedo mamado en su primera infancia, al que, ya en la madurez, dio respuesta con una mentalidad conservadora y tradicionalista, con una personalidad adocenada y dependiente. Siempre votó al PP, era lo que hacían aquellas pocas personas a cuyo amparo había depositado sus interrogantes, era el faldón de mamá bajo el que protegerse del miedo a lo otro.
Mi ideología inconformista siempre estuvo en las antípodas de la suya. Y, sin embargo, nunca escuché reproche alguno, jamás discutió mi posicionamiento. Muy al contrario, cuando todavía era posible ver algún debate político en televisión, le gustaba que los viéramos juntos, a pesar de nuestras diferencias ideológicas. No sólo prestaba atención a mis continuos comentarios, sino que además me los solicitaba cuando yo permanecía en silencio. No creo que atendiera al significado de mis palabras, sencillamente le enorgullecía la retórica de las palabras en boca de su hijo.
Mi padre siempre fue de poco hablar, mejor escuchar.
En enero del año pasado, presenté mi obra de teatro "Tarde de toros" en el salón de actos de la Biblioteca de Andalucía, en Granada.
La obra es un esperpento mordaz, que utiliza el mundo de la tauromaquia como emblema de esa España inmovilista e intolerante que se perpetúa generación tras generación, la España de crucifijo y bayoneta, de traje de luces y olor alcanforado, de muertos anónimos en las cunetas y vidas malvividas en la jungla de la picaresca, una España inquisitorial de la que todos, en mayor o menor medida, por acción o por omisión, somos víctimas y culpables.
Mi padre estaba entre el público, en primera fila.
Para amenizar la presentación, preparé un montaje de fotografías encadenadas, personales unas y otras públicas, cuyas imágenes, sobre un fondo musical de pasodobles toreros, explicaban de manera más o menos explícita el contenido y el sentido de la obra. Por ejemplo, la continuidad en el tiempo de unos mismos patrones venía reflejada en una sucesión de instantáneas de Franco y su esposa en un tendido taurino, del dictador y del príncipe Juan Carlos en un tendido taurino, del rey Juan Carlos y esposa en un tendido taurino, del rey Felipe y esposa en un tendido taurino, del rey emérito y sus nietos en un tendido taurino.
Al acabar la proyección, con los sones del último pasodoble todavía enseñoreándose de la sala, mi padre, visiblemente emocionado, rompió todo protocolo y se abalanzó hacia el escenario para darme un abrazo.
No creo que él fuera consciente de la ironía implícita en aquellas imágenes y aquella música. En absoluto podía estar de acuerdo con aquella ridiculización de lo que había sido y seguía siendo su propio mundo. Lo único que él veía sobre el escenario era a su hijo, era un faldón de orgullo y afecto con el que vencer al miedo.
Ése es el recuerdo suyo que quisiera conservar dentro de mí, ese abrazo, hijo del corazón, para derrotar a las incercias de la intolerancia.
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